Estos ensayos examinan un lado de la venerable controversia conocida como el conflicto entre ciencia y religión con el propósito tanto de cuestionar la legitimidad de la pretensión que formulan sus exponentes de hablar con la autoridad de la ciencia como de plantear dudas sobre la calidad de pensamiento que subyace a esta pretensión. Propongo que el modelo del que parten estos escritores es la ciencia tal como entendieron esa palabra ciertos pensadores influyentes en la temprana edad moderna, a fines del siglo xix y en la primera mitad del siglo xx. Si bien es cierto que en el mismo período y la misma cultura estaban emergiendo una física y una cosmología nuevas y modernas de verdad, ambas están conspicuamente ausentes, ayer como hoy, de los argumentos de estos autoproclamados defensores de la ciencia, la razón y la ilustración. Los términos muy estrechos que consideran adecuados para abordar el asunto en torno al cual ha girado siempre la controversia, el origen y la naturaleza de nuestra especie, arrojan inevitablemente una concepción de la humanidad que es ella misma muy estrecha, puesto que excluye por fuerza virtualmente toda la observación y especulación que sobre este tema han aportado a lo largo del tiempo aquellos que están fuera de ese círculo cerrado llamado pensamiento moderno.

Es claro que hay un generoso elemento de arbitrariedad en la postura que adoptan estos autoproclamados racionalistas. Si una dijera: "O bien Dios creó el universo, o bien el universo es producto y consecuencia de las leyes de la física", podría objetarse que estas dos afirmaciones no son incompatibles, que no se excluyen mutuamente. Pero lo convencional es considerar que la segunda excluye la primera. A los efectos de la argumentación, supongamos que lo hace, y que los orígenes del universo pueden ser considerados desprovistos de cualquier implicación teológica. De igual modo, si la evolución no debe ser reconciliada con la fe, como creen muchas personas religiosas y también muchos científicos, supongamos, nuevamente a los efectos de la argumentación, que la vida compleja es simplemente otra instancia más en la que la materia elabora las permutaciones que tiene a disposición.

Concedidos estos dos puntos, ¿hay algo más que decir aparte de que la existencia, expurgada de mito, desconsagrada y desembrujada, es simplemente ella misma? ¿Hay otras implicaciones? Este mundo iluminado por las estrellas sigue siendo el mundo, es de suponer, y cada parte de él, incluida la humanidad, permanece inmutable en su naturaleza, encarnando aún la historia que es también su ontogénesis. Creo que ningún racionalista disputaría esto. Algunos podrían argumentar que la vida, ausentado el mito, se vería librada de ciertas graves ansiedades e ilusiones, así como también de hostilidades, pero esos cambios no llegarían a tocar nuestros yoes esenciales, formados como lo han sido a través de la adaptación biológica.

No hay razón para suponer que llegar a la verdad hubiera de empobrecer la experiencia, por mucho que pueda cambiar las maneras en que se despliegan nuestras dotes y energías. De modo que nada relativo a nuestra ascendencia común con el simio puede concebirse como capaz de alterar el hecho de que los seres humanos son los creadores de la historia y la cultura. Si "mente" y "alma" no son entidades por derecho propio, son al menos términos que han resultado útiles para describir aspectos de la expresión y experiencia de sí de nuestro altamente complejo sistema nervioso. Los datos de nuestra naturaleza, el hecho de que somos tan brillantemente creativos como brillantemente destructivos, por ejemplo, persistirían como hechos con los que habría que lidiar incluso si considerásemos que la palabra "primate" nos describe de manera exhaustiva. Estoy al tanto de que ciertos escritores han esgrimido el argumento, o al menos la aseveración, de que el conflicto surge de la religión y más especialmente de la diferencia religiosa. Harían bien en consultar a Heródoto, o en repasar la carrera de Napoleón Bonaparte. Las extrapolaciones a partir de sucesos contemporáneos parten de una base demasiado estrecha como para sustentar una afirmación global de este tipo. Y esta tesis sobre los orígenes del conflicto es novedosa en la larga historia del debate acerca de los orígenes humanos, que típicamente ha argumentado que el conflicto es natural en nosotros, como lo es en los animales, y que si no es bueno en ningún sentido corriente, es al menos necesario para nuestro mejoramiento biológico. Pero si atribuir el conflicto a la religión -y sustraer, al hacerlo, la hostilidad y la violencia de un marco de interpretación darwinista o incluso freudiano- constituye un desvío respecto de la tradición, sí resulta familiar como estrategia para preservar una conclusión preferida reclutando cualquier racionalización que parezca sustentarla. La religión ha sido siempre el antagonista para esta tradición, que la deplora ya en cuanto fomentadora de una compasión disgenésica, ya como instigadora de la opresión y la violencia.

