A los 45 años, la escritora irlandesa Eimear McBride –nacida en Liverpool de padres irlandeses que volvieron a su país cuando ella tenía tres años-- ha publicado tres novelas pero recién se edita en castellano su debut de 2013, Una chica es una cosa a medio hacer, libro rechazado por varias editoriales hasta que, cuando llegó a la edición, causó un enorme impacto que le valió el Goldsmith Prize, un galardón para novelas semi experimentales, atrevidas, fuera de la norma: lo ganaron M. John Harrison, Ali Smith y la fantástica Lucy Ellman, por ejemplo.
En apariencia, si sólo se hace un repaso de la trama, Una chica es una cosa a medio hacer es una novela sobre una familia complicada y atravesada por la desdicha de un hermano menor enfermo de cáncer que arrastra las secuelas de un tumor cerebral desde la niñez, un tumor que va y viene, y de alguna manera ejerce de amenaza y parálisis para toda la familia. La madre es una católica devota hasta el desquicio. El padre ha abandonado a la familia. La narradora, la chica a medio hacer, tapa su deseo de huir de la casa opresiva y el pueblo pequeño con sexo desenfrenado y violento, incluso con episodios de abuso con su propio tío que ella reconoce como tales pero consiente en una especie de castigo quizá porque es la sana de la familia, la hija que sobrevivirá, o quizá porque ignora tanto como sabe sobre su sexualidad. Logra salir del pueblo y escapar de la familia que se pudre, pero, como en toda novela de este tipo, vuelve una y otra vez, sino en cuerpo, siempre en pensamientos recurrentes.
Así descripta es interesante pero también queda muy cerca del estereotipo costumbrista irlandés. Lo que diferencia a Una chica es una cosa a media hacer de la clásica novela semi rural de abuso y familia disfuncional y catolicismo es su estilo. Su sintaxis fracturada. Su sensación opresiva fruto de cierta sensación de ensueño. El pueblo no tiene nombre; es imposible ponerle fecha a la Irlanda en la que transcurre la novela, no hay referencias políticas o culturales que ayuden a situarse; ninguno de los personajes tiene nombre. Eso de “a medio hacer” se construye como literal y le da un poder atemporal que crece con cada página y con un estilo radical que debe haber sido un desafío terrible de traducción para Rubén Martín Giráldez.
Al principio –la novela comienza cuando la chica del título tiene dos años-- parece imitar el habla y la mirada fragmentada de un bebé: “Dos yo. Cuatro tu cinco o así. Yo cayendo. Trastabilla pata de mesa contra taburete”. Pero aunque a medida que la chica crece esa fractura esencial que se refleja en su discurso, dirigido en segunda persona al hermano enfermo, cambia pero no deja de estar roto. El ritmo y la lírica del original inglés son muy difíciles de reflejar; la traducción es lograda pero Una chica es una cosa a medio hacer es uno de esos libros que, casi sin remedio, se disfrutan mejor en su idioma. Sin embargo, hay momentos que recuerdan a John McGahern, a Patrick McCabe, a Edna O’Brien, a Beckett, a cierto misticismo entre lo cristiano y lo pagano: “Los muertos llamarán a tu ventana. Fatales manos huesudas fantasmáticas. Te suplicarán que salves sus almas. Abre el cerrojo te lloran. Y tu no. No puedes. Tienes que apartarte. De ellos”.
Sin embargo, esta no es una novela sobre el espíritu. Es sobre los cuerpos. El cuerpo moribundo y siempre agobiado del hermano. El hiper sexuado y masoquista de la protagonista. El del tío perverso que entra y sale de la narración como un sátiro que también ejerce de extraño consuelo para una joven incapaz de calmar su dolor. Ella usa el lago cercano a la casa para bañarse en el agua fría como purificación, pero hacia el final el lago será otra cosa, otro lugar de encuentros brutales para su cuerpo que quiere sufrir tanto como el del joven que se retuerce en una cama y necesita que le cambien los pañales. El encuentro sexual con el tío, cuando ella tiene trece años y que asume como una violación mucho más tarde – aunque sin bajada de línea alguna: la descripción del trauma y sus consecuencias bastan-- es especialmente notable: “Bailar con el dolor de y bailaré luego muchos días sangrantes. Punzada y picor. No de enfermedad. De nueva piel estirada y desgarrada. Bien adentro que no corresponderá con el instante. Se expande y lo deja apostarse ahí. Quiero. Y resulta que así es después de todo. Después de todo lo que había oído. Me duele. Y los besos me asfixian. Casi es demasiado mi cuerpo tomado”.
La búsqueda de sexo es de placer, de castigo y de impureza, en contra de la madre tan hipócrita y cruel en su fanatismo. No hay tantas novelas que exploren el deseo femenino en su complejidad de esta manera: el relativo alivio de la ciudad y las fiestas y las amistades intensas de alcohol y lecturas y compartir la ropa no pueden alejarla del todo de esa casa oscura llena de cristos y muerte. Pero sirve, por un tiempo. Escribe sobre su amiga en esa ciudad a la que parte, también sin nombre, en la que ambas estudian algo que tampoco se menciona: “Ella y yo juntas. Haciendo todo lo que podemos para volvernos locas… Estoy lista. Lista lista. Para ser esa otra. Para llenar los rincones de esa persona que no se sienta en fotos a tu lado en la chimenea”. La novela puede ser brutal: la búsqueda de sexo violento vuelve al lector cómplice y ese atrevimiento es doloroso y a la vez desafiante. Pero, queda claro, es una manera de estar contra Dios, contra la muerte, contra la tristeza.
Hay mucho perdido en la traducción. Ciertos neologismos. Algunos crescendos y las fracturas de sintaxis son más eficientes en inglés. De todos modos, Una chica es una cosa a medio hacer mantiene esa dificultad que no impide una lectura agobiante gracias al clima de claustrofobia general. Es un texto enfermizo que no quiere completarse, visceral, crudo. Si, se trata del fluir de la conciencia que conocemos, pero no hay elegancia sino la belleza del extremo y la blasfemia. Es difícil de leer no sólo por el uso del lenguaje sino porque es intenso y carnal y mira de frente la sangre, los golpes, la quimioterapia, el vómito, los cuerpos destrozados, las vaginas que sangran, los labios que se rompen si sonríen.
Eimear McBride escribió esta novela en seis meses a los 27 años, después de una lectura reveladora de Ulysses de Joyce. Le tomó nueve años encontrar editorial y, a pesar de su calidad, es comprensible: Anne Enright en The Guardian escribió: “Es completamente moderna en su sensibilidad y completamente anticuada en la manera en que ignora las necesidades del mercado editorial”. Una chica es una cosa a medio hacer es una rareza sucia que manipula materiales reconocibles hasta convertirlos en desconocidos.