A mi abuela, a su espera. A los que todavía esperan…

En la casa que está sola, un sillón hamaca se mueve mirando hacia la entrada. Va y viene. Detrás, un espejo rectangular revela unos codos que sobresalen de los apoyabrazos. Algunos rulos cortos y cenicientos se asoman tras el respaldo. Las patas curvas se quejan con monotonía de madera desvencijada. Desde la puerta entreabierta, se ve la figura de la abuela sentada con las manos sobre la falda. Unos zapatos de mujer entran. Suenan los pasos. Los lentes descienden y los ojos, bien abiertos, miran por encima del marco. Los labios se estiran. Dos hoyuelos se pronuncian en las mejillas.

¿Cuándo viene Alma?

En poco tiempo.

María llegaba todas las tardes, a las cinco. Delia se sonreía con especial ternura, pero no la saludaba. En su lugar, preguntaba: ¿cuándo viene Alma? Luego del clásico de bienvenida, la abuela se recogía, con la mirada ausente y las manos en postura de rezo. Pensaba. Su hija la observaba en silencio. La angustia le desfiguraba los ojos que se diluían en un verdoso sin centro. ¿Cómo pintar unos ojos sin fondo? Amadeo no podía dibujar las pupilas si no conocía el alma y Delia la estaba perdiendo...

¿Cuándo viene Alma?

En corto tiempo.

La abuela tenía muchos nietos, pero esperaba a Alma. A veces, la imaginaba entrar con su cabellera rubia moviéndose al compás del cuerpo, los ojos penetrantemente azules y una tibieza larga en su sonrisa musical, totalmente intraducible. Su presencia iluminaba todo. Llegaba y se abría, ancho, el día universal. Pero pasaban los meses y su nieta no aparecía.

¿Cuándo viene Alma?

Ya falta poco.

La reiteración lastimaba los tímpanos de María. Parecía que los oídos le iban a estallar antes de cruzar la puerta, pero se armaba de paciencia. Delia también se sentía molesta al recibir siempre la misma respuesta. Era un juego circular. No había salida.

Angélica decía que Alma había nacido con luz propia. Era una mujercita inteligente, alegre, dulce y especialmente bonita. Nadie se resistía al trato con ella. Sentada en su sillón, en penumbras, la abuela soñaba con la hora de ver a su estrella. Mientras tanto, repasaba su retrato.

¿Dónde está mi Alma?

¿Cuándo vuelve?

¿Cuándo?

Por momentos, Delia se aturdía de tanto esperar y quedaba sorda. Recluida en su propia voz, la imagen rezumaba dolor. ¿Cómo plasmar ese sentimiento?

¿Cuándo?

¿Cuándo?

María estaba preocupada. Ante la insistencia de su madre, callaba o repetía lo mismo (que era otro modo de hacer silencio). Una tarde, recibió una carta de Angélica. En el escrito, su hermana le informaba que Lorenzo había podido regresar de Italia. El marido era periodista y tuvo que exiliarse. Quiso llevarse a Alma, pero ella se negó. Era entendible. En Rosario estaban las amigas y el novio. La familia vivía con miedo, aunque ya se pronosticaba un tiempo mejor. De vez en cuando, la jovencita iba a almorzar con sus padres, pero prácticamente vivía con Santino. Angélica manifestó que ellos también la esperaban, pero que tenían que aceptar que era una mujer. ¡Tenemos que soltarla!, escribió enfáticamente y después le pidió a María que no le dijera nada a Delia. Era preferible mantenerla entretenida con novelas o música. En la posdata, dejó un mensaje dirigido a su madre:

Alma se encuentra encerrada, estudiando, pero siempre está con vos, mamá….

No te pongas triste ni te alteres. Iremos para Navidad.

Cuando María lo leyó, Delia se subió los anteojos a nivel de la frente, la miró fijo y levantando las cejas, habló con el gesto: ¿se sabe algo más? Su hija desvió la vista, encendió el televisor y subió el volumen. Comenzaba la telenovela. Los cristales redondos volvieron a su lugar y la mecedora, a su ritmo. Pero la abuela no se conformó. Todo era demasiado extraño. Tanto silencio le daba miedo…

Una cascarita de naranja se acomodó entre la yerba y la bombilla. En el hueco, la pava volcó el agua caliente. Comenzó la rueda de mate justo cuando sonó la canción de presentación.

