A Jorge Cachero

Acabo de despertarme. Tuve un sueño extraño, mi hermano Radamés estaba del lado opuesto de nuestro río. Yo quería cruzar pero un temor ciego me lo impedía. Radamés me gritaba: cruzás y hacemos lo de nuestro padre. Me decía a mí mismo: ni lo uno ni lo otro, mientras nuestros rostros se reflejaban en las agua. En ese instante me desperté.

El sabor desagradable de la angustia que me invadió hizo que abriera las persianas y dejara penetrar la fría luz de la luna que se elevaba sobre el río. Por unos instantes, como si persistiera en el sueño, dudé acerca de dónde estaba. Tuve que repetirme: Estoy en Rosario, en mi departamento del noveno piso, en la avenida costanera. El río es el Paraná. Sí, sí. Soy yo… Kefrén, hermano de Radamés, hijo de Sofer. Me cuesta repetir su nombre, al margen de que sea susceptible al olvido, como un escrito en el agua.

Nos hemos acostumbrado al nombre a fuerza de repetirlo, pero fuera de una presentación o de una pregunta, pocas veces lo decimos. Lo sustituimos con el pronombre usual, así que… por otra parte, es este vicio de la escritura el que suele hacerse cargo de él, lo cual lo aleja aún más de una correspondencia…

No en vano ahora, tan cerca del final, me asaltan estos pensamientos. No en vano fue la gente de mi pueblo la que inventó la escritura. En Naucratis, Zeuz, cuyo emblema es el Ibis, descubrió el número, el cálculo, la geometría, la astronomía, los dados y la escritura. Desde Tebas Hekatómpylos, reinaba Zamus, que pondría en juego conceptos como solidaridad y justicia, que no suelen ser predominantes. Zamus, obrando como un padre, consideró que la escritura sería perjudicial porque favorecería no solo la pereza sino el engaño. Sin embargo, yo que había leído “Las mil y una noches”, no podía aceptarlo, me apasionaba la literatura, me atareaba la complejidad de la letra en el logos y nociones como ficción y verdad, lenguaje y mundo. Por de pronto, comprobar que el lenguaje, al ser sucesivo, dista mucho de lo que consideramos real, que es simultáneo, por lo cual es absurdo considerar superiores los sonidos que coercionan a mi patria, el francés y el inglés, nombrando a la noche y la muerte: Nigth, Nuit, Death, Décès, pese a que para nosotros son: lail, almawt, y lo seguirán siendo más allá de como las nombremos, tal como a “Las mil y una noches”, “'alf laylat walayla”. Pero, me referiré a almawt… Referiré la muerte de mi padre, tal como la pergeñamos, con inescrutable atavismo, inadmisible y a la vez inquietante. Siento que debo referirla para librarme de ella.

Nuestro padre era un hombre intolerablemente imperioso y abusivo. Ocupaba un alto cargo en la policía secreta del rey Faruk y ejercía impúdicamente la tortura como una condición infalible del éxito. La imponía no sólo en su trabajo, sino con nosotros, predominantemente con Radamés, por haber elegido como pareja a alguien del mismo sexo, y con nuestra hermana, casada sin que consintiera. Yo, para poder seguir letras, tuve que colaborar con la policía secreta, no sin recibir severos castigos por la ineptitud con que sobrellevé esa tarea. Por otra parte, lo poco que aproveché de esa práctica infame, me sirvió para tramar lo que emprendimos con mi hermano.

Una noche desatinada en que ambos consumíamos el opio tebaico, Radamés me preguntó: ¿Existe una palabra que sirva de regla práctica para toda la vida? Pensé en la palabra reciprocidad. Decidimos que podíamos aplicarla literalmente y hartos ya del maltrato, nos dimos a tejer la tela de la trampa.

