El tiempo no cura, tampoco olvida, mucho menos se encarga de poner las cosas en su lugar, solamente pasa, como pasan las modas que solemos inventarnos durante nuestro efímero paso por el tiempo. Los asesinos prefieren la oscuridad. Durante la larga noche, la dictadura cívico militar había dado por muerto al rock nacional. Sus creadores, en el mejor de los casos, habían optado por el exilio, los que se animaron a resistir, se convirtieron en equilibristas de metáforas con el fin de no pronunciar la palabra libertad. 

Los cines seguían abiertos, pero The Wall, censurada. En confiterías bailables supe saltar como un canguro al ritmo de la música disco con el propósito de llegar a las lentas y romper con tanta máscara, capturando lo intangible, lo menos perecedero del cuerpo de mujer que llenaba el espacio moviéndose frente a mí, su voz. 

Mi padre había enterrado los libros, pero no los discos. El uso del combinado era nuestra mayor disputa. La tremenda distancia que nos separaba parecía acortarse cuando lo miraba cerrar sus ojos para perderse en historias de vida cantadas en tres minutos. Los ecos de las voces de Ángel Vargas, Mick Jagger, Floreal Ruiz y John Lennon solían enredarse en el patio embaldosado con aroma a jazmín. 

Sentía una envidia disfrazada de enojo hacia el dueño de casa, basada en su temple para rebuscarse el mango todos los días sin quejarse nunca, en su orgullo por mirar al mundo desde su lugar amado, en su mezcla rara de silencios con sueños sin panaceas.

Nunca lo escuché cantar un tango completo, sólo entonaba estrofas de distintas obras según sus distintos estados de ánimo. Una tarde en la que no paraba de repetir, "yo aprendí filosofía, dados, timba / y la poesía cruel/ de no pensar más en mí", me animé a interrumpirlo para que me diera su opinión sobre el rock. 

Como siempre, sus palabras fueron contundentes, "no se entiende lo que dicen, me hacen doler la cabeza, para mí no cantan esos tipos, gritan… De todas maneras vos no te aflijas que el tango te espera". 

En medio de aquella oscuridad brillaba un lucero, un brote del alba en donde le contábamos a desconocidos paisajes de Catamarca y calmábamos la sed con vino de blancas uvas cosechadas en parrales de Chilecito. Fue en una de esas noches de jarras compartidas con el Negro José, un compañero diablo, pero amigo, en la que escuché por vez primera "Mirta de regreso”, la cantaron a dúo el compositor junto a un carismático intérprete, dos jóvenes conocidos en el medio, integrantes de distintas bandas que tocaban en clubes, bailes de carnaval y pequeñas salas de la ciudad. 

Al escuchar el fuerte relato de corrido, sin estribillo, no pude evitar una conexión con mi inconsciente que me hizo sentir el mismo sabor a las historias que me contaba mi abuela en las siestas no dormidas, la idéntica emoción a los cuentos cantados por María Elena, una extraña sensación de estar escuchando el apéndice de un volver con la frente marchita. Después, la magia. Un abanico de canciones iluminó un paisaje ensombrecido por el olvido, despertaron a un marrón río somnoliento, hicieron de la calle un escenario, gambetearon con inteligencia la basura de colores, demostraron que las cosas tienen movimiento. 

En tiempos difíciles los poetas escribieron en tierra firme, pero con corazón de barco, comprometidos con la gente de barrio, las madres de los pañuelos, las pacientes costureras, esas chicas de las tiendas y los que arreglan los motores, todo lo hicieron sin tréboles de cuatro hojas, forzando la máquina hasta dejar una marca en el aire, un canto propio, un antes y un después. Su legado retumba y retumbará como un tren en la estación de la eternidad. 

En los momentos, cada vez más prolongados, en los que procuro estar conmigo mismo, me gusta cantar canciones que no elijo. El último domingo, cuando prendía el fuego para el asadito se me dio por tararear una y otra vez, “Dios, buen operario, cuida el puesto / y entre dientes silba un tango / que habla de él", en ese momento fui gratamente interrumpido por Juan, el hijo de mi hijo, quien bailó y cantó, acompañado de su tablet, un tema desconocido para quien escribe. 

Cuando pidió mi opinión al respecto se me ocurrió decirle que todo lo que le hacía bien a él, me hacía bien a mí, que la música junto a la poesía eran el oxígeno necesario para el amor y la locura, las dos fuerzas que nos mueven, que a lo largo de toda la vida que tiene por delante conocerá distintos ritmos que le alimentarán el alma y que, seguramente, en un recodo del camino lo está esperando la trova rosarina.