Las dos primeras escenas transcurren en la misma escuela pública del barrio de Boedo. Irene, alumna de segundo grado, recibe su primera invitación de cumpleaños que, en lengua covid, ella denomina “mi primera pijamada presencial”. Pero al leer la tarjetita se siente decepcionada: “Cumplo 7 años y lo festejo con mis amigos! Los espero.“ El texto, redactado en masculino, es decodificado por la mayoría de la clase como una convocatoria exclusiva para varones. ¡No invitaron a las nenas!
Inmediatamente, las maestras y las madres, adiestradas en el uso del lenguaje sexista en el que hemos sido criadas, explican que cuando se dice “chicos” puede querer decir “chicos y chicas”, y que incluso, puede querer decir, simplemente, “chicas”. Gran lección: incluir no es lo mismo que inclusivo. Podrían ir más lejos y más triste y contarles que hasta ayer se decía “el hombre” para referirse a una población entera donde son menos los hombres que los que no lo son. Secándose las lágrimas, la alumna señala otro problema: ”Pero… cuando decimos chicas, significa que solo invitamos a las chicas.” ¿Será que no somos inclusivas o será que el femenino no es un lugar tan confortable para quedarse, y que no todos aceptan ser parte de “nosotras”?
¿Este es el “déficit de comprensión” que le preocupa a la Ministra de Educación porteña? ¿No es este descubrimiento, revelador y en cierto modo revolucionario, lo que demuestra un compromiso con la gramática? Se dirá que son preguntas de una niñez adiestrada en lo que se suele denigrar como ideología de género, pero lo cierto es que “todos” nos las hemos hecho alguna vez y las pasamos de largo, o las dejamos en un suspenso que en estos últimos años parece haber encontrado un punto. Tanto que es difícil decodificar esta invitación escrita en “correcto castellano” cuando circulan fórmulas y fonemas que dan cuenta de un corte histórico con la presunción de que hay un segundo sexo y un primero. Incluso quienes se sienten molestos por la deformación que están sufriendo las palabras en la cola, decodifican sin dificultad qué y quiénes salen a la luz a través de lo que se conoce como “lenguaje inclusivo”.
El lenguaje inclusivo no existe
Desde el Gobierno de la Ciudad argumentan que se lo prohíbe porque han advertido en el alumnado problemas de comprensión, aunque no aparecen los estudios que asocien una cosa con la otra. La aparición de letras “salvavidas” como la @, la x, o la e, no trae más complicaciones, en el peor de los casos, que las que nos dieron, por ejemplo, las conjugaciones verbales donde “Tu” y “Vosotros” se impusieron como enviados de los reyes católicos y mensajeros de la colonización. Mientras estos últimos venían a recordarnos que somos hijos de una madre patria y que “ustedes" y “vos” son formas desviadas que no merecen entrar en el aula, las letras molestas, dan cuenta de preguntas existenciales y de ausencias históricas.
Lo que simplificamos bajo el voluntarista título de “lenguaje inclusivo” es la expresión del dolor de les hablantes travestis o no travestis, hombres o no, frente a su propia concepción del mundo. Atrás de la letra E aparece la caída de la familia patriarcal como célula de la sociedad, la confianza en los lazos de sangre por encima de los otros y en el binarismo como método de descartar gente. Cambios de perspectiva impulsados por avances tecnológicos como las técnicas de reproducción asistida, la píldora, el viagra, el descubrimiento del ADN, Tinder… y, por supuesto, los feminismos y transfeminismos mediante.
Entonces, ¿qué es lo que se prohibió? ¿El uso de la E en la palabra TODES? ¿Qué es concretamente el lenguaje inclusivo? Ante el derrumbe de la certeza de que el mundo se divide entre mujeres con vagina y hombres con pito, la lengua se conmociona, se revuelca, se hace pis encima. Por eso el lenguaje inclusivo da risa, da alivio, da asco. Pero el lenguaje inclusivo no existe, es una vacilación. No hay un régimen de inclusión, ni una contra gramática, ni siquiera existe un acuerdo entre hablantes. ¡Si la misma persona que lo usa no lo usa siempre, y cuando lo usa no lo usa siempre igual! Para prohibirlo habría que sistematizarlo, o directamente, salir a marcar gente que lo use. ¿Se puede prohibir un dolor?