Mi padre andaba tras los integrantes del Movimiento de Oficiales Libres, que preparaban el golpe que darían en julio del cincuenta y dos. Mediante un ardid complicado de detallar, le hice creer que entraría en contacto con un oficial del grupo, en las inmediaciones de Luxor, la antigua Tebas Hekatómpylos. Yo lo acompañaría para disuadirlo de cualquier suspicacia. A fines de mayo, cuando los rumores del golpe ascendían considerablemente, pusimos en marcha nuestro plan.

Hacia el atardecer del veintinueve, donde unas esfinges de carnero que representan a Amón custodian desde milenios el incesto sagrado de los antiguos faraones y el filicidio de quienes contradicen el deseo imperial, esperaba agazapado Radamés. Recuerdo la mirada de nuestro padre cuando lo vio: primero de sorpresa, después de incomprensión. Creo que no creyó que sería ejecutado. Radamés apresuró el puñal. Yo me creí capaz de acompañar su cólera, pero a último momento me paralicé y antes de exhalar su último suspiro, mi padre alcanzó a disparar y Radamés cayó como fulminado por un rayo. Lo demás fue irreal. Un miedo incontrolable me echó a correr entre las enormes columnas del templo de Karnak y los símbolos esculpidos sobre la antigüedad de la piedra, que parecían deletrear mi aciago destino.

No podía volver a El Cairo; deambulé por las calles de Luxor, atormentado durante la noche que me devolvía los rostros de mi hermano y de mi padre, recriminando mi cobardía. Nada es más patético que un hombre crea lo que no es. Yo era sólo un pobre estudiante de letras que soñó homologar inútilmente a Macbeth, a Raskolnikoff o Ivan Karamasov… Me sentía deleznable, y como tal huí por los barrios de Luxor, entre las oscilaciones de las sombras proyectadas por las ruinas gigantescas, que recordaban nuestra energía salvaje y titánica del tiempo pasado, mientras la arena hostil, acarreada constantemente por el viento cálido, parecía dispuesta a cubrirlo finalmente todo.

Uno o dos días después, contrarrestando el temor de ser descubierto, alcancé la ribera noroeste del Nilo y una faluca morosamente me condujo hasta el puerto de Alejandría. Egipto sufría un control absoluto por parte de los franceses y los ingleses, y de caer en sus manos debería explicar muchas cosas. Por suerte, en el puerto sentí que el destino se congraciaba conmigo. Subí a un barco de bandera española, el Cervantes, cuyo capitán sospechando mi situación accedió a darme trabajo.

Recuerdo que dijo: sólo es incapaz de una culpa quien ya la cometió y se arrepintió. No podía saber que eso no era suficiente para mí. Suficiente fueron los días en que terminé de aprender la lengua del Quijote, mientras visitábamos algunos puertos del Mediterráneo y otros de Sudamérica, antes de arribar al puerto de Rosario. Aquí sentí que ya estaba lo suficientemente lejos de mi patria y de los sicarios de mi padre, pero no del remordimiento por haber condescendido a lo que no pude ejecutar.

Ese remordimiento se fue una mañana, no mucho después de haber conseguido una cierta estabilidad y poder ubicarme en el lugar donde vivo. Miré las salidas del sol y de la Luna como si se desprendiesen del lecho del río, lo que jamás vi en mi tierra, donde el sol parece salir del desierto. Se me reveló, inmediatamente, algo así como una nueva versión de antiguas divinidades astrales y una emoción subyacente me devolvió a mis cosas de siempre. El libro de “Las mil y una noche” sobre la cómoda, mis hojas y el borrador sobre el escritorio. El reloj de arena deslizando en mínima fluidez el inconmensurable paso del tiempo que mitiga los recuerdos, una foto de Radamés, desde la que me mira con indulgencia, como si hubiese perdonado mi actitud de ese día.

 

 

 

Decidí salir y caminar hacia la explanada de La Fluvial como lo había hecho la primera vez. Me senté en uno de los bancos, como la primera vez, dispuesto a demorarme en la ensoñación de las aguas, con la tremulación que me causaba la sensación de estar desdoblado en el tiempo, como si estuviese contemplando a la vez las aguas del Paraná y de su hermano, el Nilo.