La noche está enmarcada por la luz que se filtra desde el pedazo de luna que todavía no cubre la tormenta. La poca claridad que llega dibuja un cuadro perfecto entre la chapa, los cables y los fierros que se juntan en el techo. La lluvia y la humedad que empiezan a caer se desnudan en partículas y se meten como por una hendija en la oscuridad. Todo es silencio. El desamparo se arraiga en la quietud y solo se desprende por momentos, cuando un perro ladra o cuando el estallido de una bala y un grito se mezclan con el sonido de las nubes desplomadas a la vuelta de la esquina.

Estoy en la pieza. Trato de poner las ollas debajo de las goteras. Las acomodo en el piso, arriba de la mesa y hasta en la cama, donde alguna vez jugó Martina con un papel de regalo. Su rincón en los días de lluvia era entre la pared del baño y la madera de donde salía el foco de luz.

En otoño, y sobre todo en los días de tormenta, la pieza se llena de humedad y el piso de barro. Esta noche, además de las ollas y los tarros, puse un camino con tablas de madera y cartones, entre la cocina y la pieza. “Que llueva”.

Cierro los ojos, me acomodo cerca de la pared de tarros, y me acurruco, como Diana. La perra duerme a mis pies. Dormido a medias; tengo miedo de volcar el agua en la cama. En un momento siento que el sueño me arrastra y me dejo llevar. Martina juega al lado mío y me acaricia la oreja. Me habla despacito y se ríe mientras me muestra los zapatos nuevos. Maricel está en la cocina. Tiene la cuchara de madera en una mano y un repasador en la otra. La luz no me deja verla, pero sé que es ella. No puede ser otra. Tiene esas manos delicadas. Esas manos que acarician lento. Manos tibias y profundas. Siento la ternura en mis mejillas y escucho su voz.

La miro apagado, pero con los ojos llenos de brillo. Siento la boca seca y los labios como si fueran tierra partida. Me acuerdo de las palabras y del dolor, de sentirlas romper el silencio de la pieza.

Me sacudo, me acomodo para el otro lado; pero no puedo volver. Estiro los brazos, siento los músculos duros. Los vuelvo a estirar y se hacen como una goma. Me desespero. Si me acerco, se alejan, y si se quedan quietas mis brazos se vuelven piedra. Lloro desde el pecho hasta la garganta. Siento que el corazón se me estampa en la piel. Veo la panza subir y bajar. Me ahogo. Respirar me asfixia, me agita más. Las costillas se me exprimen, como si alguien tratara de salir de mi pecho. Necesito aire. Vuelvo a girar en la cama y veo los zapatos de Martina apoyados en la silla; no los reconozco. Eso que siento no me deja saber.

La pieza está oscura. Por la ventana entra la luz de un foco casi muerto. El hilo dibuja siluetas pintadas de gris. La cortina se mueve con el viento y tapa de a ratos la claridad. El juego de la luz con la oscuridad convierte en bultos sin forma todo lo que hay en la casa: la campera de Maricel que cuelga de la silla, la toalla enganchada del clavo, los tarros en la mesa de luz y los cuerpos en la cama. Parecen fantasmas. Martina se ríe y su risa rebota.

Tanteo en la oscuridad, pongo una mano en la cama y me siento. Me apoyo los codos en las rodillas y dejé caer mi cabeza entre las manos, como si por fin pudiera soltar eso que arrastraba hacía tiempo. Eso que me partía la vida. Me siento liviano, pero nunca había estado tan triste. La pena se me clava en lo blando. Las manos se me mojan de lágrimas. Estiro un brazo y toco los zapatos en la oscuridad.

Me levanto y camino por las tablas. La cocina está ahí. Pienso otra vez en la nena, y en la suerte que me tocó. Me acuerdo del cartel. “Se venden zapatos nuevos de bebé”. Doy unos pasos largos como la eternidad. Es caminar siempre el mismo camino, hacer equilibrio entre la suerte y el fracaso; en el fondo está el barro. Me echo la culpa de nuevo. “Los pobres sólo calzamos usados”, pienso.

Me acerco al jarro; hierven los eucaliptos. Otra cosa que me enseñó la humedad. Respiro, como quien quiere abrir la memoria. Me acuerdo de Maricel. El bolso está colgado en la silla, como lo había dejado. El tiempo está muerto en todo lo que ella usó. Las ollas del merendero apiladas en una esquina. El delantal colgado del gancho y los cucharones de madera y los vasos de plástico en la repisa.

“No tuve la culpa”, vuelvo a pensar. Los pulmones se me llenan de eucalipto. Los recuerdos me pegan como un viento fuerte.

Martina estaba por cumplir dos años. Maricel le había hecho un vestidito rosa. No teníamos plata para los zapatos. Fue ahí que, por suerte o por desgracia, vi el cartel. No dudé. Le di la plata que me quedaba y la dirección. Lo demás fue un desastre. El pasillo angosto, los gritos, las corridas. La pobreza es mala suerte.

 

Me dejo caer en la silla. Quedo sentado al lado de la cocina y vuelvo a sentir la risa de Martina. Maricel se había ido, y sus manos me habían dejado una sensación de tibieza en los labios, que perdí cuando las gotas que caían en el tarro me salpicaron las piernas. Miro de reojo y veo un movimiento raro; el piso se mueve. El barro me llega a los pies. El agua del pasillo empuja el chorizo de arena y entra por la puerta de la cocina. Los zapatos de Martina están flotando. Sé que no tengo nada más que perder y camino hasta la puerta. Soy una basura. Agarro el picaporte, lo aprieto como si fuera un arma y cierro los ojos para esperar el balazo. La risa de Martina se apaga y me obliga a salir, a meterme en la lluvia. La puerta se cierra a mi espalda. El agua se mete como lo que es, un río que nunca va a dejar de inundar. Me voy pensando que cuando todo se termina, un lugar queda cerca. Dejo atrás el barro, las balas y los zapatos que flotan en el agua.