El hotel Biltmore, inaugurado en 1923 en el downtown de Los Angeles, el centro de la ciudad, es una belleza decadente de más de 600 habitaciones, uno de los edificios que se destacan en esa pequeña isla de rascacielos que corona las colinas y los suburbios. Los interiores están decorados con frescos y murales, columnatas y fuentes de mármol; un ángel ubicuo se asoma en los rincones y las cortinas son pesadas, lujosas, como las alfombras. Los salones tienen nombre: el Cristal, por ejemplo, fue pintado a mano por el artista italiano John Smeraldi, que también trabajó en el Vaticano y la Casa Blanca. Los candelabros son austríacos e italianos: algunas puertas de bronce son españolas y hasta hay un reloj astrológico. El salón Esmeralda, el Tiffany, el Dorado: tienen pinturas de los reyes de Castilla y Aragón y algunas de las barandas doradas conservan vetas de oro. Es una elaborada, barroca, fantasía romano-castellana, una decoración intrincada, excesiva y si, muy hermosa. El Biltmore fue el lugar donde se decidió la creación de los premios Oscar y donde se hicieron las ocho primeras ceremonias, en los años 30 y 40. En 1929, el Zeppelin paró sobre el hotel y los pasajeros recibieron una comida elaborada por el staff de la cocina. John F. Kennedy tuvo su centro de campaña presidencial en el hotel y también se alojaron los Beatles. Es escenario de muchas películas y series: Barrio Chino de Polanski, Los Fabulosos Baker Boys, Cazafantasmas, Nace una estrella, Mad Men, The West Wing: rodaron videos ahí Janet Jackson, Britney Spears, Ed Sheeran, Taylor Swift, Jennifer Lopez.

Todo es glamour puertas adentro. Aunque algunas cosas fallan. El hotel no tiene servicio de habitación, por ejemplo. Tampoco llaman taxis y recomiendan el uso de Uber o cualquier servicio por el estilo. Muchos de los salones están cerrados. Debe ser caro de mantener pero eso no es todo: el Biltmore está en una de las áreas más difíciles de una ciudad compleja como Los Ángeles, donde la desigualdad es tan extrema que resulta increíble, de película (justamente). A pocas cuadras del Biltmore está Skidrow, el interminable “barrio” de personas en situación de calle, más de 60 manzanas de carpas (por lo menos para quienes tienen la suerte de tenerlas). De noche, incluso desde los pisos más altos del hotel, se escuchan las peleas en la calle, los gritos de desesperación. La clientela del Starbucks de la esquina es una mezcla de turistas con gente que vive en la calle y tiene los dedos y labios quemados de fumar metanfetamina. Dos de las tres personas que caminan por la calle es adicta, enferma psiquiátrica o alguien que no tiene donde vivir. La gente se inyecta en la vereda, bajo el sol californiano en su espléndido mediodía. La plaza frente al hotel está cubierta de gente sobre sus colchones, muchos de ellos armados de tablas de skate sin ruedas para pelear por su lugar. Hay afroamericanos, blancos, asiáticos, jóvenes, viejos, adolescentes. Los negocios de los alrededores se dividen entre los que se reservan el derecho de admisión y los que anuncian que su política es atender a todos. Volver al Biltmore después de un paseo por el barrio –que, en su locura, incluye un museo de arte moderno fabuloso, The Broad, que además es gratuito-- es como volver a un refugio demencial, el de los últimos privilegiados mientras afuera la ciudad se derrumba, el mundo está de rodillas. La gente, la muchísima gente que recorre el centro sin rumbo, no parece peligrosa, pero nunca se sabe cómo pueden reaccionar porque están enfermos. Evitar las avenidas es peor: las calles paralelas están tomadas por los adictos que se buscan las venas en brazos y piernas, muertos de frío bajo el sol, algunos inconscientes, quizá agonizantes. Y esto ni siquiera es Skidrow, apenas sus estribaciones. Todo el centro es una mezcla desquiciada de art nouveau, obra de Jeff Koons y Warhol en los muchos museos y capillas para exprés para casarse en segundos junto al edificio Bradbury, de 1983, donde se filmó Blade Runner por ejemplo, y que está cerrado por restauraciones.

El Biltmore también es famoso por la leyenda del fantasma de la Dalia Negra. Es el sobrenombre de una mujer joven y hermosa, Elizabeth Short, una chica de Boston que la había pasado mal en la infancia: su padre, supuesta suicida, reapareció vivito y coleando cuando ella tenía 18 en California. Elizabeth decidió ir a vivir con él, en parte porque una enfermedad pulmonar le exigía un buen clima, en parte porque le había ido mal en la escuela y quería probar suerte en Hollywood. En 1946 se mudó a Los Ángeles, donde trabajó como moza y, aunque se sabe que quería actuar, nunca consiguió un papel. En enero de 1947 se fue a visitar a un chico a San Diego; él la trajo de vuelta a Los Ángeles y la dejó en el hotel Biltmore. El staff del hotel recuerda que usó el teléfono del lobby. Esto fue el 9 de enero. Por la mañana del 15 de enero apareció su cuerpo, cortado en dos, bien lejos del hotel, en un área llamada Leimert Park, que entonces apenas estaba urbanizada. La encontró una mujer que vivía cerca de ahí y caminaba por el lugar con su hija de tres años. Elizabeth había sido cortada a la altura de la cintura, las dos mitades de su cuerpo estaban muy cerca, y no había sangre en el lugar: el asesino la bañó y la desangró. Su boca también estaba mutilada, en una sonrisa de Joker extrema: le abrieron las mejillas desde la comisura de los labios hasta las orejas. Los intestinos, que asomaban de la herida, fueron ubicados bajo sus nalgas; el asesinó también se quedó con parte de sus senos. Las manos estaban sobre su cabeza, las piernas separadas: la hicieron posar. Fue violada pero no se encontraron restos de esperma.

Por qué la odiaban tanto. Quién quiso exhibirla así, con esa sonrisa brutal y esa lubricidad necrófila. Poco se sabe de su vida aunque los rumores, como es lógico, son muchos: quién podía saber algo de una chica pobre en la ciudad terrible donde se vive a los codazos. Si conocemos su nombre es porque nunca se encontró a su asesino y el crimen sigue sin resolverse: se trata de uno de los más famosos en la historia criminal de los Estados Unidos. A quién llamó desde el lobby del Biltmore. Dónde estuvo toda esa semana perdida del invierno de 1947.

 

Se dice que el fantasma de Elizabeth recorre el piso 10 del Biltmore. Por qué el 10 no está claro: nadie parece haberla visto en los pasillos en vida. Su fantasma, aparentemente, es amable y, por suerte, es el de ella completa, no las dos mitades y la boca como de pez arrastrándose por los pasillos. El piso 10, donde estuve hace poco, es bien extraño. Junto a otra escritora nos encontramos en sus pasillos todos iguales, la misma alfombra, muchas paredes cubiertas de espejos lo que da un efecto de continuidad espeluznante, los carritos de limpieza solos, sin los empleados. “Pensé que era la única persona en este piso”, me dijo ella, con cierto temblor en las manos y un glamour guarro en los anteojos negros y las botas texanas. Yo también sentí esa soledad, ese silencio de un lugar hechizado. Salvo de noche, cuando incluso hasta el piso 10 y sobre el sueño eterno de Elizabeth Short llegan los gritos de quienes sufren y pelean en la calle, imposibles de silenciar y ocultar, lo mismo que las pipas, los papeles metalizados, el vómito y las jeringas que se limpian cada mañana espectral en el centro de Los Ángeles.