En un país entonces transitando por los márgenes del rock, hubo un día un concierto que –tal vez sin proponérselo con claridad- estaba fundando una nueva identidad. O realizando un aporte clave para refundarla incorporando a lo dado nuevos aires, nuevos sonidos, nuevas tendencias. Fue el 16 de junio de 1972, cincuenta años atrás, cuando el Teatro Atlantic de Monserrat -donde ahora hay un edificio- un puñado de habitantes originarios del rock argentino, fogoneados por Daniel Ripoll, se fundió en un solo ser para dar vida al Acusticazo. Estaban entre ellos Edelmiro Molinari, Gabriela, David Lebón, Raúl Porchetto… sí, pero hubo tres nodales. Tres de esos titanes que se adelantan a los tiempos. Que intuyen en los cruces identitarios, una forma dinámica de resignificar raíces, e incorporar en tales nuevos ingredientes para seguir. Incluso de reinventarlas, cuando la dinámica del devenir histórico empuja hacia allí.
Domingo Cura, León Gieco y Litto Nebbia -de ellos se habla- fueron los que vieron, en un período tan temprano, hacia dónde tenía que ir la música nacional y popular para que no se paralizara a fuerza de dos extremos: el de la pétrea cerrazón de ciertos tangueros refractarios a los nuevos aires –los que negaban tres veces a Piazzolla-, más algunos folkloristas que vivían cada intento de convivencia dominados por la turbación de quien teme lo desconocido, por un lado; y el de la invasión cultural, que ya sabía de impregnar intereses neocoloniales a través de los mismos músicos de rock -incluso a pesar de ellos-, por otro. No caer entonces en lo inconveniente binario de estas dos caras de la misma moneda fue lo que, perceptivamente, plasmaron los impulsores de aquel encuentro fundacional… renovar identidades para no perderlas, pues.
Hoy parece cosa natural que folklore, rock, tango, jazz y más géneros musicales convivan bajo un mismo techo cultural, pero entonces no era así. A la cerrazón de los guardianes de la tradición –que podían llegar a poner a Luis Aberto Spinetta en el mismo bolso con Nicky Jones-, se le sumaba parte de una rebeldía rockera que, acaso incrédula de los usos y abusos imperiales, buscaba arrancar de cuajo el riquísimo pasado musical argentino. Ni la una ni la otra, entonces.
Más bien una conjunción de bellos matices. Un universo musicalmente mestizo que incluía a un joven Gieco, parado a medio camino entre el campo y la ciudad, con el Nebbia que ya indagaba en las músicas sublevadas del suelo de la patria junto a don Cura, personaje magistral que legitimó el acercamiento entre los géneros como luego harían Mercedes Sosa, Raúl Carnota, Jacinto Piedra, Peteco Carabajal o el Chango Farías Gómez.
Pruebas al canto, mil. Una, El acusticazo en forma de disco, grabado por ocurrencia del legendario sonidista Robertone y publicado tres meses después del concierto, que se transformó no solo en el primer vinilo en vivo de la historia del rock argentino, sino también en el primer Unplugged del universo. Ninguna pavada, claro.
Del total de las canciones que sonaron en el mítico Atlantic, nueve quedaron en el vinilo. Entre tales, ciertos hitos para destacar. Fue la primera grabación de León en su vida, por caso. La llamó in situ “Hombres de hierro y hombres de piel”, pero la terminó rebautizando “Hombres de Hierro”. También hubo una mujer que reinó entre los hombres porque, a diferencia de tales, de Gabriela quedaron registrados dos temas: “Abre el día” y “Rodando”, además del dúo Miguel y Eugenio, que luego se transformaría en Aucán, uno de los secretos mejor guardados del folk-rock argentino.
Pero sobre todo, gravitó una pieza que prácticamente –junto a las exploraciones telúricas del Arco Iris de Sudamérica o Tiempo de resurrección- resultaría señera en el desarrollo de las músicas atravesadas que ofrecieron una identidad más coherente con su tiempo: la alucinante versión de “Vamos negro, fuerza negro”, que conjugó la percusión tierra adentro del bombisto santiagueño, con la enorme capacidad de Nebbia para derribar diques entre las músicas. De hecho, que Litto se haya transformado, junto a Gieco y Santaolalla, no solo en conector de géneros y generaciones, sino también en el mayor difusor de las músicas profundas de la patria en los jóvenes de la gran urbe –incluso más que cualquier otro exponente del tango o del folklore- encuentra su kilómetro cero en aquel hito.
Es una de las formas de leer el Acusticazo hoy. De traerlo hasta acá sin naftalina.
Otra es que se repitió. Y, como el pasado no necesariamente vuelve como comedia o como tragedia, revivió por un camino alternativo. Fue el caso de la rémora acaecida 45 años menos 8 días después del original: el 8 de junio de 2017. Esa vez fue en el Gran Rex. Estuvieron entonces los pulmotores y pioneros de una nueva identidad con su pasado incluido –Nebbia y Gieco, claro- pero también se plegaron bandas y solistas de estos días. Catupecu Machu y Boom Boom Kid, entre tales.
La elipsis más profunda entre ambos festivales fue cuando, ya fallecido Cura, Nebbia revivió y reivindicó la épica del cruce, pero con Lito Vitale en lugar del percusionista, y una pareja de bombos solitarios supliendo la ausencia. El resto lo concentraba la letra de la canción emblema: “Cuando se habla de tú tierra, sos lo más original. Pero en el resto del día nadie te habla como tal. ¡Vamos, negro! ¡Fuerza, negro! Llora un poco y quizás un blanco te escuchará”.
León, equidistante entre el campo y la ciudad pese al paso de los años, salió arropado por una remera con el rostro de América –el de Mercedes Sosa, por supuesto—, y entregó, entre más, una bellísima canción de otro pionero que había entendido todo desde aquel lejano 1972. La canción es “Bajaste del norte”. Y el que había entendido todo, Raúl Porchetto.
La mecha encendida en aquel intimista festival en el Atlantic –que Molinari y Lebón ayudaron a mantener- siguió su curso mediante un loquito hecho en las entrañas del hardcore porteño como Boom Boom Kid, quien a guitarra pelada y parado entre el público desembolsó su versión de “Tu tierra es mi tierra” (“This Land Is your land”), himno del padre del folk Woody Guthrie, y otra de “Gurisito”, de Daniel Viglietti, legitimando, redondeando así, la tarea que los precursores se había propuesto: diluir barreras entre las músicas