A las 9 de la mañana del viernes 11 de junio de 1982, un Papa pisó suelo argentino por primera vez. Juan Pablo II arribó desde Roma a Buenos Aires para una visita de algo menos de 48 horas en condiciones dramáticas para la sociedad argentina: la guerra de las Malvinas estaba en su etapa final. Muchos no lo sabían y el triunfalismo de dictadura se encargaba de ocultar a través de la propaganda pero la rendición era cuestión de días. De hecho, la rendición de Puerto Argentino se produjo dos días después de la despedida de Leopoldo Galtieri a Karol Wojtyla en Ezeiza.

Viajes papales en plena guerra

El conflicto del Atlántico Sur se había superpuesto a la agenda papal. Un Juan Pablo II ya recuperado del atentado sufrido en mayo de 1981 encaró el 28 de mayo de 1982 uno de los viajes más esperados de su pontificado: su visita al Reino Unido. Cuando se anunció, meses antes, revistió un carácter histórico: nunca un Papa había visitado Gran Bretaña y representaba un acercamiento después de la ruptura del siglo XVI, cuando Enrique VIII rompió con Roma y se proclamó a sí mismo como cabeza de su iglesia.

Todo cambió el 2 de abril con el desembarco argentino en las Malvinas. Y cuando el 1º de mayo se iniciaron las hostilidades, el viaje de Juan Pablo II a Londres quedó en entredicho. Ya había polémica por su visita en pleno conflicto con el IRA irlandés (cuyos militantes eran católicos y habían protagonizado una huelga de hambre en 1981, con diez muertos), y ahora arribaba a un país en guerra, cuyo antagonista era una república sudamericana con fuerte arraigo de la Iglesia Católica.

En ese contexto, y sin un ánimo explícito de mediador, Wojtyla planteó la necesidad de viajar a la Argentina. El 25 de mayo propuso su viaje. Al día siguiente, un emisario vaticano, Achille Silvestrini, se reunió con Galtieri y quedó fijada la fecha del 11 de junio. Apenas pisó Londres, el Pontífice se reunió con la reina Isabel II y reclamó una solución pacífica a la guerra. Visitó Coventry, ciudad cuya catedral anglicana había sido destruida por la aviación nazi, y ante 350 mil personas oró por la paz.

Las semanas previas

Mientras, la dinámica de la guerra afectaba el tablero internacional. La situación se volvió tan vertiginosa que no se podía prever cuál sería el escenario al momento de su arribo a la Argentina. Al mismo tiempo que Juan Pablo II iniciaba su visita de cinco días al Reino Unido, el canciller argentino, Nicanor Costa Méndez, reclamó abiertamente a Estados Unidos que se mantuviera neutral. Lo hizo tras la fallida intermediación de Alexander Haig, el secretario de Estado de Ronald Reagan, y cuando ya era evidente que la Casa Blanca había tomado partido.

En los hechos, se tendría que haber activado el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), un instrumento diseñado por Washington en el marco de la Guerra Fría. Lo que escapó a la lógica estadounidense fue que quien ingresó con tropas a su zona de influencia no fue la Unión Soviética, sino la Task Force de Margaret Thatcher. Estados Unidos consideró que el país agresor era la Argentina y bloqueó el TIAR.

El 29 de mayo, con el TIAR estancado y una simple declaración de los cancilleres instando a que Washington se mantuviera al margen, Galtieri anunció que no descartaba pedir ayuda militar a otro país. Lo hizo en el marco de los actos por el Día del Ejército, y mientras las tropas inglesas, que ya habían desembarcado en San Carlos, ocupaban posiciones en Darwin y Goose Green. Al día siguiente se confirmó el viaje de Costa Méndez a la cumbre de Países No Alineados. La sede: la Cuba de Fidel Castro. En apenas 24 horas, un régimen impregnado de retórica anticomunista hacía saber que no dudaba en quemar las naves en su lucha por el archipiélago y su canciller viajaba al enclave socialista del hemisferio occidental.

El fantasma de la URSS

Las luces de alarma se encendieron en Washington. El desembarco del 2 de abril escapaba a toda lógica y la situación se había ido de cauce con el inicio de la guerra. Las diferencias ideológicas entre la dictadura argentina y Thatcher eran inexistentes y los militares argentinos habían aportado el know how del secuestro, tortura y desaparición en América Central (el craso error que llevó a Galtieri a creer en la neutralidad estadounidense). Ahora, Galtieri mandaba una señal inquietante: saltar la valla de Occidente.

La URSS de 1982 sabía muy bien que el Atlántico Sur no era su zona de influencia. Su acción durante la guerra apenas se limitó a ayuda satelital. Pero el Pentágono evaluó que el caso Malvinas podía exceder el acotado carácter colonial para derivar en algo más serio, con la posibilidad de que los soviéticos vieran una posibilidad allí.

