¿Qué tiene el 2°D, en el 480 de la calle Entre Ríos? ¿Qué tiene esta propiedad que para muchos nada y para otros tanto? La respuesta podría resolverse de un modo convencional. Y no estaría mal. Cuatro habitaciones, dos baños, una cocina remozada, dos escritorios y un living comedor. Puertas y pisos de madera originales. Todo dispuesto en elegantes 188 metros cuadrados. 

El departamento está deshabitado y eso es indisimulable. Basta atravesar el portal de ingreso. Le falta el rumor de una risa, los olores, un zapato atravesado en el camino con sus cordones flojos, una lista del supermercado manchada con café. Y en ese vacío, en esa prolijidad aséptica, también hay una pena: la del abandono. La propiedad es espaciosa y robusta. Integra un edificio que terminó de construirse en 1927 y es obra de un prócer de la arquitectura argentina: Alejandro Bustillo, padre del hotel Llao Llao, del casino de Mar del Plata y del Monumento Nacional a la Bandera, le impuso su sello a estas paredes. Hay una tina de baño de la época, con sus patas y su loza blanca. Perillas antiguas, paredes con molduras y algunas manchas de humedad que, vale decirlo, no tienen ningún encanto.

El lugar parece diseñado para otra época. Entre el living y la cocina hay una distancia de unos diez metros que sugiere, para su propietario, entrenarse para hacer largos recorridos y acostumbrarse a degustar guisos, milanesas y tallarines fríos. Es demasiado extenso el trecho para que un plato pueda llegar caliente a la mesa. Y lanzarse a la aventura de cruzar el departamento en sentido contrario, para recalentar la comida, sería una tarea mayúscula, desaconsejable. Al menos para hacerla de a pie.

El sitio tiene algo de fastuoso. La última vez que lo visité, a mediados de 2020, sólo por expensas debían abonarse treinta mil pesos mensuales, lo que por entonces representaba algo así como dos salarios mínimos. Pudo ser museo y no fue. Alguien pensó en montar un hostel, pero la idea naufragó. La lista de lo que posee la propiedad, en un inventario siempre antojadizo, podría ponerse más interesante y continuar así: 65 imágenes y una pintura que retratan a Ernesto Guevara. Decenas de fotografías que lo muestran desde que era pequeño y hasta el fin de sus días. 

O quizás un paso más allá del fin: una imagen exhibe su cadáver inerte, flaco, ultrajado, con los ojos abiertos. No hay nada más muerto que unos ojos así: abiertos, redondos, inanimados. Sobre una biblioteca de madera que alcanza a cubrir toda la pared de una amplia dependencia, tres libros. Podrían disponerse cientos, pero no. Son tres: “La crisis non e finita”, “Punta del Este” y “Brasil, una biografía”. Hay una estatuilla dorada con dos bailarines de tango con sus piernas entrelazadas, dos billetes que recuerdan al revolucionario y una fachada en miniatura de ese mismo edificio. 

En el escritorio un muñeco de unos 30 centímetros de alto que le confiere al Che un aire bonachón. No es la ropa de fajina militar ni las botas ni su boina característica. Las facciones del rostro tienen algo. Un detalle, una característica, un rasgo que de alguna manera lo caricaturizan. En el living hay ocho sillas y una vitrina señorial despojada: en su interior descansan tres monedas y una llave. En el baño, dos toallas. Rojas. Un jabón. Rojo. Los sillones del ingreso tienen el mismo color. Sólo una casualidad cromática: nadie expone su alineamiento con el comunismo o su fanatismo por Independiente en un asiento o con un elemento de tocador. Los muebles antiguos intentan reconstruir la época en la que nació Guevara, en este departamento de la calle Entre Ríos. 

“Esta es la que, dicen, era su habitación”, cuenta un hombre amable, dedicado a mostrar el lugar ahora que la propiedad está en venta. El cuarto tiene su cama de una plaza con una colcha blanca, una mesa de luz y un ropero con un espejo en el frente, profundo y amplio. Difícil pensar que, si vivió sólo unos pocos meses allí, los primeros de su vida, tuviera su propia habitación. Aunque quizás, quién sabe: las demandas del Che podrían haberse iniciado ya desde que era pequeño. Pero también está, porque la propiedad se vende con todo lo clavado, plantado y edificado, esa historia de su llegada al mundo. 

Un antecedente que puede ser breve, fugaz, pero que es. Y que, a muchos, al visitar el lugar, les eriza la piel. Sus actuales dueños buscaron con la compra apoderarse de ese trazo intangible que nunca figuró en el acuerdo ante escribano público. Proyectaron, a partir de ese bien, montar una fundación para educar, alimentar y asistir a chicos de barriadas populares, según reza el bosquejo de aquella iniciativa. Tentaron con la idea a Joan Manuel Serrat y a Roberto Fontanarrosa, a César Luis Menotti y a Mercedes Sosa. Se marcharán, un par de décadas después, sin concretarlo.

La propiedad está a la venta desde hace un par de años. Aparecieron interesados, pero el dinero aún no. El piso fue colocado con un costo base millonario: 400 mil dólares. La intención es que el nuevo propietario no oculte ni desconozca lo que allí sucedió a mediados de 1928, cuando el Che llegó al mundo. Quien pague ese precio, cabe suponer, será alguien interesado en las rectas y los recovecos que ofrece la vida de Guevara. De lo contrario no se entendería la operación: en el mercado inmobiliario admiten que un departamento de esas características, que requiere de algunas refacciones, podría tener un costo de mercado que en ningún caso debería superar los 250 mil dólares. Pero claro, tiene el peso de aquello que sus paredes con molduras elegantes vieron nueve décadas atrás: los primeros berrinches del Che. Y eso, quién sabe, quizás tenga un valor que alguien esté dispuesto a desembolsar.

Ernesto llegó al mundo en Rosario, una ciudad que es la misma, pero definitivamente es otra. Ahora, cuando se abren esos cuatro ventanales de un metal macizo que dan a la calle Entre Ríos, el horizonte devuelve edificios, ladrillos, bocinas, ruidos, pasos, gritos, los frenos desvencijados de un colectivo, alguna gente que camina con los barbijos de una moda pandémica. Las dichas y los desamores de la gran urbe.

Sobre mediados de 1928, cuando Ernesto Guevara Lynch y Celia de la Serna se asomaban a ese mundo, el paisaje era otro. Para ellos y para su hijo, un pequeño que más tarde se lanzaría al mundo para ocupar algunas páginas en los libros de historia. La última vez que estuve allí, en ese departamento que se asoma al pasado, era un miércoles de agosto, extraño y caluroso. Había bullicio y el aire parecía enviciado. Lo último que advertí es que al cerrarse los ventanales el lugar recuperó su oscuridad mortecina y, al marcharse, uno lo comprende todo: porqué esa propiedad para muchos nada y para otros tanto. Porqué para algunos un piso, el baño, las paredes con humedad, el objeto de una mera operación inmobiliaria. Y para otros, en cambio, la génesis de una imperecedera revolución planetaria.