“Si a U. le parece oportuno pues, con motibo de la rreforma ortográfica able de mi”, le escribe Sarmiento a Félix Frías en una carta de 1844. La reforma ortográfica que el escritor y futuro presidente argentino proponía –y ya implementaba en su correspondencia privada– partía de la base de que el modo de hablar de las repúblicas sudamericanas no era exactamente el mismo que el de los hablantes de España y que, dado que ya no se trataba de colonias, las normas del lenguaje no debían obedecer a la academia del rey, sino a academias locales. La propuesta perseguía una economía lingüística al eliminar ciertas grafías y acercar la escritura a la oralidad general y a la oralidad argentina en particular. A partir de ese presupuesto avanzaba un objetivo político: hacer la ortografía más accesible a un mayor número de hablantes, reducir la tasa de analfabetismo, aumentar la población capaz de escribir.
La propuesta sarmientina, como los múltiples proyectos de transformación verbal o incluso la creación de lenguajes como el esperanto nunca tienen la ingenuidad que se les atribuye. Nadie cree que al eliminar la v o al diseñar un lenguaje universal se van a resolver de un plumazo las diferencias de competencias y accesos a la lecto-escritura, ni se van a acabar las guerras de fronteras nacionales. Por supuesto Sarmiento sabía, además, que la reforma no reemplazaba otros recursos –los libros, las maestras, la creación de escuelas– porque los cambios en el lenguaje no son ni un pase de magia para la modificación inmediata de la realidad, ni una cuestión a privilegiar sobre otra. Sí son, una herramienta más, una contribución hacia transformaciones a largo plazo, culturales, legales y por lo tanto políticas. Ni más ni menos. Ni solución milagrosa, ni reemplazo de otras acciones, ni discusión abstracta de especialistas, la reforma ortográfica del “padre del aula” vale por el lugar al que apuntaba: un horizonte democratizador, anticolonial y algo que hoy llamaríamos ampliación de derechos.
Se trataba de una modificación lingüística que venía “de arriba” y tenía un carácter propositivo. Hay otros cambios que tienen un recorrido opuesto y a partir de su recurrencia en el uso son incorporados luego, por academias, diccionarios y gramáticas. Es el caso de palabras que pasan de un idioma a otro o que surgen de la cruza de lenguas y registros; es el caso del “vos” rioplatense que, instalado en la oralidad entra a la literatura avanzado el siglo XX hasta volverse casi obligatorio hoy en día, en las comunicaciones de empresas de servicios que ya no quieren tratar a sus usuarios ni con la extranjería del “tú” ni con la formalidad del “usted”. Algo de este orden viene ocurriendo desde hace más de medio siglo y a nivel global con el llamado lenguaje inclusivo.
El lenguaje inclusivo parte de una evidencia: lo universal es equivalente a lo masculino y lo femenino se reduce a una variante en ese universal. Lo masculino como definitorio de la especie y no como una de sus partes, no es algo natural sino el resultado de un proceso ideológico, cuyo primer triunfo es este efecto de naturalización, como si las cosas fueran así, como si ser humano fuera antes que nada ser varón en lugar de ser una peculiaridad más. Se trata de un aporte –no el único, no mágico tampoco desdeñable– que vale por el horizonte al que apunta: sacudir un poco la lengua como una de las herramientas con las que ver el mundo. Consiste en una duplicación pronominal (algo que se usa en inglés desde los 90s con la frase “he or she” en lugar de he para referirse al niño y la niña, el lector y la lectora, etc.) o la elección de términos no marcados (optar por children o infancias). La creatividad del uso ha producido una tercera opción: la novedosa variación morfológica que introduce la -x, la -@ y la -e en los plurales que se refieren a personas (donde no está en juego la arbitrariedad del género como en “mundo”), como por ejemplo, niñes. La transformación morfológica desnaturaliza incluso el binarismo genérico. El lenguaje es un espacio de autorización de nuevas voces, un ámbito en el que gradualmente aquello que en algún momento es puro ruido, se vuelve palabra escuchable e incluso legítima y nos permite advertir otras formas de vida, otros modos de comunidad.
Mientras muchísimos/as lingüistas se dedican a registrar este cambio y a explicarlo a partir de variantes generacionales, locales, socioculturales, etc., se abre un debate virulento que confirma que los criterios de corrección no son una operación neutral sino un arma para intervenir en los modos en que vemos el mundo. Esa es la discusión de fondo, en la que cuando conviene se dice que no importa, pero que finalmente se defiende como la última trinchera que queda para que las cosas sean como eran antes, o como dios manda, para recurrir a un lugar común de la lengua.
Entonces, el debate que los indignados van perdiendo por varios cuerpos, se traslada al pequeñísimo campo de lo legislable: no sólo la escritura (también imposible de reprender) sino la escritura en el aún más reducido ámbito de lo institucional y lo educativo. Muchas instituciones (publicaciones académicas y universidades, por ejemplo) sugieren criterios de regularidad y proponen una estrategia sobre las otras tres; unas pocas, como la academia argentina de letras o la real academia española, luego de machacar sobre lo incorrecto de la duplicación, pone el grito en el cielo por la hereje alteración morfológica. Es crucial reconocer que esa es exactamente su función. Si la literatura o el uso cotidiano exhiben el carácter vital de la lengua en constante modificación, si la lingüística es el estudio de esa materia palpitante, estas academias se parecen al cementerio o al museo de exhibición de fósiles. Su carácter de archivo del pasado y su función conservadora no es para nada desestimable, pero confundirla con las otras es como confundir la tarea de un museo de paleontología con la de un centro de investigación genética.
En la década del 50, la dictadura de Aramburu sacó un decreto que prohibía nombrar al presidente depuesto y a sus parientes así como mencionar imágenes y símbolos que referenciaran al peronismo. El decreto que se acompaña con acciones represivas sobre los cuerpos, no dejó de actuar sobre la lengua, porque importa y porque se reconocía como un campo de lucha, aunque no el único. Una década más tarde un grupo de escritores franceses se autoimponen ciertas reglas de constricción para producir textos literarios en los que esa restricción movilizaba recursos e imaginación. Uno de ellos, Georges Perec, escribió una novela a partir de la premisa de no utilizar la letra e y la llamó La disparition (se tradujo al español como El secuestro, eliminando no ya la e sino la a, como letra más recurrente de la lengua de traducción).
Son gestos casi exactamente opuestos. De un lado, el brío autoritario que con pasión ignorante idolatra el lenguaje en exceso y cree que con eliminar algo de allí alcanzará para hacerlo desaparecer de la realidad. Del otro, la lengua como herramienta no sacra, material, humana, como terreno de experimentación en el que se pone en juego la creatividad, el ingenio, la invención, la apertura al otre. Pareciera que algo de estas formas de concebir y habitar el mundo se reactivan en la discusión contemporánea sobre sujetos, comunidades y sobre el lenguaje, inclusive.
* Doctora en Letras – Ensayista y crítica cultural.