El calor es, sin lugar a duda, una de las señas de identidad más visibles de la crisis climática, y España ya lo está constatando. Según la Agencia Estatal de Meteorología, el verano es ya cuarenta días más largo de lo que era en la década de los años ochenta, y los períodos de temperaturas extremas llegan, como ha ocurrido este junio, mucho antes de lo esperado y en condiciones más dañinas. Tanto es así que esta ola es la más intensa para esta época del año de las últimas dos décadas. La ubicación de la Península, en una cuenca mediterránea que se calienta hasta tres veces más rápido que el resto del planeta, hace que más de la mitad de la población resida en lugares donde ya se ha superado la barrera de calentamiento del 1,5ºC respecto a los niveles preindustriales, el umbral climático que los científicos instan a no traspasar para evitar consecuencias catastróficas desde lo social y económico.

Las olas de calor son en España una realidad cada vez más recurrentes –que se suma a otros eventos extremos como las habituales DANAS del mediterráneo–, sin embargo, las políticas públicas todavía siguen sin dar demasiado importancia a labores de adaptación. Vivir con picos de más de cuarenta grados dificulta el desarrollo laboral, pero también hace que la vida sea incómoda en todas sus vertientes. Tanto es así que los termómetros altos son la causa directa de entre 1.200 y 1.300 muertes anuales en todo el Estado

"Las olas de calor y las temperaturas altas no matan directamente. Por ejemplo, en el episodio de 2003 se registraron unas 6.600 muertes y de estas sólo 141 fueron por golpes de calor, el resto fueron por la agravación de diferentes patologías", explica Julio Díaz, codirector de la Unidad de Cambio Climático, Salud y Medio Ambiente Urbano del Instituto de Salud Carlos III (ISCIII). En otras palabras, el calor extremo atesta un golpe directo en la salud de los más vulnerables.

"Si no conseguimos desarrollar políticas de adaptación el rango de muertes anuales asociadas a las olas de calor podría pasar de 1.200 a las 13.000"

El experto del ISCIII explica que, en las últimas décadas, la educación ambiental y las políticas de prevención y adaptación han conseguido pulir las repercusiones del calor en la salud pública. "Lo que vemos es que el impacto del calor está decreciendo en el tiempo. En los años ochenta por cada grado de calor que se incrementaba en una ola, se aumentaba un 14% la mortalidad. Ahora la mortalidad sólo aumenta un 2% por grado", dice, citando un artículo científico de 2018. Eso sí, queda mucho por hacer: "Si no conseguimos desarrollar políticas de adaptación el rango de muertes asociadas a las olas de calor podría pasar de las 1.200 anuales a las 13.000", advierte.

Existen puntos negros donde la administración debe actuar y que se relacionan de lleno con las diferencias de clase. En una ciudad como Madrid, por ejemplo, los barrios ricos pueden llegar a ser hasta 8ºC más fríos que las áreas donde residen las capas de población más empobrecidas. "La pobreza es clave, la mayor vulnerabilidad al calor se produce en los barrios con menos renta. Esto tiene que ver con que las casas estén acondicionadas o no y con miles de factores de desigualdad más", expone Díaz, que menciona la importancia no sólo de disponer de aparatos de aire acondicionado, sino de "poder usarlos". En España, el Bono Social Térmico se dispone como una herramienta para ayudar a las familias vulnerables a disponer de calefacción y agua caliente en invierno, mientras que estos hogares no cuentan con mecanismos que les garanticen adaptarse a los termómetros altos.

Reconvertir las ciudades

Las políticas de prevención se han orientado a minimizar los daños del calor extremo en los colectivos más expuestos: mayores, embarazadas, personas con patologías, familias con bajos ingresos. Pero la adaptación no consiste sólo en limar los porcentajes de mortalidad. "No hace falta que maten, las olas de calor son un peligro para el bienestar", dice Andreu Escrivà, escritor y ambientólogo. "La mayor parte de la población española habita en ciudades donde la vida a escala humana es muy difícil. No es fácil transitar con temperaturas altas, ni tampoco trabajar al aire libre, ni hacer deporte a horas centrales", manifiesta.

