“La fuerza pública no puede ingresar en las instituciones universitarias nacionales si no media orden escrita previa y fundada de juez competente o solicitud expresa de la autoridad universitaria legítimamente constituida.” El artículo 31 de la Ley de Educación Superior sancionada en 1995 retoma en ese punto la autonomía consagrada en la Reforma de 1918 y garantizada desde el retorno a la democracia. La interpretación es diáfana, despejada de ambigüedades. En los dos últimos meses, Cambiemos parece haber encontrado otra lectura para violar ese precepto en dos universidades nacionales: Jujuy y ahora Mar del Plata.
A mediados de abril, la policía dependiente del gobernador Gerardo Morales ingresó violentamente en la Facultad de Ciencias Agrarias de la Universidad Nacional de Jujuy. Golpeó y denigró al presidente del centro de estudiantes y lo llevó detenido junto a otro compañero. Mintió el jefe de la Policía, luego el secretario de Seguridad, que argumentaron “ruidos molestos” como justificación del atropello. El escándalo fue tal que la otrora poderosa Franja Morada repudió la represión. Morales tardó cinco días en recordar su pasado militante y declararse ofendido porque en la provincia que él gobierna hubiera sucedido eso. Separaron a los policías descarriados.
En ese caso, el gobernador que está siendo observado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos por la detención arbitraria de Milagro Sala deslindó responsabilidades. Desde el Ministerio de Educación de la Nación mantuvieron el silencio conveniente para que el tema se desvanezca.
Ahora, efectivos de la Prefectura, fuerza dependiente del Ministerio de Seguridad de la Nación, ingresaron a la Universidad Nacional de Mar del Plata. Los trabajadores de la casa de estudios les explicaron que estaban realizando un operativo ilegal. No se amilanaron: empezaron a pedir documentos, a increparlos. Los prefectos ofician de virtuales policías en el municipio gobernado por Carlos Arroyo, el intendente de Cambiemos que llegó a entrar a una escuela acompañado justamente por efectivos de policía.
La federación universitaria denunció el atropello, el rector Francisco Morea relativizó el episodio como si se tratara de un problema de fronteras difusas.
La relación entre fuerzas represivas y estudiantes tiene una tradición trágica en la historia argentina. Sólo los gobiernos de facto han violado la autonomía universitaria, un principio ideado para garantizar la libertad de pensamiento y proteger el saber de las arbitrariedades del poder. La reforma constitucional de 1994 la consagra en el artículo 75.
Durante un año y medio de gestión, la alianza de gobierno viene dando muestras de que la ley no es un obstáculo para hacer lo que quiere. Ministros de la Corte Suprema designados por decreto –decisión revisada ante el oprobio institucional–, derogación por Decreto de Necesidad y Urgencia de los artículos nodales de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, apoderamiento del lugar de un representante parlamentario en el Consejo de la Magistratura, son apenas algunos ejemplos estructurales.
En el discurso, las transgresiones no reconocen límites: poner en cuestión los 30 mil desaparecidos para ningunear el terrorismo de Estado, decir que si los jueces no hacen lo que ellos quieren hay que cambiarlos (Mauricio Macri dixit) o promover el escrache de un consejero de la Magistratura porque no avaló el jury a un camarista (María Eugenia Vidal dixit).
Arrasar las instituciones y el andamiaje simbólico construido durante décadas de democracia no se puede naturalizar, ni relativizar.