Reunión es la primera novela de Natasha Brown, que antes de escribirla estudió matemáticas en Cambridge y trabajó durante diez años en una empresa financiera inglesa. Se trata de una novela excelentemente escrita, corta, dividida en fragmentos muy variados en cuanto a los recursos literarios (con y sin título; prosa siempre simple en sintaxis pero compleja en contenido; algo de fluir de la conciencia; pequeñas escenas). Describe (más que narra) la situación de una mujer joven (milenial) que ha triunfado en las finanzas y ahora tiene la oportunidad de entrar por casamiento a una familia inglesa tradicional, rica, progresista. Ella se define como “de color”, con antepasados jamaiquinos. No tiene nombre, con lo cual parece representar en gran parte las vidas, sufrimientos y problemas de muchas mujeres como ella.

La novela es una especie de diario reflexivo en el que, en una prosa muy escueta incluso cuando se vuelve onírica, la primera persona piensa el lugar de una mujer negra en la sociedad inglesa contemporánea y descubre que el éxito económico de que disfruta cuando escribe es una cárcel cruenta porque para seguir en carrera, necesita negarse a sí misma. Y el “ascenso” y sus exigencias no terminan nunca. Jamás se llega.

El libro de Brown gira alrededor de varias explicaciones sobre lo que sucede: la primera es la de los “mandatos” familiares y sociales, que para la protagonista se hacen cada vez más intolerables. La pobreza de su familia y su país de origen le exige que demuestre que nada va a detenerla. Pero en la reunión con la familia de su novio (blanco y rico), se pregunta “¿Qué hago yo aquí?” Y es que las reacciones de los que la rodean la ahogan y ella piensa cada comentario y movimiento para “integrarse”, para “desaparecer” (un verbo interesante). Los mandatos le dictan todo: “qué debo hacer. Cómo debo vivir. Qué me debe gustar”. Ella quiere creer que la opción es suya (“Yo elijo”) pero la verdad es que se ha convertido solo en “eso en lo que me mandaron convertirme”. Y por eso, el ascenso mismo es una condena para ella: “¿Cuándo se acaba? ¿Y adónde me ha conducido a mí? A más y más de lo mismo”.

Por otra parte, ese ascenso social es lo que se llama en Estados Unidos la “falsa promesa”. Porque incluso si ese triunfo importara, el color de la piel hace imposible que ella “se integre”. Casi en el final, Brown introduce la serie de “Figuras” que prueban que el racismo europeo existe: por ejemplo, el momento en que un empleado la saca de la cola de primera en el aeropuerto sin mirar el pasaje porque con solo ver que es negra, tiene que viajar en clase turista. Inglaterra nunca la considerará igual a los blancos: “Nacida aquí, padres nacidos aquí, y sin embargo, nunca de aquí. Esa cultura (inglesa) se convierte en parodia sobre mi cuerpo”. Incluso cuando se deja “convertir” en otra, su lugar social es solo una “parodia”.Claro que, además del racismo, está el problema de la clase social. En la reunión con los padres del novio, en medio de los símbolos del dinero, ella se da cuenta de que las diferencias son irreductibles. Para él, “las mejores cosas de la vida son gratis. Todo esto era, es gratis para él”. Por eso, él y los demás están ciegos a los límites económicos de los demás. Por el racismo y el clasismo, ella es Otra y los blancos ingleses la miran de otra forma: “desde el colegio, les enseñan a ver nuestros cuerpos (a nosotros) como objetos. Aprenden la división entre países desarrollados y países subdesarrollados como si fuese mera geografía: tan incuestionable como las montañas”.

Ese es el tercer punto importante: la Historia imperialista británica (europea, dice Brown) tiene un peso enorme en la vida de la protagonista. Brown describe con exactitud el momento de revelación en que su personaje entiende que las superpotencias “no son superiores. No son nada sin una relatividad impuesta brutalmente. No hubo jamás ningún absoluto, ningún decreto divino. Solo un viscoso y caprichoso azar", azar que Inglaterra se dedicó a “borrar con facilidad pasmosa, los hechos de la historia británica no bélica del siglo XX se extirparon de la memoria colectiva”. En las escuelas se los reemplazó por “cuentos de hadas” sobre “un gobierno imperial benévolo”, que, según el relato falso de la esclavitud, liberó a los esclavos comprándolos a sus amos durante la Abolición. Y justamente esa “retribución” es el origen de la fortuna de la familia del hombre con el que ella podría casarse. Pero ahora que se da cuenta, ella siente que ya no tolera lo que llama (con toda razón) cosificación aplastante.

¿Es Reunión una novela de protesta? No del todo. Tal vez de denuncia. Como dice el historiador Howard Zinn, para protestar hay que tener una meta, una esperanza. La narradora de Brown no la tiene. Prefiere el suicidio, dejarse morir para no seguir siendo la que le piden los mandatos. Desde su ascenso, la mandan a escuelas a hablar con las niñas sobre las posibilidades de “llegar”, sobre la “meritocracia” de la que ella sería un ejemplo. Y –ahora lo sabe-, cuando lo hace, está traicionando a las suyas, enseñando a las chicas que “ellas también debían aguantar”. Para no apuntalar así “ese constructo”, opta por no tratar su cáncer, elige “el desmontaje de la construcción. Un retorno, afortunadamente, al polvo”. Y con eso, todo -la falta de nombre de la protagonista, la historia borrada, la ceguera social de clase, el racismo, el peso de los mandatos- aparece también como un cáncer terminal de la cultura inglesa. Y no es una enfermedad nueva: los que venimos del subdesarrollo, dice la narradora, “recibimos odio. El Frente Nacional perseguía, apuñalaba, erradicaba. Churchill creó fuerzas especiales para echarnos. Por una Inglaterra blanca”.

La novela pinta a Inglaterra desde el margen, a pesar de que la primera persona puede decir “Tengo todo”. A pesar de que, según los ingleses, ella “llegó”. La pintura de Brown es de una contundencia implacable. El problema es que el personaje, que ve con claridad el punto exacto en que está la globalización europea pero no encuentra salida, no tiene un grupo al que unirse. En soledad absoluta, baja los brazos. Hace lo que le pedían: “desaparece”. Para que fuera una novela de protesta, haría falta una segunda parte sobre esa tragedia, una que busque un camino, una puerta colectiva.