El invento de la isla en la pensión de estudiantes fue de Ceres. La cocina tenía que ser remodelada, había que cambiarle la cara a esa casa enorme que tenía demasiados años encima. El entusiasmo despertó a Ceres: ¿por qué no una remodelación? Como técnico constructor de hacía unos años buscó estímulos, acicatear la imaginación para diseñar una isla de cocina. No esquivó las estrategias del oficio, investigó en revistas especializadas todos los chiches habidos y por haber de sus antecesores, sobre todo los de su línea directa, sobre todo los más extravagantes. Desfilaron frente a sus ojos diseños sesudos de isla. Como el material de consulta era realmente inagotable, Ceres destinó infinitas horas a lecturas dedicadas. Esa búsqueda le absorbía el seso. Ceres estaba en condiciones de poder investigar porque tenía el tiempo del mundo, el tiempo del cosmos, para dedicarlo a la investigación, y efectivamente la hizo. Mientras pasaban por su cabeza infinidad de materiales diversos sin que el temor a perderse en un laberinto de información pudiera, no digo liquidar, ni siquiera mermar, sino apenas bajar un ápice su entusiasmo. Ceres tomaba nota. Hacia bocetos de islas de cocina con detalles que lo enamoraban, después no podía desprenderse de ellos, lo perseguían hasta en sueños.

Aseguraba que sus diseños, tanto los hechos en serio como al revés, lo mortificaban, pero no dejaba de acumularlos, ni de acumular extravagancias. Para su isla cualquier cosa le venía bien. Sus mejores apuntes hechos en papelitos sueltos los pasaba a cuadernos de tapas animal print que se amontonaban salvajemente sobre su mesa de trabajo porque se resistía almacenarlos en su notebook.

En la pensión los estudiantes estaban intrigados porque Ceres se dejaba ver poco, rara vez se oían sus pasos en el pasillo. Más intrigados estaban por los ruidos ahogados que se oían detrás de su puerta, la puerta siempre cerrada de Ceres, el técnico constructor recibido con medalla de oro que seguía en la pensión solo para remodelarla. Después de escuchar unos minutos frente a su puerta, los estudiantes se alejaban apurados por el pasillo para dedicarse a sus menesteres de todos colores en sus habitaciones. Una sola vez un estudiante creyó develar el misterio de lo que ocurría detrás de la puerta de Ceres. Oyó silbiditos y chistidos, un silbido largo de aprobación, y uno más corto de satisfacción, que se sofocaron rápido. Después silencio. El silencio volvió a reinar en su habitación, pero no solo el silencio sino también un aroma raro para ese lugar. ¿Qué es eso? un olor a seso caliente, como a seso abrasado, a las brasas, que humeaba, el humito del seso en el pasillo dejó al estudiante estupefacto. Pese al impacto del descubrimiento, apenas el estudiante llegó al final del pasillo olvidó por completo lo que acababa de oír y de oler, aunque había recorrido el pasillo tapándose la nariz y diciendo "hay que embromarse con Ceres".

La isla un día estuvo lista. Apareció brillando nacarada en medio de la cocina de la pensión. El desconcierto fue unánime, en una sola alma y un solo corazón los estudiantes de la pensión pretendieron saber el porqué de tantos cajoncitos -la cifra grabada a un costado era ilegible- qué contenían, qué pretendían, qué recordaban, qué ocultaban, qué alucinaban, los cajoncitos minuciosamente tallados. Los estudiantes los revisaron uno por uno. Encontraron una sarta de ristras de vegetales fósiles muchos de ellos adorados por Ceres por su factura y por la data de su enterramiento, encontraron espejitos de colores, encontraron desinfectantes, encontraron una receta de cocina escrita en arameo, encontraron una pastilla digital que con sólo rozarla recibía información de millones de islas de millones de universos en millonésimas de segundo. No encontraron ningún utensilio ni adminículo que se parezca a un tenedor para comer lechuga fresca, ni cuchara para tomar sopa con avena para fortalecer el cuerpo débil de los estudiantes.

En el bar de la esquina Ceres festejaba. Se reunió con otros técnicos constructores amigos de toda la carrera para celebrar la aparición de la isla en la cocina de la pensión. Brindaron alzando sus copas llenas de no se sabía bien qué, tal vez de un líquido elemental enfriado en la heladera. Se llevaban la copa a los labios una y otra vez para emborracharse conscientes de que eso nunca sucedería. Se palmeaban unos a otros para sellar una amistad siempre renovada con las peripecias de sus emprendimientos, como ahora era, pongamos por caso, la isla... la isla que en ese momento deslumbraba a los estudiantes en la cocina muy concurrida de la pensión.

En el bar había buen clima.

Los técnicos constructores brindaban conjeturando acerca de los pensionistas que escarbaban en la isla de la cocina sopesando los increíbles cajoncitos de Ceres. En el bar consumían bocadillos, uno tras otro, bocadillos picantes, bocadillos sabrosos bocadillos insípidos, el centro de atención era la isla de la cocina remodelada. Algunos técnicos constructores, apurando un puro, anotaban en un papel el contenido de los bocadillos, para elegir el sobresaliente por medio de una votación. El premio era el aplauso, el inequívoco premio de los aplausos de admiración de los técnicos constructores que evaluaban mientras tragaban los bocadillos. "Aplaudan, tenemos el ganador!", sonó de repente en el aire. Junto al calor del aplauso del bocadillo ganador, con las copas en alto dentro del claustro del bar que ardía de bebidas espirituosas, brotó el olor. ¿Qué olor?, el olor del ingrediente común base de todos los bocadillos deglutidos con placer. "El seso está frito", confirmó el técnico constructor que empezó a levantar la voz después que conoció el resultado de la evaluación. El olor del ambiente cerrado intentó ganar la calle, y ganó la calle. Trepidó en el aire, tanto que la gente que pasaba –ojo, solo la de nariz alerta y entrenada en olores de ese tipo,  no la del grueso– se detenía en la puerta del bar para tantear el valor del bocadillo. Al cabo se había formado una cola considerable que lo aspiraba mostrándose entusiasmada -la connivencia mantenía su entusiasmo- y créase o no estaría ahí el tiempo que hiciera falta para al llegar a casa y en su silla preferida masticar con la lengua estremecida el seso de los bocadillos del bar.