Los argumentos modernistas o racionalistas no son armónicos entre sí, excepto en su conclusión, que claramente preexiste a sus diferentes justificaciones. Esta conclusión sostiene, dicho muy sucintamente, que el positivismo está en lo correcto al excluir del modelo de la realidad todo aquello que la ciencia no sea (o haya sido) competente para verificar o falsificar. Aunque esta perspectiva tiene sus méritos en determinadas circunstancias, se ha enquistado dentro de una vieja polémica, y pese a su influencia profunda y continua en el moldeamiento de la posición que en la controversia es llamada moderna o científica, no supo desarrollarse y se ha convertido de hecho en el gemelo malogrado de la ciencia moderna. El positivismo se propuso desterrar el lenguaje de la metafísica como carente de significado, y en lugar de este suministró un vocabulario conceptual sistemáticamente reduccionista, en particular en las diversas interpretaciones de la naturaleza humana que pareció suscribir. Sencillamente no hay manera de reconciliar las visiones del mundo de Darwin y Freud, o cualquiera de ellas con las teorías de Marx o Nietzsche o B. F. Skinner. Lo único que tienen en común es el supuesto de que la concepción occidental de lo que es el ser humano ha sido fundamentalmente errónea. Es (además) una concepción basada en gran medida en narrativas y doctrinas religiosas, y la religión ha sido objeto de su explícito rechazo. Pero las tradiciones clásica y humanista, también ellas profundamente influyentes en el pensamiento occidental, quedan del mismo modo excluidas de estos modelos diversamente deterministas y reduccionistas de la naturaleza y la motivación humanas.

Consideremos la noción del ser humano como microcosmos, como un pequeño epítome del universo. La idea persistió desde los inicios del pensamiento filosófico hasta el inicio del período científico moderno. En el pensamiento de Heráclito somos de la misma sustancia que el fuego, que es la esencia del cosmos. Dado que para Leibniz las mónadas son los componentes fundamentales del universo, dentro de su esquema somos una clase de mónada cuyo carácter especial es reflejar el universo. A través de sus múltiples variaciones, la idea del microcosmos afirmó un profundo parentesco entre la humanidad y la totalidad del ser, parentesco que el sentido común debería alentarnos a creer que existe de hecho. Sería más que milagroso, efectivamente un argumento a favor de algo así como una creación especial, si nos distinguiéramos en algún sentido del ser en su conjunto. Nuestras energías solo pueden derivar de, y expresar, el fenómeno más amplio de la energía. Luego está esa inquietante compatibilidad entre nuestros medios de conocimiento y el universo de las cosas por conocer. Sin embargo, mientras que nuestra capacidad para describir el tejido y las dimensiones de la realidad ha experimentado una asombrosa profundización y expansión, nos hemos apartado de la antigua intuición de que somos una parte del todo. Es difícil decir qué podría implicar tal reconocimiento, de ensayarse sobre la base del conocimiento actual, pero los extraños comportamientos de los quarks y los fotones podrían ensanchar nuestro sentido de la naturaleza misteriosa de nuestra propia existencia. La tracción del reduccionismo podría ser equilibrada por una fuerza compensatoria.

El modelo sumamente trunco del ser humano que ofrecen los escritores de la tradición que ha dominado el debate desde el inicio del período moderno es una clara consecuencia del rechazo positivista de la metafísica. Es cierto que la especulación filosófica era el único medio que tenía a disposición la antigua tradición que ponderó ideas como la del alma humana como microcosmos. No obstante, la percepción de que, junto con los simios, participamos de una realidad vastamente más amplia que el mundo sublunar de la caza, la recolección, el apareamiento, el territorialismo y demás es indisputable. Si damos por sentada la evolución, sus materiales solo pueden haber sido la sustancia a la que le sería inherente una brillante complejidad desde mucho antes de la primera generación de estrellas, por elegir una fecha al azar. No cabe imaginar que el carácter de la materia no haya afectado profundamente las formas en las que ha emergido nuestra realidad.

