Tal vez haya sido una medida oportunista basada en dudosos focus groups y encuestas marketineras que sugieren que, antes que hacerse cargo de la desinversión educativa y del desprecio a lxs docentes, haya que ir contra el lenguaje inclusivo. Tal vez sea sólo producto de la ignorancia pornográfica que ostenta la derecha en nuestro país. Sin duda es la defensa de unos privilegios que las luchas por la igualdad ponen en riesgo. Pero lo cierto es que escondida en un pretendido ropaje técnico, la decisión del intendente de Buenos Aires de eliminar los usos disidentes de la lengua no es más que una decisión de tono fascista.
¿Prohibir hablar? ¿Tomar posición, pensar, decir?
¿Qué se prohíbe cuando se prohíbe nombrar? ¿A quién se está prohibiendo? Y además, ¿es posible prohibir el uso de la lengua? ¿Qué significa social y culturalmente que este afán de prohibición pueda ser declarado y por lo tanto habilitado? Finalmente, ¿con qué efectos?
Hace más de diez años, con la Ley de Identidad de género recién aprobada, como concejal me reuní con una familia que con unx hijx peleaba por recibir en el hospital público un tratamiento de hormonas que le permitiera ser quien era. A pesar de tratarse de un derecho, las adversidades eran tales que no podían sortearlas. Ese hije sufría todas las violencias: las del modelo médico hegemónico que veía patología en la búsqueda de identidad; las de las imágenes mediáticas solo preparadas para la heteronormatividad clasificatoria y excluyente; la de una educación adultocéntrica que no podía ver nada que fuera más bajito o más ancho o más oscuro que el de su propia medida civilizatoria. La inspección moral a la que sometían a esa familia las instituciones guardianas del orden eran de tanta agresividad que por momentos pensé que iban a lograr disciplinarla. Quitarles el habla. Sin embargo no sucedió y con la tenacidad de la resistencia lograron sus objetivos. Hoy Ayelén no solo tiene su nombre, su cuerpo, sino que también estudia en un curso donde sus compañerxs hablan con la a y con la e y con las x, sabiendo incluso que a veces tampoco alcanza.
Por esos años supe de Gabriela Mansilla. La conocí cuando ya había desplegado la lucha por el nombre propio de su niña, pero también por el derecho a un nombre de todas las infancias trans. Poco a poco había cientos de padres que se organizaban para pelear contra las violencias ejercidas hacia sus hijes, especialmente en las instituciones escolares. Familias acompañando a niñxs en la resistencia a un orden de violencias. Resistencias contra los que querían borrarlxs de la faz de la tierra a fin de conservar un orden donde lo que no encajaba se desaparecía.
Con esas familias y esxs niñxs en la Provincia de Buenos Aires, durante 2020, aprobamos en la Cámara de Diputados (que aún sigue con su masculino genérico en el nombre) la ley de Infancias Libres. Ese día fue una fiesta.
Desde tiempo atrás se había iniciado un camino de reparación de injusticias milenarias. Se venían abriendo horizontes de derechos para las nuevas generaciones y con ello, y amasada la lucha, se comenzaba a nombrar lo que se había intentado negar como inexistente.
Nombrar no sucedió a una ley, no vino tampoco después de las calles, de la organización, sino que nombrar fue y es parte de la calle, de las conquistas, de las leyes y de la lucha. La realidad no es su nombre, pero en el mundo humano sin nombre no hay realidad. La lucha no es por apropiarse de una lengua sino que es en la lengua. En la plaza y en el habla, en los cuerpos y en la palabra, en la historia y la cultura. Entre esas tensiones y pasiones.
Hablamos en condiciones que no elegimos. Que ni siquiera conocemos del todo. Somos hablados por una lengua que nos habita más allá de la total conciencia y voluntad. Y sin embargo hablamos. Como decía Marx a propósito de la historia: aun así, hacemos la historia, es decir, podemos crear.
Hablamos en condiciones que nos son ajenas y nos marcan las entrañas desde la noche de los tiempos. No las vemos porque es el lugar desde donde vemos. El masculino genérico que invalida otras identidades se constituyó en siglos de dominación (historia que se reconoce al tiempo en que se desconoce como tal). Pero las resistencias a esa dominación inventaron también otro uso de la lengua. Lo crearon. Un uso desobediente del orden patriarcal. La e y la x no atentan contra la comprensión sino que atentan contra la dominación. Señalan una injusticia pero sobre todas las cosas señalan un horizonte de justicia. Una posición. Por esta razón, para vivir, necesitan ser dichas. Habladas. Por esa razón, también se hacen insoportables a los oídos de quienes defienden un mundo de privilegios.
La lengua es un animal vivo que late. Y todos los poderes anidan y crujen en ella. Cuando los movimientos de la lengua son del orden del Orden, la guardia de la moralidad colonial duerme tranquila. Cuando se ponen en cuestión los límites del mundo (“los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo, poner en cuestión esos límites es el primer paso para desplazarlos”) es que suena la alarma. Pero es ahí cuando de nada vale, porque el habla, como el deseo, se ha hecho lugar. De modo comunitario. Más allá de las prohibiciones y el gesto cínico de escándalo, la lengua se usa (entre otrxs, con otres, de unx para todxs). Se puede perseguir a quienes la usan y la recrean. Se lxs puede castigar y censurar. Pero ya están hablando.
“...y yo necesité expresar que hay feminidades que aman tener pelos, y ahí supe qué tipo de tías teníamos que ser para Luanita, las tías monstruas, la tía de la voz gruesa, porque la trampa sigue multiplicándose, invisiblemente, cuando vemos, escuchamos, leemos, investigamos a Lulu como el caso Lulu, y no lo hacemos con el verdadero fracaso que es esa inercia pedagógica binaria de paternidades y maternidades heterosexuales, que mientras (en el mejor de los casos) nos van dando abrigo y comida, nos van contando el cuento de que así, solo así, se es varón o mujer. Por eso insistimos, eso ya fracasó, y aunque siga vivo y destruyendo a su paso infancias enteras, está condenado a morir”. Susy Shock, en Infancias Libres.