Creció en un mundo de puras mujeres y nunca vio el cuerpo de un varón, ni por supuesto un pito. En el momento crucial de por fin encontrarse con un ejemplar de ese universo tan distinto, que además está desnudo, le pregunta con el candor de una niña qué es eso que tiene ahí. Él balbucea una respuesta, nervioso, y ella dirige enseguida la atención al reloj del muchacho, para el caso tan nuevo como un pene: “¿Y dejás que esa cosa tan pequeña te diga qué hacer?”. Ella es la Mujer Maravilla, aunque todavía nadie la llama por ese nombre sino por el de Diana Prince, una guerrera que en la misma película coge y pelea. Y el estreno de esta Mujer Maravilla es todo un acontecimiento porque es la primera vez que el personaje da el salto desde los comics y la serie de televisión que popularizó Lynda Carter, allá por los setentas, a la pantalla del cine, o al menos de lo que entendemos por cine ahora: superproducciones digitales y trepidantes, incoherentes y sobrecargadas, llenas de trucos y regalos para lxs espectadores a lxs que se agita desde mucho tiempo antes del estreno.
No es que no salga nada bueno de ahí, pero lo cierto es que esta Mujer Maravilla, dirigida además por una mujer llamada Patty Jenkis (que se ganó un nombre dirigiendo a Charlize Theron en Monster, en el 2003), responde punto por punto a las exigencias del momento: es larguísima, contiene de todo en su interior, atraviesa distintos escenarios y épocas, deriva en una acumulación de secuencias culminantes que resulta tremendamente estática, y ralenta las escenas de lucha al punto de dar la sensación de estar viendo un álbum, una sucesión de afiches de blockbusters más que una película. Ahora, lo que se ve en esos afiches, por más que pertenezca y no pertenezca del todo al mundo del cine, brilla por sí mismo, por obra y gracia de Gal Gadot. Incluso cuando parezca tratarse de imágenes que flotan suspendidas en la nada misma, o en esos fondos de fuego y destrucción un poco abstractos que invaden la pantalla hacia el final de la película, para que ella se luzca en el centro. El argumento es simple y ridículo: en algún momento de la historia el dios Zeus creó a las amazonas para que preservaran el planeta de las guerras constantes -causadas por Ares, el dios de la guerra- en que lxs humanxs no podían dejar de enredarse. Esas amazonas habitan una isla paradisíaca, fuera del tiempo y nunca visitada por humanxs, donde se entrenan como guerreras con fervor espartano. Pero un día, un soldado norteamericano de la Primera Guerra (Chris Pine) se estrella cerca de la isla con su avión, y Diana (Gal Gadot) lo rescata. Así se entera de que más allá de su isla hay una guerra terrible, y decide fugarse para detenerla, convencida de que es el mismo Ares el que la provoca. La primera parte de la película transcurre en la isla y es un imán para los ojos, porque ese mundo de mujeres fuertes, con cascos y espadas, comandado por la reina Hipólita (Connie Nielsen) y su hermana Antiope (Robin Wright), es glorioso y merecía su propia película.
Sin embargo, igual que Moana, Diana lo abandona agitada por la curiosidad de ver qué hay más allá, y porque sin saberlo tiene una misión en este mundo, que es detener la guerra con las armas de la guerra. Además de los momentos de risa o de seducción ingenua entre Diana y el soldado, que tienen el encanto de una primera vez, toda esta Mujer Maravilla está marcada por esta figura atlética, furiosa, que ruge cuando pega o se llena de bronca asesina, de una Gal Gadot que se pone físicamente a la altura de esta heroína que es puro músculo, rugido y fuerza. Por eso mismo es insólito que en el momento más álgido se la haga gritar, del modo más incoherente posible y después de despachar a varios soldados alemanas con su espada, “¡Yo sí creo en el amor!”, frase que si fuera pronunciada por Batman, digamos, en la batalla final de una película, la destruiría por completo. Y acá el efecto no es tan distinto, además de que nos devuelve de un latigazo a ese mundo de los sentimientos que no dejan de señalarnos como el único legítimo.