La segunda escena ocurrió hace un mes. La maestra de Lengua enseña morfología. Género masculino y femenino: los y las. Un niño pregunta: “¿Y les?” La maestra responde: “Eso es para afuera de la escuela. Adentro del aula hay solamente femenino y masculino.” Los grupos de papis y mamis se dividen entre los a favor y los en contra. El niño que pregunta queda en la misma encrucijada que la nena de la escena anterior. Está preocupado por el lenguaje. No tiene problemas de comprensión. Tiene preguntas. Ahora, gracias a la sanción habilitada, los grupos de padres pueden convertirse en grupos SWAT para marcar hablantes. ¡Señorita! ¿A quién está sacando afuera de su aula? ¿Pueden las minorias ser mayoría, o habrá que pedir permiso para ir a hablar al baño?
El gobierno de Larreta asegura haber hecho un testeo para ver cuántos alumnos quedaron fuera de los parámetros elementales por culpa del confinamiento, pero es posible conjeturar que lo que se está testeando es hasta dónde le conviene a su partido estirarse hacia la derecha. La escuela, convertida en laboratorio electoral, podrá demostrar, con el lenguaje como rehén, cuántos festejan, cuántos posibles votantes están dispuestos a levantar(nos) la mano.
Duro golpe para el feminismo
¿Qué tiene que ver Larreta con Johnny Depp? Hoy sus nombres aparecen unidos en el tan mentado duro golpe que se viene reclamando hace rato. Las censuras olímpicas así como los juicios mediáticos, como el de Oscar Wilde, Lorena Bobbit , O. J. Simpson y el de Johnny Depp, tienen un efecto ejemplar, para aquí y para allí. Ninguno es definitivo. ¿Cuál es este? Merece otro artículo más extenso y divertido como lo fue el mismo show. Por el momento, solo anotar que Johnny Deep había perdido el primer juicio acusado de violencia. Que luego Amber Heard publica un artículo, donde sin hablar del caso, se posiciona como una suerte de paladina de la lucha contra la violencia doméstica. Y aquí es donde empieza el nuevo capítulo. Hay un límite.
La metáfora de la ola feminista alienta la expectativa de que una vez que el tsunami pasa, las cosas vuelven a la normalidad. A la potencia de cambio en la vida cotidiana y en las políticas públicas que el feminismo ha logrado a lo largo de más de un siglo, se contrapone la pregunta insistente: “¿Y cuando la terminan?”. Si lanzáramos una aplicación donde usuarios y usuarias del mundo pudieran apostar qué día se disuelve #NiUnaMenos, a qué hora se acaba el #MeToo y cuándo se dejan de joder con el #LenguajeInclusivo, podríamos juntar fondos para subvencionar tareas de cuidado, redistribuir la riqueza de un modo más justo y ecológico, e irnos a la playa a descansar de todo.
No se levantan apuestas sobre cuándo va preso Juan Darthés, auto recluido en Brasil. Ni hay pronósticos sobre cuándo baja a cero la estadística de femicidios, travesticidios y crímenes de odio. Sin el menor pudor ante el fallido, cada vez que no es un hombre sino una mujer la que miente o la que mata o la que pierde el juicio, se habla del duro golpe para el feminismo. Netflix, uno de los mayores proveedores de sentido, acaba de aumentar considerablemente los programas de stand up dedicados a hacer chistes sobre las mujeres amargas, las minorías quejosas que la corrección política esquematizó.
Difícil encontrar en esta temporada una serie donde no se haga referencia a que el feminismo pasó de moda así que ahora otra vez se puede, se puede. ¿En Estados Unidos se termina la corrección política y se pasa al tiroteo? Se mide el efecto nocivo de las políticas de cancelación y escrache a mansalva, pero eso no significa llamarse a silencio. Podrán morir los hashtags y ser velados por los memes y los trolls. Pero eso no es el feminismo ni su muerte. El duro golpe, después de todo, es una expresión muy apropiada, no tanto por su supuesto efecto destructor sino por el caudal de odio que requiere producir para sostener carreras políticas, revanchas machistas y millonarios cachet.