En la Obra de Freud nos encontramos con Goethe y Las afinidades electivas; Romain Rolland, destinatario del trastorno de la memoria en la Acrópolis; las ganas de aprender a leer el castellano para leer El Quijote en su idioma original. En 1930, “Goethe” es el nombre del importantísimo premio concedido al padre del psicoanálisis. En su alegato dirigido a la Academia Sueca proponiendo a Freud para el Nobel de literatura, en 1936, Rolland escribe: “sus grandes trabajos abrieron una nueva vía al análisis de la vida emotiva e intelectual, y desde hace 30 años la literatura ha recibido su profunda influencia”.
Circula una entrevista apócrifa, muy difundida, incluida por Giovanni Papini en su libro Gog (1931), en la que pone en boca de Freud la siguiente confesión: “Yo he podido cumplir mi destino por una vía indirecta y realizar mi sueño: seguir siendo un hombre de letras, aunque bajo la apariencia de un médico”. Me he topado varias veces con esta sentencia atribuida a Freud, citada como si no fuera ficción (¡incluso en textos académicos!).
Más allá de su prosa prolijamente eficaz y erudita, Sigmund Freud se apoya constantemente en la Universitas litterarum para la construcción de sus fundamentos teóricos. Homero, Sófocles, Virgilio, Dante, Shakespeare, Goethe, Hölderlin, Schiller, Novalis, Ibsen, Andersen, Hoffman, Jensen, Poe, Wilde, Twain, Dostoievski, Kipling, Zweig, por mencionar solo algunos de los genios literarios citados en sus elaboraciones teóricas más importantes.
Por su parte, Jacques Lacan no se queda atrás: Sade y su Filosofía en el tocador, a propósito de Kant y la perversión; Moliére, El médico a palos y la importancia de que la hija muda recupere el habla (y no Las mujeres sabias, como confunde alguna versión en castellano); o bien El misántropo, acerca de la causalidad psíquica de la locura. Chéjov, a propósito del “Miedo” en el seminario sobre la angustia. Flaubert, porque sus hilarantes Bouvard y Pécuchet ilustran la ironía llevada a la letra cínica en su respuesta a los estudiantes de filosofía. La célebre Trilogía de Claudel luego del banquete transferencial y Wedekind en su Despertar de la primavera. Mientras tanto, la agitada y desorientada Lol V. Stein de Duras es mirada que mira el fantasma protagonizado por Anne Marie Stretter y su amante a través de la ventana.
“Juventud de Gide o la letra y el deseo” nos abre un panorama de un valor inestimable para reinterpretar el aporte sustancial del seminario protagonizado por Hamlet en 1959, para pensar no solo el problema de la perversión, sino las diversas manifestaciones deseantes en los distintos tipos clínicos. Joyce, el síntoma es el título del seminario de 1975. En él, apoyado en la lectura de Retrato del artista adolescente, Ulises, Finegans Wake y otras obras del genio de Dublin, Lacan sienta las bases de sus nuevas elaboraciones sobre las psicosis.
En nuestro medio, donde el psicoanálisis tiene un amplio y variado desarrollo, se destacan grandes escritores que provienen de sus líneas. Herederos de la tradición de Oscar Massota --quien escribiera un ensayo inolvidable sobre Roberto Arlt--, Germán García, autor de Nanina y Cancha rayada, entre otras novelas, y Liliana Heer, autora de Frescos de amor, Pretexto Mozart y Capone, entre muchos otros títulos, constituyen referentes insoslayables como escritorxs psicoanalistas o viceversa.
“En sus ratos libres, ella dibuja una historia sin levantar el lápiz del papel. Pura exaltación, ningún esfuerzo ni ausencia de sol. Con su mano izquierda recorre cuerpos, los manosea, los perfuma. La hoja, neutra. Un superlativo polar exhibe movimientos de circunstancia, esa peregrina afición por la fragilidad”. (Heer, L. Tijeras). Con palabras, la escritura recorta el cuerpo y dibuja el deseo.
Análisis, brújula y muerte, caza mayor y menor del deseo: “Como quien posee dos discursos, uno crudo y otro cocido, el crudo a fuego lento se convirtió en carne de mi ficción. Magra carne desprovista de alas. Salmuera en la sintaxis. Blake decía: El que desea y no obra engendra peste.” (Heer, L.; Repetir la cacería).
Por último, aunque no haya practicado el psicoanálisis, imposible no recordar aquí a un analista de todxs nosotrxs. A propósito de “una famosa página de Blake” Jorge Luis Borges escribe: “Al principio yo había sufrido el temor de estar loco; con el tiempo creo que hubiera preferido estar loco, ya que mi alucinación personal importaría menos que la prueba de que en el universo cabe el desorden. Si tres y uno pueden ser dos o pueden ser catorce, entonces la razón es una locura”. (“Tigres azules” en La memoria de Shakespeare).
En esa magia estaba cuando me borró la lectura.
Martín Alomo es psicoanalista. Doctor en Psicología. Magíster en Psicoanálisis. Especialista en Metodología de la Investigación.