La ira de dios 5 puntos
Argentina, 2022.
Dirección: Sebastián Schindel.
Guion: Sebastián Schindel y Pablo Del Teso, sobre la novela La muerte lenta de Luciana B., de Guillermo Martínez.
Duración: 98 minutos.
Intérpretes: Diego Peretti, Juan Minujín, Macarena Achaga, Mónica Antonópulos, Guillermo Arengo y Romina Pino.
Estreno en Netflix
Hace unos cuantos años que se nota que el grueso del cine argentino financiado bajo los modelos tradicionales anda con la billetera flaca. Tiempos de rodaje reducidos al mínimo indispensable (y a veces menos), relatos encapsulados en pocas locaciones, casi nulas escenas de exteriores y una cantidad de intérpretes con peso dramático que pueden contarse con los dedos de una mano son las huellas más notables de un empobrecimiento económico y, en la mayoría de los casos, también artístico. A La ira de Dios no le faltan ambiciones ni presupuesto, cortesía del respaldo de la multinacional Netflix, que con esta adaptación del best seller La muerte lenta de Luciana B., de Guillermo Martínez, continúa congraciándose con la industria nacional. No ocurre lo mismo con los espectadores, a quienes entrega un thriller psicológico hecho en piloto automático, dueño de una seriedad sepulcral que rompe todo atisbo de verosímil y cuya resolución puede adivinarse apenas después de la secuencia introductoria, quizás la mejor de toda la película.
Los primeros minutos tienen un tono sugerente que luego brillará por su ausencia. Todo arranca en la presentación del nuevo best seller policial de Kloster (Diego Peretti) en la imponente librería que funciona en lo que hace años era el cine Grand Splendid. Entre saludos y adulaciones al por mayor, el escritor ve un rostro familiar, el de Esteban Rey (Juan Minujín), quien le avisa que alguien lo espera en el piso superior. Mientras la cámara muestra una planta baja llena de fans, periodistas e invitados, un brutal estruendo enciende el griterío de la multitud. Es un comienzo enigmático, aunque de fórmula, puede debe haber mil películas que comienzan con una escena culminante para luego viajar hacia el pasado y narrar los hechos que desembocaron en ese momento. Y ahí empiezan los problemas.
Más de una década atrás, Luciana Blanco (Macarena Achaga) es la encargada de tipear en la computadora los textos que Kloster enuncia en voz alta, mismo oficio que desempeña para ese aspirante a escritor que es Rey. Luciana es, además, quizás el único pilar que sostiene el andamiaje emocional de la familia, en tanto la esposa de Kloster (Mónica Antonópulos) atraviesa una depresión que le impide ocuparse de una hija que establece con Luciana una sintonía perfecta. Una de las primeras cosas que dice el escritor, a cuento de nada, es que la Ley del Talión –aquella del “ojo por ojo, diente por diente”– no debe interpretarse de manera literal, sino que refiere a que la reacción ante una acción debe generar consecuencias que causen un dolor similar. Lo hace arqueando las cejas, con una mirada amenazante y un tono ominoso propio de quien sabe más de lo que dice. Propio, también, del arquetipo de escritor al borde la locura, un rol calcado al de la reciente Ecos de un crimen y que Peretti resuelve con las mismas ganas de un asalariado con un sueldo por debajo de la línea de pobreza.
No hay que ser un especialista ni mucho menos para suponer que aquella afirmación cifra la clave de lectura de lo que vendrá, cuando un hecho que no conviene adelantar enfrenta a Luciana con su (ex) empleador y, ¿casualmente?, a partir de ahí la familia de Luciana empiece a verse envuelta en curiosos accidentes que parecen tener poco de tal, sobre todo porque ella afirma que detrás está la mano de Kloster, aunque no haya pistas que lo vincule. Todo esto es narrado por Sebastián Schindel con una solemnidad llamativa para quien supo dirigir una muy buena película como El patrón, radiografía de un crimen y las prolijísimas El hijo y Crímenes de familia. Los hechos se suceden a ritmo frenético, generando un efecto cascada de desgracias que cruzan lo místico con lo policial y dejan varios agujeros que un guion apresurado, quizás obligado a condensar toda la acción en menos de 100 minutos, no tiene muchas ganas de tapar.