La retórica de Costa Méndez en La Habana no ayudaba mucho a despejar las dudas. Allí denunció que Gran Bretaña pretendía militarizar las Islas Malvinas con la ayuda de Estados Unidos y Sudáfrica. La mención del régimen de Pretoria también era una señal: los supremacistas sudafricanos había tenido una muy buena relación con la dictadura. El canciller comparó la guerra con la lucha de los argelinos contra Francia, un cuarto de siglo atrás. Con diferencia de horas, Gran Bretaña y Estados Unidos vetaron en el Consejo de Seguridad de la ONU un proyecto de cese de hostilidades en las islas, donde arreciaban los combates terrestres.

Juan Pablo II con la reina de Inglaterra en Londres, en mayo de 1982.

El 7 de junio, cinco días después de haber regresado del Reino Unido y cuatro antes de viajar a la Argentina, el Papa se reunió con Ronald Reagan en el Vaticano. El presidente de Estados Unidos llegó en viaje oficial a Italia antes de viajar a Londres. Según se informó, el Papa polaco le pidió al exactor que se esforzara en lograr la paz. Es indudable que hablaron del inminente viaje a la Argentina de Galtieri y que a Reagan lo inquietaba la idea, poco probable pero analizada en esas horas, de que la junta militar saltara a los brazos de la URSS. Wojtyla ya era entonces un ariete clave en el proceso de demolición del comunismo en Europa del Este y, como cabeza de la Iglesia, podía apelar a la cuestión católica en la Argentina para evitar que se consumara algo inimaginable pero verosímil, a la luz de la autonomía de unas Fuerzas Armadas que contra toda lógica habían humillado a la guarnición inglesa el 2 de abril.

En la Argentina

Juan Pablo II besó suelo argentino y recorrió la Avenida de Mayo en un nuevo vehículo, creado para su seguridad tras los balazos de Ali Agca: el Papamovil. Entró a la Casa Rosada y se reunió con Galtieri y los otros dos integrantes de la Junta, el almirante Jorge Anaya y el brigadier Basilio Lami Dozo. Su visita se enmarcaba también en la cuestión del Beagle, que seguía sin resolverse. Su mediación había evitado la guerra con Chile a fines de 1978 y el diferendo aún estaba pendiente, mientras la dictadura pinochetista ayudaba a la Task Force.

Después de la reunión en Casa de Gobierno, el jefe de la Iglesia dio misa en la Catedral. Al anochecer, cientos de miles de personas lo escucharon al aire libre en Luján, delante de la Basílica. El sábado 12, dos millones se congregaron en Plaza Italia para verlo al pie del Monumento de los Españoles. Volvió a abogar por la paz y una salida digna a la guerra, que en esos momentos deparaba combates cuerpo a cuerpo en el Monte Longdon. Fue la batalla más sangrienta del conflicto.

En Almirante Cero, Claudio Uriarte relata que el Papa sugirió viajar en persona a las islas y que Galtieri nunca respondió ante ese ofrecimiento. Al parecer, Wojtyla quería que la Junta formalizara la propuesta. El nuncio, Ubaldo Calabresi, llevó la iniciativa a los militares y Juan Pablo II aguardó hasta el último momento, al pie del avión. Galtieri se limitó a pedirle su bendición.

Al día siguiente, la Selección perdió con Bélgica en Barcelona, en la inauguración del mundial de España. El debut mundialista de Diego Maradona se produjo con la Argentina en guerra. A media mañana del 14, Mario Benjamín Menéndez, gobernador militar de las islas, se rindió ante Jeremy Moore. La bandera argentina dejó de flamear después de 74 días.

Aquellos días de junio

 

Juan Pablo II volvería a la Argentina en una situación diametralmente opuesta, en 1987, durante el gobierno democrático de Raúl Alfonsín, y dio misa el Domingo de Ramos en la avenida 9 de Julio. Dos años antes, Alberto Fischerman había estrenado una de las mejores películas argentinas de la transición: Los días de junio. Cuatro amigos, entre los que están un actor que regresa del exilio y un librero torturado que enterró sus libros, se reencuentran en las horas en que Juan Pablo II llega a la Argentina. Incluso, el librero sobrevive fabricando banderas y se hace unos pesos con la venta de banderas vaticanas. 

Arturo Maly, que hace de un científico, dice entre lágrimas unas líneas que grafican el clima de la Argentina del Proceso, en los momentos de la descomposición ante la inminencia de la derrota: “Yo también me borré y me quedé donde estaba. Nadie me echó, nadie me persiguió. Simplemente me ignoraron y me quedé. Me quedé para oir cómo se llevaban compañeros míos. Yo lo sabía, lo sabía. Vos tuviste miedo porque te persiguieron. Y vos tuviste miedo porque te torturaron. Y vos, ni hablar, porque te pusieron una bomba. Yo tuve miedo sin que nadie me hiciera nada. Nunca nadie me hizo nada”.