El Capitán Soriani, mi padre, amaba el boxeo. También la esgrima y el ajedrez, actividades a las que intentaba sumar a mis amigos del barrio con “clases magistrales”, como él las llamaba, en la terraza de nuestra casa de Almagro.

Las clases de esgrima no tenían mucho éxito aunque el Capitán, para motivarnos, mostraba su traje blanco impecable, su máscara y su espada, además de varias medallas de un dorado reluciente, que había ganado cuando era cadete del Colegio Militar. Mi viejo extendía la espada, abría sus piernas para afirmarse y estiraba el otro brazo hacia atrás mientras daba rápidos pasos hacia un enemigo imaginario. Mis amigos y yo moríamos de risa al ver su entusiasmo, mientras le pedíamos a coro que pasara a las clases de boxeo, con las que tenía el éxito asegurado.

El accedía resignado, y traía unos viejos guantes que guardaba como reliquias. Contaba que habían pertenecido a Abel Laudonio, un boxeador que fue campeón argentino de peso liviano y llegó a ganarle una pelea al inolvidable Nicolino Locche. “Los guantes de Laudonio”, decía orgulloso el Capitán, mientras se los calzaba con cuidado para empezar su “clase magistral”, ante la mirada atenta de todos nosotros.

Laudonio entrenaba en el Almagro Boxing Club de Yatay y Díaz Vélez, que aún hoy es cuna de futuros campeones. Mi viejo pasaba algunas tardes ahí, “para ver boxear a los jóvenes valores” decía, y a Pascualito Pérez, campeón mundial de peso mosca en los 60, una de las glorias que pisó el ring de ese mítico gimnasio

Otro ídolo de aquella época al que mi viejo nombraba a menudo era Alejandro Lavorante, un peso pesado que llegó a pelear contra Cassius Clay, y al que había conocido cuando el boxeador hizo el servicio militar en el Regimiento de Granaderos a caballo. Lavorante murió en el 64, luego de más de un año en coma, por los golpes recibidos en un ring de los Estados Unidos. Aún recuerdo la tristeza de mi padre al leer la noticia en la tapa de La Razón, diario que recibíamos en casa todas las tardes.

En su carta del 6 de marzo de 1977, que recibí en la cárcel de Magdalena donde yo estaba detenido, el Capitán da rienda suelta a su pasión por el boxeo y a su enojo por la derrota de Miguel Angel “Cloroformo” Castellini, que cayó en la primera defensa de su título mundial, obtenido algunos meses antes.

“Ayer vi la pelea de Castellini -escribe mi viejo-. Sólo se puede decir una cosa: ¡Increíble! Parecía una pelea de aficionado, de esas que dan por TV los miércoles y que son tan pero tan malas que al final uno ni ve".

"El desafiador Eddie Gazzo es malísimo, un boxeador de tercer orden, un vulgar sparring, no sólo no tuvo ninguna técnica sino que tampoco tiene golpe. Pero el gran responsable es Castellini, boxeador con muchos complejos e inhibiciones increíbles, que hizo todo lo posible para perder una pelea que se descontaba ganaría con facilidad. Ya te daré más detalles en mi próxima visita”.

Aún recuerdo la manera en la que el Capitán completó personalmente su relato. Se paró detrás del vidrio que nos separaba para tirar golpes al aire. “Una pelea callejera”, decía, mientras saltaba de un costado a otro hasta que un gendarme vino a decirle que volviera a su asiento o suspendía la visita.

La prensa de la época atribuyó la derrota frente a Gazzo a un error de Tito Lectoure, su mánager y dueño del Luna Park, que lo llevó a pelear a la Nicaragua de Somoza, contra un rival que era Sargento de la Guardia Nacional y donde sonaron tiros de armas de fuego durante todo el combate. En ese ambiente “Cloroformo” perdió el título que nunca pudo recuperar.

En otra carta, del 24 de enero del 78, mi padre me cuenta: “Dieron por TV la pelea de Roberto 'Mano de Piedra' Durán versus Esteban de Jesús, una sinfonía de sopapos violentos que terminó en el 12 round, cuando una formidable derecha en 'cross' de Durán tomó al otro en avance, que cayó fulminado e intentó gatear hacia las cuerdas para levantarse completamente groggy. Entonces Durán lo remató con varios golpes, y al caer De Jesús se produjo el KOT".

"Realmente es espectacular este 'Mano de Piedra', y junto con Pipino Cuevas es de lo más formidable que haya visto. Los dos tienen un accionar espectacular que es la sal del box. Siempre te dije que Nicolino Locche era un gran técnico y un maestro de enormes reflejos, pero sobre todo al final, su boxeo era negativo en alto grado.”

Mi padre admiraba a Carlos Monzón, a Horacio Saldaño, a Abel Cachazú, porque sus combates eran promesas de nocauts fulminantes. Aplaudía también el coraje de Galíndez, aunque la primera vez que me llevó al Luna Park fue para ver a Ringo Bonavena contra José Georgetti, más conocido como “Kid Tutara”. La pelea la ganó Ringo y fue un fiasco. La multitud insultaba a los dos boxeadores, mientras mi padre les gritaba a voz en cuello: ¡“bolsas di patatti”!, puteada que yo no entendía muy bien, pero que tuvo mucho éxito entre nuestros vecinos de tribuna, que rápidamente la hicieron propia.

En esos años de plomo, en los que teníamos prohibida la lectura de diarios y revistas, el Capitán Soriani me hacía llegar en sus cartas noticias de diferentes temas que pudieran entretenerme. Incluso, y a pesar de la estricta censura, llegó a colar algunas de política y economía, que luego completaba en forma personal durante sus visitas semanales. Yo las esperaba ansioso porque sus palabras disparaban recuerdos que entibiaban mis días, como el de aquellas mañanas, cuando traía “los guantes de Laudonio” y empezaba sus “clases magistrales”, de Cross, Uppercuts y algún tortazo desprolijo, en aquella terraza de nuestra vieja casa de Almagro.