"No hace falta que maten, las olas de calor son un peligro para el bienestar"

La escasez de áreas verdes, el hormigón y asfalto, el tráfico rodado y los motores de combustión de los automóviles son elementos que incrementan el efecto isla de calor y hacen hostil la vida en las grandes urbes. "Nos comemos mucho la cabeza en la búsqueda de soluciones, pero es fácil. Basta con hacer las ciudades más verdes, llenarlas de sombras y árboles que sirvan, además, de filtro para la contaminación por partículas. Hacen falta estrategias ambiciosas de renaturalización que sirvan para potenciar la adaptación y para transformar las ciudades. Todo se retroalimenta, porque si tu no puedes caminar por un secarral sin sombra a 40ºC, al final te terminas moviendo en coche", valora Escrivà.

Durante la ola de calor que sacudió a la Columbia Británica (Canadá) en el verano de 2021, las autoridades impulsaron algunas medidas de adaptación como la creación de refugios climáticos y fuentes públicas para refrescar. Es decir, entornos donde una sensación térmica agradable no esté condicionada al consumo, como ocurre actualmente en la mayor parte de los espacios urbanos en los que el único asilo frente al calor se encuentra en centros comerciales. "Con todo el respeto del mundo, dada la crisis de fe que hay en España, las iglesias podrían servir de resguardo, son edificios construidos de una forma diferente y son fríos. Además es algo que casa muy bien con esa función social del buen cristiano", sugiere el experto, que focaliza la adaptación al impulso de "espacios seguros" de índole pública.

Cambios culturales: del trabajo a la escuela

"Hacen falta cambios culturales importantes. Al final todo se reduce a la épica del calorcillo, la ilusión de que el calor se puede soportar bien en España y de que nos asusta más vivir una Filomena, que es importante también, antes que temperaturas elevadas, que son un peligro para la salud", sentencia Escrivà.

"Cuando llamamos para pedir comida a domicilio, alguien nos la trae pedaleando bajo sol"

Esos cambios culturales apuntan a sectores todavía rígidos ante las inclemencias de la crisis climática. El entorno laboral es un buen ejemplo de ello. Las normativas de prevención de riesgo y las leyes instan a los empresarios a garantizar temperaturas adecuadas para los trabajadores, pero no siempre se cumple. Claudia Narocki, técnica del Instituto Sindical de Trabajo, Ambiente y Salud (ISTAS), pone sobre la mesa la necesidad de incluir dentro de la legislación actual apartados que hablen y obliguen específicamente a adaptar los entornos a los impactos de las olas de calor. "Se necesita planificar la adaptación del trabajo a las nuevas circunstancias climáticas y contemplar todos los riesgos. Por ejemplo, el sistema actual solo contempla los golpes de calor y no el resto de impactos", valora la experta, en referencia al modo en el que el mercurio al alza agrava patologías cardiovasculares o neurológicas.

"El problema es que nuestra cultura nos dice que siempre ha hecho calor en España y no se entiende como un riesgo, a pesar de que las temperaturas que tenemos hoy en día no son las que había antes y a pesar de que hay más días al año con calor", reflexiona Narocki. Hay numerosas hojas de ruta para adaptar los entornos laborales a la crisis climática –horarios flexibles, producción agraria en las franjas más frías de la jornada o nuevos códigos de vestimenta–, pero existen vacíos en la emergencia de los nuevos modelos laborales del turbocapitalismo. "¿Qué ocurre con el reparto a domicilio? Cuando alguien llama para pedir comida, alguien la trae pedaleando al sol independientemente de la temperatura que haga", sostiene la técnica del ISTAS.

Los cambios culturales en los entornos laborales se asemejan a los requeridos por los entornos escolares. Los calendarios de colegios e institutos se alargan hasta finales de junio, a pesar de que el verano, como consecuencia del calentamiento acelerado de la Tierra, empieza a dejar su huella cada vez antes. La falta de adaptación térmica de las instalaciones –ausencia de aires acondicionados o patios a menudo sin sombras– empuja hacia un cambio en debate, que va desde un adelanto del fin del curso hasta la transformación térmica de los edificios.