En una ocasión, Michel Foucault dijo que hablar de Boulez era hablar sobre la batalla de lo “formal” en el siglo XX. Boulez el compositor, Boulez el director, Boulez el intelectual, Boulez el gay tapado, Boulez el vanguardista, Boulez el arrogante… se habla y se escribe más sobre él de lo que se escuchan sus obras. Discutió con todos y contra todo, incluso consigo mismo, esperando, al final de su vida, que los jóvenes lo discutieran a él: “su obligación es matar al padre”, dijo al cumplir 85 años. El homenaje que se le rendirá este mes en Buenos Aires con varias de sus composiciones fundamentales trae nuevamente al centro de la escena a una de las figuras más relevantes que hayan surgido en el panorama musical europeo de posguerra.

Violentamente moderno

Crítico del dodecafonismo de Schoenberg, del neoclasicismo de Stravinsky e incluso del serialismo al que inicialmente adhirió, Boulez debatió abiertamente con sus contemporáneos porque consideraba que su misión debía ser cuestionarlo todo, único modo de sacar a la música del molde formal al que los siglos anteriores la habían condenado, para refundarla. Y eso lo convirtió en un arrogante. Cualquiera que rechace tan radicalmente toda tradición y pretenda refundar una práctica –la composición, en su caso– sobre nuevos principios tiene, inevitablemente, algo de arrogancia. 

Siendo estudiante del conservatorio, comenzó a participar del grupo conformado por György Ligeti, Luigi Nono, Luciano Berio, Iannis Xenakis y Karlheinz Stockhausen, que se reunía anualmente en Darmstadt en torno a la figura de Olivier Messiaen y el serialismo; pero su necesidad de radicalizar la búsqueda de nuevos principios y su falta de diplomacia lo hizo confrontar –a veces con virulencia– con todos y cada uno de ellos. Quería hacer estallar la forma, “pienso que la música debería ser histeria colectiva y magia, violentamente moderna”, escribió a los 23 años.

En su escrito de 1952 llamado “Schoenberg ha muerto” –literal modo de ‘matar al padre’– el músico intentó ubicar el punto de impasse al que había llegado el dodecafonismo, creyendo –ingenuamente, según nuestro joven parricida– que su propuesta significaba un progreso para la evolución del lenguaje musical. Nada de progreso, hay que deconstruir, propondrá Boulez. Le marteau sans maître (El martillo sin dueño), estrenada en 1955, significó su entrada al mundo de la “música contemporánea”, esa categoría imprecisa donde la crítica, en cada generación, ubica todo aquello que rompe con el canon establecido. Basado en poemas de René Char –que le interesaron por su “contenida violencia; no una violencia expresada en gestos, sino una violencia interna, concentrada en una manera muy tensa de expresión”– el ciclo de nueve movimientos o secciones propone un mundo sonoro –voz de contralto, flauta, viola, guitarra, vibráfono, xilófono y percusión– que, a mediados del siglo XX, significó una enorme novedad.

Vendrán luego obras emblemáticas como Pli selon pli (1957-62), Livre pour cordes (1968) o Sur incises (1996-98) en las que la escritura musical bouleziana seguirá intentando pulverizar la forma, eliminando todas las referencias con las que la tradición ha moldeado nuestro modo de oír: tono, ritmo, dinámica, serán deconstruidos hasta dejar al desnudo el sonido y poder, entonces, partir de él como principio generador.

Boulez queer

Al googlear su nombre, surgen varias páginas dedicadas a exponer listas de homosexuales célebres. Incluso en alguna de ellas –participación de lectores mediante– una suerte de “homosexómetro” lo califica como “68% homosexual”. Todos sus amigos y conocidos coinciden en describir al compositor como una persona reservada o incluso cerrada en torno a su vida personal, lo que generó las inevitables especulaciones que el morbo periodístico construye cuando le es vedado el acceso a la intimidad de una figura pública. Varios críticos musicales anglosajones, con Norman Lebrecht a la cabeza, “revelaron” que Boulez compartió su vida durante cincuenta años con Hans Messner, a quien siempre presentó como su asistente. Tal vez, más interesantes que el chismerío de alcoba resultan los análisis que hace algunos años comenzaron a hacerse acerca de su amistad con John Cage –con quien mantuvo una intensa correspondencia–, Virgil Thomson, Peter Maxwell Davies y Sylvano Bussotti, compositores abiertamente homosexuales, o que al menos no escondían su sexualidad. Con muchos de ellos coincidió en la Escuela de Darmstadt y con todos tuvo acercamientos y desacuerdos estéticos que, posiblemente, no estuvieran desligados de sus diferencias acerca de la visibilidad de la sexualidad como posicionamiento estético-político.

