El gobierno de la ciudad de Buenos Aires sufrió un nuevo revés en su intento de instalar un parque lineal verde sobre la Avenida Honorio Pueyrredón a costa de incrementar la contaminación sonora y la congestión vial en el barrio de Caballito. En consonancia con la resistencia de los vecinos, la Justicia volvió a fallar en contra de esta iniciativa en todo similar a los maquillajes marketineros que acostumbra a instalar la administración citadina, tal como los casi setecientos árboles plantados en el parque Tres de febrero y la Costanera sur, muertos por falta de cuidado. Por su parte, la propuesta de los vecinos consiste en crear un verdadero parque en las quince hectáreas del explayón ferroviario colindante con el club Ferro Carril Oeste; además de ampliar el boulevard y agregar superficie verde a las amplias veredas de las que dispone la avenida. A este conflicto se suma, entre otros, la lucha de los habitantes de San Telmo contra el Plan de Renovación del Casco Histórico cuyo intento de nivelación de calzadas y colocación de bolardos deteriora la identidad colonial del barrio y reduce el espacio público a favor de intereses comerciales privados.
En estas líneas vertemos algunas reflexiones sobre la singular figura del vecino, cuya particularidad reside en poner a prueba la capacidad de tolerar y tramitar el conflicto con quien, al mismo tiempo, resulta accesible pero ajeno, extraño y sin embargo, cercano. De hecho, buena parte de la calidad democrática de una comunidad descansa en la práctica cotidiana que ejercemos en esta tan especial relación, (tal como lo ilustran los casos más arriba citados). No obstante, dentro del amplio abanico que conforman los vínculos humanos, pocas relaciones han merecido menos atención y análisis que aquella que mantenemos con nuestros vecinos. Lo cierto es que, para quien quiera adentrarse en los oscuros rincones del alma, reflexionar sobre sus intrincados vericuetos o iniciarse en los complejos artilugios y melandros de la política, no encontrará mejor escenario que las luchas y avatares suscitados en el seno de un consorcio. El interesado hallará todo un compendio geopolítico si presta atención al delicado entramado de alianzas que se urden al compás de los saludos en el patio o el salón de entrada, los diálogos en el ascensor, los encuentros en los pasillos o los afanes al tender la ropa en la terraza. Y si bien cambian los escenarios, valen las mismas consideraciones para el country más distinguido o un asentamiento precario, porque cualquiera sean las circunstancias, allí estará el otro con su territorio que, actual o potencial, siempre será condicionante del nuestro. A partir de aquí se abren líneas claramente diferenciadas para concebir al vecino.
El vecino como espejo del Uno mismo
Por un lado, aquellos que eligen atrincherarse so pretexto de las molestias domésticas que el otro insinuaría provocarle. Se trata de una posición basada en la ilusión del acceso a una suerte de autonomía absoluta. Muchos automovilistas --vayan como ejemplos Carolina Píparo y su marido-- constituyen un ejemplo paradigmático de quien cree que puede vivir sin depender del semejante. Para éstos, vecino es quien le devuelve en espejo la imagen autosuficiente de sí mismo, una privacidad garantizada bajo el resguardo de un orden paranoico. Por eso mismo, su concepción de la seguridad requiere de la existencia de un enemigo. De hecho, innumerables desencadenamientos psicóticos se desatan a partir de conflictos con el vecino. No en vano, en su tesis doctoral, Lacan cita el caso de una mujer que “lleva a cabo el acto fatal de violencia contra una persona inocente, en la cual hay que ver el símbolo del 'enemigo interior', de la enfermedad misma de la personalidad".
Los gobiernos que desprecian la política apelan a esta condición de estructura para gobernar por medio del miedo (“El que quiera estar armado, que ande armado”, dijo hace un tiempo quien fuera ministra de Seguridad de la Nación). Según la ocasión, el objeto maligno puede ser el vecino de al lado, los inmigrantes o una persona en moto. No en vano, el desprecio por la preservación de la memoria (monumentos; paseos; esquinas, casas; edificios) en aras de satisfacer la voracidad de los negocios inmobiliarios, es la marca en el orillo de los gobiernos neoliberales, tal como hoy ocurre con los predios de la costanera y otros sectores de la Ciudad de Buenos Aires, capital de nuestro país.
El cuerpo del Otro como límite a la libertad
Por eso, ante tanta intimidad compartida, resulta sospechoso verificar el aire de formal indiferencia que solemos adoptar con quien sufre, anhela y lucha, apenas separado por los pocos centímetros que reúne una pared o el tenue espacio que media en un cielo raso. Es que, entre otras cuestiones, la relación con el vecino se asemeja en varios aspectos a la que mantenemos con nuestros vínculos más primarios, ésos en que se solazan los arrebatos más intensos e irracionales. Por empezar, salta a la vista la obvia y avasallante cercanía corporal, tanto más efectiva cuanto más pequeños e indefensos nos halla la infancia. Razón que, por otra parte, explica los inusitados odios y amores que se ventilan al compás de los conflictos domésticos. La vecindad convoca los más arcaicos fantasmas anclados en el cuerpo del semejante. Cuestión que, en virtud de la fobia generalizada que distingue a nuestra época, explica la masividad alcanzada por las herramientas del ciberespacio.
Es que la vecindad digital excluye al cuerpo. Al respecto, Zigmunt Bauman observa: “El mundo offline --el vecindario 'real'-- en unos pocos aspectos es lo contrario al mundo online de la red. Los dos pueden estar saturados de incertidumbre, pero la falta de certeza en la variante online es manejable y razonablemente controlable, mientras que la de tipo offline es inmanejable y está fuera de control; por esas razones, el primero es fuente de acciones gratificantes, placenteramente operativo y se percibe como enriquecedor, mientras que el segundo es desalentador, desconcertante y se lo percibe como factor de invalidez”. En otros términos: tan cierto como que mi salud depende del Otro, el cuerpo cercano y presente del semejante condiciona mi libertad.
A modo de conclusión
Colegimos entonces que la relación con el vecino se encuentra ignorada, poco tolerada o se ha tornado francamente amenazante porque, en definitiva, es la que más se asemeja a la relación con uno mismo, nada menos, límite inexorable de nuestro capricho libertario: nuestros propios síntomas y fantasmas. Desde esta perspectiva, en la relación con el vecino se articulan la intimidad con lo público, la privacidad con lo comunitario, el cuerpo con la política, lo mismo con la diferencia. No en vano, Sigmund Freud afirmaba que “en la vida anímica del individuo, el otro cuenta, con total regularidad, como modelo, como objeto, como auxiliar y como enemigo, y por eso desde el comienzo mismo la psicología individual es simultáneamente psicología social en este sentido más lato, pero enteramente legítimo”. Y lo divertido es que, al comentar esta alteridad que, sin embargo, nos constituye, Lacan acude nada menos que a un poema provenzal cuyo título lleva por nombre “Bon Vezi” (Buen vecino).
En la vereda opuesta a la barbarie neoliberal se insinúa una forma bien distinta de entender la relación con el vecino. En efecto, a partir de aceptar la diferencia que el otro supone por su sola presencia, el conflicto se asume como motor de la convivencia. He aquí cuando, por fin, la solidaridad y la cooperación se hacen presentes para reclamar a las autoridades y luchar contra los afanes corporativos que amenazan despojar a la ciudad de sus espacios verdes y el acceso al río, ambientes --valga la paradoja-- de auténtica libertad.
Sergio Zabalza es psicoanalista. Doctor en Psicología por la Universidad de Buenos Aires.