¿Cuándo vendrá Alma?

Un clima enrarecido se percibía en la calle. Se hablaba de violencia, prisioneros, prófugos…La abuela no lo comprendía. La realidad no la tocaba. Ella estaba enroscada en su Alma y su mundo exterior se reducía a la trama de una telenovela.

Madre e hija esperaban ansiosas "La hora de la estrella". El título inquietaba a Delia: si no hay estrellas de cine y jamás se menciona una luz en el cielo, ¿qué anunciará esa hora? El misterio de la historia la mantenía atrapada. Recordaba una y otra vez lo inexplicable de su propia vida: Alma estaba desaparecida, María no hablaba y Angélica enviaba mensajes tranquilizadores.

Cuando finalizaba cada capítulo, Delia y su hija menor arriesgaban lo que sucedería al día siguiente.

Te juego que vuelve.

No creo.

La va a sorprender.

Vas a ver que pierde el ómnibus

Anocheció. La mecedora se suspendió. Delia se quedó en aquel augurio: vas a ver que pierde el ómnibus. Recordó la última vez que se vieron. Alma llegó apurada. La visitó de paso. Tenía que seguir viaje hasta un pueblo vecino. Iba a pasar el fin de semana a la casa de una compañera. Esa hora que compartieron fue eterna. Aprovecharon para ponerse al día. Hablaron tanto que la nieta perdió el colectivo. Alma partió recién a las cinco, cuando la pasó a buscar un auto con vidrios negros. Se supone que era el del padre de su amiga…

¡Quiero que venga Alma!

Está estudiando.

¿Qué autoridad tiene Angélica?

Hay que entenderla…

¿Y a mí, quién?

Amaneció y la abuela se despertó alunada. Reprobó la conducta de sus hijas. Se mostraban indiferentes. No comprendían su ansiedad. Respondían siempre con lo mismo y justificaban a la joven. Delia tenía razón, aunque no del todo. Era complicado. No se podía hablar. El clima era tenso.

¿Si le decimos la verdad?

Su salud es delicada.

Ya no hay novela que sostenga esa tristeza…

Queda poca cinta…

Una siesta llegué y me encontré con una figura nueva. Entraba mucha luz y Delia tenía las pupilas encendidas. Con la mirada atenta, me pidió ayuda. Aproveché su entusiasmo y conseguí que le arreglaran el teléfono. Puse el dedo en los orificios y disqué los números que me dictó. Atendió Angélica. Pasame con Alma. Su hija no esperaba esa llamada. Alma no está. Mi abuela protestó y colgó. Luego se replegó en la hamaca. Sus ojos, ahora evasivos, soltaron delgados hilos de agua. ¿Dónde estaba su nieta? ¿Qué escondían sus hijas? Sentí pena. Le prometí que insistiríamos hasta dar con Ella. La abuela me abrazó, como quien sujeta su frágil esperanza.

¿Angélica?

¡Hola, mamá!

Quiero hablar con Alma.

Ya te paso.

¿Almita, sos vos?

¡Sí, abuela!

¡Qué voz gruesa y cansada, querida!

Mucho estudio, abuelita…

Lo mismo dicen tu mamá y tu tía.

Es la verdad.

La novela finalizó. ¡Mala estrella! ¡Qué hora tan desgraciada! María soltó un llanto desconsolado. Era la primera vez que se afligía de ese modo. La abuela la miró con los ojos grandes y comenzó a deambular (que era lo mismo que pensar). Conjetura tras corazonada, relacionó. No preguntó nada más. Nunca más.

Nunca más.

Caminaba. Por debajo de ella, se movía la ciudad apresurada y violenta. Hacia el final del pavimento, se abrió un campo muy verde. Se detuvo a mirarlo. El sol se estaba poniendo y las nubes (parecía una pintura) se teñían de rojo, como sangrantes. Creyó oír un grito dilatado, interminable, como de boca desencajada. Se tapó los oídos. Abrió los ojos, de golpe, sobresaltada.

 

En la casa que está sola, un sillón hamaca…  

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