El mar embravecido rompe contra las rocas mientras se sobreimprime el logo de la compañía Toei, uno de los cinco grandes estudios cinematográficos japoneses. Segundos más tarde, el sonido de una explosión es acompañado por una fotografía en blanco y negro de la bomba atómica de Hiroshima. En enormes ideogramas de color rojo sangre puede leerse “Jingi naki tatakai”, mientras los primeros y espectaculares compases de la banda de sonido compuesta por Toshiaki Tsushima suenan con el volumen al máximo. Los primeros segundos de la creación más famosa de Kinji Fukasaku (1930-2003), Batallas sin honor ni humanidad (1973), cuya popularidad sólo es comparable a la de su canto de cisne, la extremadamente influyente Battle Royale (2000), anticipan una película violenta, seca, al mismo tiempo clásica e iconoclasta. Una reinvención en varios sentidos del film de yakuzas, la temida mafia japonesa, un género explotado en cantidad y calidad por el cine nipón desde mediados de los años 50. El primer capítulo en una saga de cinco títulos –que a su vez tendrían, un par de años más tarde, tres “nuevas batallas” inspiradas en la pentalogía original– es una de las cuatro películas dirigidas por Fukasaku que la plataforma Qubit acaba de sumar a su oferta cinéfila. Una excelente oportunidad para descubrir la punta del iceberg de su extensa obra, que suma unos sesenta films dirigidos a lo largo de cuatro décadas.
La historia de Batallas sin honor ni humanidad transcurre en gran medida en la ciudad de Hiroshima, en los años siguientes al final de la Segunda Guerra Mundial. El Japón derrotado es, según la mirada del realizador y su guionista Kazuo Kasahara, un cosmos caótico de hambre, opresión, prostitución y violencia. Un salvaje sálvese quien pueda en el cual el instinto de supervivencia prima sobre cualquier otro deseo o moral. Durante los primeros minutos de proyección, tres soldados estadounidenses corren detrás de una joven; al alcanzarla, comienza una violación a plena luz del día, al costado de un nutrido mercado al aire libre. Es entonces cuando hace su aparición el protagonista, Shozo Hirono (el gran Bunta Sugawara, actor con más de doscientos títulos en su mochila filmográfica), golpeando a los americanos no tanto para defender a la mujer como para descargar una furia largo tiempo contenida. Al mismo tiempo, un grupo de matones defiende su territorio aplicando el miedo y la mutilación: el montaje congela la imagen en el preciso instante en el que un brazo es amputado, enviando un mensaje claro a otra “familia” yakuza.
La historia de Hirono, de cómo ingresa a las filas de un grupo dedicado a los negocios turbios, de sus varios pasos por la prisión y de la serie de traiciones que lo llevarán a enfrentarse a su propio jefe le dan forma a un relato que adhiere y al mismo tiempo excede los códigos del ninkyo eiga, el cine de yakuzas tradicional, codificado por las reglas de etiqueta del honor y un descendiente indirecto de los films de samuráis. Como su título lo indica de forma transparente, aquí no hay honor ni humanidad posibles, y los rituales y cortesías de ocasión se revelan como simples fachadas de la obsesión por el poder y la persecución del rédito económico. Si hasta un tradicional tópico del género, como es el corte de un dedo en señal de arrepentimiento por una falta, es recubierto de ironía cuando la falange en cuestión sale volando y termina picoteada por un grupo de gallinas. Sin alejarse de las líneas del cine popular, Fukasaku se transforma en el cronista de una sociedad empeñada en el día a día más egoísta y feroz, un pueblo expuesto sin anestesia a una nueva modernidad, derrotado y humillado en sus imposibles sueños de grandeza y expansión.
Entrevistado por el especialista en cine asiático Patrick Macias unos años antes de su muerte en 2003, el cineasta reflexionaba sobre el estado de su país en aquellos años a partir de sus propios recuerdos de juventud. “Durante la ocupación de Japón, Douglas MacArthur declaró a la prensa que la edad emocional del japonés era la de un niño de doce años. Ni los políticos ni la prensa estaban en posición de rebatir algo surgido de la cabeza de las fuerzas de ocupación. Yo tenía quince años y me sentí indignado, humillado y desafiante ante ello. Pero Japón había provocado un tremendo sufrimiento a la gente de todo el mundo durante la guerra, así que no había otra opción que aceptar esa clase de sentimientos. Sin embargo, siempre he querido preguntarle a un estadounidense, ‘si ustedes creen que tenemos doce años, ¿cuántos años creen que tienen ustedes? ¿Cuál es su edad emocional e intelectual’?”.
La misantropía permea y, en algunos casos, vuela rampante en muchas de las películas de Kinji Fukasaku. También disponible en Qubit, Cementerio de honor (1975) comparte con Batallas sin honor ni humanidad muchos rasgos de estilo (la cámara en mano nerviosa, poseída por la hipercinesia; las escenas de violencia caótica, sin estilización coreográfica a la vista) y temáticos (la yakuza como familia putativa, la supervivencia como meta). El período de la posguerra inmediata es el mismo, aunque ahora la ciudad es Tokio, en particular la zona de Shinjuku, por aquellos años estigmatizada por una temible reputación. Aquí también el perro se termina comiendo al otro perro, y a la xenofobia contra los habitantes de origen chino, punto de partida de un relato de odios y violencias diversas, se le suma la connivencia de las mafias con la política y la fuerza policial. Asimismo, hay otra batalla campal entre varias ramas mafiosas y el antihéroe de ocasión está encarnado por Tetsuya Watari, con una rabia y pulsión anárquica ubicada en las antípodas de su personaje más famoso, el yakuza solitario y melancólico de El vagabundo de Tokio (1966), la multicolor obra maestra pop de Seijun Suzuki.