Es históricamente accidental que la metafísica que se ocupó de nuestro ser en esta escala fuera la teología, o se le pareciera, y que la religión fuera considerada el adversario del verdadero entendimiento. Un intento de reintegrarnos en nuestro marco cósmico podría parecer teología, o misticismo. Si ese fuera el caso, sería en gran parte consecuencia del hecho de que se ha permitido que el sujeto se atrofie, y sería de esperar que quienes lo recogen se vieran encauzados hacia un vocabulario viejo. Es posible que esto sea un poco vergonzoso, después de la larga cruzada de desmitificación. Pero este tipo de consideraciones no deberían determinar el curso de la ciencia.

Hay otro sentido en el que ha quedado trunca la conversación moderna. Si la naturaleza humana es el asunto que aflora cuando están en discusión nuestros orígenes, entonces todo lo que podamos saber acerca de nuestro pasado es sin duda pertinente y las generalizaciones infundadas son en el mejor de los casos una distracción contra la que hay que precaverse. Que debamos dejar fuera de consideración los datos históricos, el registro que hemos llevado de nuestra estadía en este planeta, puede reflejar el cisma en la vida intelectual occidental que alienó a la ciencia de los estudios humanistas. Pero el cisma mismo tiene sus orígenes en el rechazo por parte del positivismo y de voces influyentes de la temprana ciencia moderna de los términos en los que se interpretó y registró una parte tan grande del pensamiento y la memoria colectiva.

Un fenómeno asociado es la noción de que sabemos todo lo que necesitamos saber por habernos familiarizado con unas pocas fórmulas simples. Hemos sido optimizados por la competencia y el ambiente, estamos determinados por fuerzas económicas y medios de producción, somos herederos de una culpa originaria, somos moldeados por experiencias de frustración y reforzamiento. Todas estas son afirmaciones que han dado forma al pensamiento moderno. Pero no pueden ser reconciliadas entre sí. El neurasténico freudiano no es el primate darwiniano, que tampoco es el proletario marxista, que tampoco es el organismo al que el conductismo puede moldear mediante un régimen de experiencias sensoriales positivas y negativas. Reconocer un elemento de verdad en cada uno de estos modelos es impugnar las pretensiones de suficiencia descriptiva que formulan todos ellos. Lo que sí tienen en común, además de la pretensión de suficiencia, es una exclusión de los testimonios de la cultura y la historia. Sus afirmaciones fundamentales hacen irrelevante cualquier otra información, o la subordinan a la clase de explicaciones que se avienen con la teoría preferida. ¿Qué es el arte? Un medio para el cortejo sexual, aunque los artistas puedan haber sentido que era una exploración de la experiencia, de las posibilidades de la comunicación y de la extraordinaria colaboración entre el ojo y la mano. Los antiguos conquistadores pueden haber tenido la intención de arrojarse contra las murallas del destino y la mortalidad, pero en realidad, por medio de toda esa miseria y disrupción, solo estaban tratando de cortejar a las hembras. El yo freudiano se ve necesariamente frustrado en sus deseos, y por lo tanto genera arte y cultura como una suerte de ectoplasma, una sublimación de impulsos prohibidos. Parecería entonces que lo primero que hay que saber sobre el arte, cualquiera sea la explicación de sus motivos y orígenes, es que sus creadores obran bajo los efectos del autoengaño. Leonardo y Rembrandt pueden haber pensado que eran investigadores competentes por derecho propio, pero nosotros los modernos somos más entendidos.

 

No hace mucho leí a una clase de jóvenes escritores un pasaje de The American Scholar (El escolar americano) de Emerson que dice: "En silencio, con determinación, en su severa abstracción, el escolar se sostiene solo; añade una observación a otra, a pesar del descuido, a pesar del reproche, y espera su oportunidad, feliz por sentir la satisfacción de haber visto hoy verdaderamente algo. El instinto lo lleva a decirle a su hermano lo que piensa. Se da cuenta de que al descender a los secretos de su mente, ha descendido a los secretos de todas las mentes". Estas palabras causaron una cierta turbación. El yo ya no es considerado algo a lo que quepa acercarse con optimismo, ni en lo que se pueda confiar que sea capaz de ver algo verdaderamente. Emerson describe la gran paradoja y privilegio de la individualidad humana, un privilegio que se ve impedido cuando se trivializa a la mente o se cree haberla desacreditado. Es hartamente necesario examinar de nuevo el manojo de certezas que, juntas, trivializan y desacreditan.