Hace tiempo me embarqué en ese proceso que llamamos “Deconstrucción”, sabiendo desde el inicio que no tiene fin, ni llegada. Para esto me ayuda trabajar en género, con activismos feministas, con varones que ejercen violencia, etc., sumado a la vida en pareja y a la paternidad, me convocaban al desafío de revisar mi forma de habitar la masculinidad y de corresponsabilizarme en tareas domésticas y de cuidado.

Sin embargo, haciendo y deshaciendo no dejaba de acuciarme la pregunta sobre los límites, los bordes, los umbrales o los “hasta cuándo”. Pregunta que se encolerizaba más con mi neurosis, cuando tenía los huevos al plato de no encontrar momentos de sosiego.

Un día como cualquier otro, de lo más mediocre y cotidiano, un atisbo de respuesta se me acerco tímidamente.

Una pequeña voz interior me susurró:

-Son las prendas, son las prendas...

(Descartada una esquizofrenia, eso de las prendas me sonaba a desafío, a prueba del destino, a huevo podrido que una prenda tendrás... y esas cosas).

Así que repregunte a esa voz del más acá:

-¿Prendas?.

A lo que respondió, ya más firme:

-Prendas, sí, ropa, ¡boludo!

En ese momento caí, me cayo la ficha, me hizo un click, tuve una epifanía: El límite de la deconstrucción es la ropa. Exactamente.

La ropa devuelve todo a los binarismos, reactualiza la diferencia entre los géneros, reproduce las estructuras arcaicas que intentamos combatir y, paradójicamente, me deja desnudo con mi condicion de varón hetero cis. 

Se me queman los papeles al momento de doblar, distribuir, acomodar y guardar la ropa de mi compañera. Me gana el desconcierto, la errancia, la confusión. No hay lado, costado, inclinación femenina que me oriente, que me tire un centro.

Remera, blusa, body, camisa, deshabille, top, falda, pashmina, básicas, minishort, monitos, vestidos, babuchas, calzas, culote, chalina, sweater, musculosas, palazos, tanga, short, minifalda, pollera, remerones, polainas, sacos, etc. La nomenclatura de ropa “femenina” excede mi acervo linguístico, lo hace estallar, lo deja en falta.

En mi mundo varón hetero las ropas eran agrupables en no más de cuatro o cinco variables, que tenían que ver con medidas o ubicaciones. Algo manga larga o manga corta (con el subgrupo remera o camisa), Algo para abajo (Short o pantalón largo), algo para arriba (Mismo subgrupo previamente mencionado con agregado de buzo o pullover). Grupo independiente: Calzoncillos y medias.

Con esa idea general uno puede ordenar sus cajones y perchas.

Ahora, lo otro, la otra, la alteridad femenina, es distinta. Cuando doblo, algún pedazo de prenda me queda fuera de los bordes, o bien el cuello de la prenda se asemeja mucho a la manga y no logro adivinar cual es cual, o los botones se ubican en espacios que no abrochan nada, o lo que parece una botamanga no es tal, o hay un hueco en el medio de la ropa, o una misma prenda sirve tanto para arriba como para abajo, y ¡¡simultáneamente!!

Ahí mismo, en ese doblar e intentar guardar bajo alguna lógica posible, es donde la deconstrucción me toma de los pelos y me escupe: "Pibe, todavía te falta mucho".

Acepto dignamente mi derrota, hago una división de prendas similar a las que Borges cuenta en el idioma analítico de John Wilkins. Voy urgente por un tarugo y mi perforadora, para buscar algo de la tranquilidad perdida.