Basado en una novela de Fujita Goro, a su vez inspirada en la vida real del yakuza Rikio Ishikawa, el film tendría una adaptación más reciente en el film homónimo dirigido en 2002 por Takashi Miike. En la versión de Fukasaku, el relato se abre con una voz en off que, a la manera de un documental, relata la infancia y adolescencia de Ishikawa, ilustrada con fotografías reales. Su carácter rebelde y violento impulsa la primera hora del relato, que en el tercer acto adquiere un tono elegíaco, al tiempo que la adicción a las drogas duras y la desesperación llevan al protagonista a elevar cada vez más la apuesta. La escena del sitio policial, con Ishikawa defendiéndose a los tiros desde el primer piso de un edificio abandonado, es uno de los momentos inolvidables en otro de los títulos canónicos de la filmografía de Fukasaku, que en aquellos tiempos disfrutaba de una gran libertad creativa luego de quince años de carrera, varios éxitos comerciales y el paso por una superproducción bélica internacional (cinco años antes había sido uno de los encargados de filmar las escenas niponas de Tora!, Tora!, Tora!, cuya dirección general recayó en las manos de Richard Fleischer).
Precisamente sobre uno de los corolarios de la guerra trata Bajo la bandera del sol naciente (1972), para muchos cinéfilos e historiadores una de sus mejores películas. Lejos de las convenciones de los géneros cinematográficos, en este drama cuya estructura recuerda a la de Rashomon, el clásico de Kurosawa, la viuda de un soldado fallecido en el frente de batalla intenta conocer la verdad acerca de esa muerte, veinticinco años después del fin de la conflagración. Cada uno de los cuatro testigos que visita la desconsolada mujer narra una historia diferente sobre el episodio que desencadenó la ejecución del soldado Katsuo Togashi. Para el primero de ellos (interpretado por Noboru Mitani, uno de los rostros inolvidables de Dodes'ka-den, también de Kurosawa) Togashi murió en combate y con todos los honores. Para el segundo, un comediante que vive de interpretar en pequeños teatros a un soldado que, en el presente de 1972, no reconoce que la guerra ha terminado, cree recordar que recibió una bala mientras robaba papas en un poblado.
Los relatos sobre el destino del soldado se multiplican aún más cuando un exmilitar ciego y un profesor recuerdan aquellos días, con la aparición de un tema tabú en la sociedad japonesa de posguerra: el canibalismo ante la falta de comida en las trincheras, cuestión abordada de manera magistral en el clásico de Kon Ichikawa Fuegos en las planicies (1959). Con guion del propio Fukasaku y Kon Ichikawa, una actuación central sobresaliente de la actriz Sachiko Hidari (la protagonista de La mujer insecto, de Shohei Imamura) y el blanco y negro y el color alternados en distintas instancias de la narración, Bajo la bandera del sol naciente es un excelente puerto de partida para quienes no conozcan la obra del realizador.
El último de los cuatro films que Qubit está ofreciendo por estos días, Espadas vengadoras (1978) es una de las tantas adaptaciones de uno de los relatos clásicos más famosos de la literatura, el teatro, el cine y la televisión (y antes de eso los relatos orales) de la historia nipona: la de los leales 47 ronin, cuya versión cinematográfica más famosa a la fecha sigue siendo el díptico dirigido por Kenji Mizoguchi en 1941. En manos de Fukasaku, el relato de los samuráis huérfanos de un maestro a quien servir, y que deciden vengar pacientemente el destino malogrado de su señor –cuyo origen tiene fundamentos históricos, reconvertidos con el tiempo en leyenda–, ofrece un estilo elegantemente clásico, rasgo poco común en el resto de su filmografía, más allá de los ritmos disco que arrecian en la banda de sonido durante la secuencia de títulos de apertura y la escena climática. Kinnosuke Nakamura interpreta al líder de los ronin despechados, mientras que “Sonny” Chiba le da fuerza y furor a Kazuemon Fuwa, el único desclasado de los cuarenta y siete guerreros.
Espadas vengadoras –cuyo título original y menos espectacular, La caída del castillo Ako, remite a la pérdida total de estatus de un clan durante el shogunato de Tokugawa, a comienzos del siglo XVIII– describe los lazos y traiciones de los múltiples personajes de manera más diáfana que otras versiones, una nada despreciable amabilidad para con el espectador occidental (el japonés conoce al dedillo la leyenda y, por ende, no necesita de explicaciones). Previsiblemente, y a diferencia de la celebrada adaptación de Mizoguchi, la ejecución de la venganza ocupa unos buenos veinte minutos de los 158 totales, en una escena de lucha con espadas típica del chambara, el cine de samuráis, aunque poco sangrienta cuando se la compara con otros films de Fukasaku. La actriz Mariko Okada, esposa y musa del cineasta Yoshishige Yoshida (ambos visitaron el Bafici en 2010) encarna a la mujer del jefe de los ronin vengadores, mientras que la súper estrella Toshiro Mifune aparece brevemente como un vecino comprensivo, justo cuando la batalla –esta vez también sin humanidad, pero con mucho honor– está a punto de estallar.