Ladrar como un perro

Boulez forma parte de una larga tradición de compositores-directores cuyo origen se remonta al siglo XVII, cuando los músicos, además de componer, dirigían obras propias y de otros. Ya en el siglo XIX y comienzos del XX, la dirección orquestal fue independizándose como profesión y la figura del compositor-director se redujo a unas pocas personalidades excepcionales como Gustav Mahler y Richard Strauss. En el siglo XX, Pierre Boulez y Leonard Bernstein –cuya música Boulez detestaba– son los dos nombres que desarrollaron prestigiosas carreras tanto en la composición como en la dirección orquestal. A Bernstein precisamente sucedió en 1971 al frente de la Orquesta Filarmónica de Nueva York, su primer cargo de director titular, que conservó hasta 1977. En esos años creó los Rug Concerts (conciertos sobre alfombras), quitando las butacas de la sala para que el público escuchara el concierto recostado sobre almohadones.

Sobre Pierre Boulez director de orquesta se ha escrito tanto como, o tal vez más que, sobre Pierre Boulez compositor. Sus versiones de obras de Ravel, Stravinski, Bartók, Schoenberg y Varèse son personalísimas y nunca complacientes, porque mientras las dirigía parecía estar discutiendo con sus autores, acentuando lo que esas visiones estéticas tuvieron de innovadoras, o sea, cuánto hubo en ellas de ruptura formal. Tal vez por eso siempre prefirió dirigir música del siglo XX, porque allí estaban los padres a los que debía matar para poder ser él mismo. Richard Wagner fue el único compositor del siglo XIX que le interesaba (sostenía que en él estaba el germen de la destrucción de la forma) y, cuando en 1976 fue invitado a dirigir en la meca wagneriana de Bayreuth, agitó el avispero con la “lectura marxista” que propuso, junto a Patrice Chéreau, de El anillo del Nibelungo.

Con el prestigio ganado en las salas de conciertos y las grabaciones, programó obras de Harrison Birtwistle, Henri Dutilleux, Toru Takemitsu y otros compositores contemporáneos con pocas chances de ser escuchados en las salas oficiales. Ser consagrado por el establishment sirvió a Boulez para cumplir con su misión evangelizadora. A lo largo de su vida ocupó cátedras, escribió libros sobre estética de la música, fundó y dirigió un colectivo de trabajo –el Domaine musical–, un centro de experimentación –el Institut de Recherche et Coordination Acoustique/Musique (IRCAM)– y una orquesta de cámara –el Ensemble InterContemporain– referente hasta hoy en la interpretación del repertorio contemporáneo. Como expresó alguna vez en relación a sus cargos oficiales: “no siempre puedes estar afuera, ladrando como un perro”. 

Si algo hay que reconocerle a Boulez es su empeño por difundir la música contemporánea, sacar al oyente de la comodidad de lo conocido e invitarlo a que se arroje a experimentar sensibilidades nuevas. Rechazaba la narratividad en la música y la pereza de quien sólo quiere transitar territorios conocidos, empujando al espectador a suspender su necesidad de comprender y prever lo que va a suceder. Su enseñanza y su exploración compositiva tuvieron como eje la invención.

En una conversación que mantuvo con Michel Foucault (publicada en C:N:A:C: Magazine, N° 15, 1983) acerca de la música contemporánea, el filósofo reflexiona que ella “no tiene las indicaciones que le permitan [al oyente] esperarla y reconocerla […] No es una música que buscaría llegar a ser familiar. Está hecha para conservar su contraste. Se puede repetir, pero ella no se reitera. En este sentido, no es posible llegar a ella como a un objeto. Tiene siempre su irrupción en las fronteras”.

Este junio el CETC nos propone un viaje a esas fronteras. Allá vamos.

Foco Boulez. Un mes dedicado a la figura de Pierre Boulez: charlas, instalaciones y conciertos. Desde el 8 al 24 de junio. Organizado por el Centro de Experimentación (CETC) del Teatro Colón. Informes: teatrocolon.org.ar