Nuestro cerebro reptiliano ocupa el 5% de la masa cerebral, se conserva hace millones de años a pesar de la evolución y es el que nos alerta de amenazas a nuestra supervivencia. Más que hablar y razonar, en situaciones de vida o muerte, lo que nos salva es el instinto. Pero también, por defecto, los humanos podemos comportarnos como animales en momentos en que podríamos usar la razón.
En Estamos a salvo, el último libro de Camila Fabbri, cada cuento tiene un epígrafe extraído de documentales de Nat Geo que funcionan como clave de lectura tanto en relación a la “animalidad” del hombre como a su vulnerabilidad. En ellos sus protagonistas se encuentran inmersos en alguna situación fuera de la normalidad de sus días – algo extraordinario en lo cotidiano – pero que, tomado en serio, amenaza con cambiarles la vida tal como la concebían hasta ese momento.
En el primer cuento, una chica va a la casa de su amiga cuyo padre cumple sesenta años y da una gran fiesta al aire libre. El detalle corrido de lo real en este caso, es que el padre tiene un enorme yacaré como mascota. Hay DJ, baile y sándwiches mientras el animal descansa tras unas rejas doradas o se da baños en la piscina de seis metros de largo. Esa yuxtaposición audaz y en apariencia despreocupada que hace Fabbri de lo normal con lo bizarro funciona como un gran imán de lectura, además de amenaza, que va cobrando cada vez más fuerza simbólica a medida que avanza el libro: nuestras vidas corren peligro. Pero no - o no solamente- ante grandes catástrofes (como las hay y habrá hacia el final del libro) sino nada más poner los pies en el piso cada día al levantarnos.
Algunos ejemplos son los cuentos donde una chica se sube al taxi y el chofer apenas llega con los pies al freno. O cuando una actriz en medio de una filmación en la costa, se enreda sexualmente con un adolescente. La mujer menopáusica que debe hacer reposo para “la colocación del feto”. O en ese niño al que el resto acorrala y maltrata en un cumpleaños solo por ser el más débil. Vale aclarar que hay profusión de infantes en los cuentos de Fabbri bien corridos del rol ñoño que suele darles la sociedad, más bien con ese sesgo ambivalente que les otorga el atisbar en ellos a los futuros humanos en los que van a convertirse. Hay también en todos los cuentos, además de aquel yacaré, otras mascotas más “comunes” como gatos o perros que contribuyen a engrosar las capas de sentido en relación a la “animalidad” y a aquel origen común y reptiliano.
“Va a comenzar una guerra muy pronto. Como legionarios, las hormigas llevan armadura. El exoesqueleto puede aguantarlo prácticamente todo. Pueden inyectar un veneno muy tóxico, pero su peor arma son sus mandíbulas, capaces de hacer pedazos a sus rivales”. Estos epígrafes de Nat Geo funcionan en el libro como un potente paratexto que claramente, aplica a los humanos. Ahora bien, esta homologación simbólica entre la naturaleza salvaje y las personas cobra más relevancia en alguno de los cuentos. Por ejemplo, cuando una familia rescata un gato de la calle y el hijo – un chico fuerte, campeón de karate – empieza a sufrir una rara transformación. O esa perra también rescatada de la basura y que su ama alimenta con biberón y la bautiza con el nombre de su madre, su tía y su abuela, todas muertas.
Desde la solapa del libro, Alejandro Zambra, Rodrigo Fresán y Leila Gerriero coinciden en la originalidad de la joven autora para contar. “La de Camila Fabbri es una prosa que parece llegada del espacio exterior. Violentamente contemporánea y, a la vez, cargada de un pudor casi victoriano, su voz extraña y fascinante no admite ninguna domesticación y resplandece como una pieza única entre la de sus contemporáneos”, dice Guerriero.
Fabbri nació en Buenos Aires en 1989, es directora de teatro y actriz. El año pasado, la revista Granta la eligió como una de las 25 mejores voces narrativas en español con menos de 35 años y en la edición de 2017, la Feria del Libro de Guadalajara la ubicó entre los mejores escritores nacidos en los 80. Publicó el libro de cuentos Los accidentes (Emecé- Notanpüan, 2017) y la novela de no ficción El día que apagaron la luz (Seix Barral, 2019) sobre la tragedia de Cromañón. El novio de la autora, amigas y amigos estaban ese día en el recital de Callejeros, y ella había ido la noche anterior. En el anteúltimo cuento de Estamos a salvo Fabbri vuelve sobre aquella experiencia, y relata cómo aquella chica que fue, satisfecha por su primer recital sin la compañía de un adulto, va a comer una hamburguesa antes de regresar a su casa.
Pero queda claro que además de las grandes tragedias también están las cotidianas (quizás, a las que más hay que temer) como las de esa madre que va a buscar a su hija al jardín, pasa el tiempo y la criatura no aparece; hasta que sale transformada, de una manera que simboliza el paso del tiempo, la vida y la muerte. Estos simples pero eficaces corrimientos de lo real, funcionan además porque Fabbri los cuenta sin amplificaciones emocionales, construyendo alguna verdad para sus protagonistas y para el lector. Como la mujer que sale de su sesión en que la psiquiatra le recomienda tomar antidepresivos, llega a su casa y se entera de que a su hermana van a sacarle el útero “porque le creció algo adentro”.
“Esto también puede tener otra lectura”, dice la protagonista al final de uno de los cuentos. Y valdría también para el “estamos a salvo” del título. Desde el epígrafe, que advierte que un meteorito podría no terminar de desintegrarse en la atmósfera hasta el último relato, donde los pasajeros miran desde la vereda al costado de las vías cómo el tren se lleva puesto el colectivo que acaban de desalojar.
Eso parece querer decir Fabbri. Más que estar a salvo, nos salvamos por un pelo. Y eso, claro está, no es nada tranquilizador.