Es una mañana cálida de verano. Paula está en su casa, dibujando. En las vacaciones, disfruta levantándose tarde y dedicando muchas horas a lo que más le gusta hacer. Mientras sus hermanos menores dejan surcos alrededor de la manzana con la bicicleta, ella se queda en la mesa del comedor, rodeada de lápices de colores.

Paula tiene once años pero todos le dicen que parece mayor. Eso no le gusta, no puede manejar su cuerpo crecido, le dan vergüenza los cambios en su anatomía y que la miren por la calle.

Ya es señorita, y aquel episodio también la ruboriza de sólo recordarlo. Cuando vio su bombacha manchada no entendió qué le pasaba. No había hablado de eso con sus amigas de la escuela, a ninguna le había sucedido todavía. Tampoco había conversado sobre ese tema con su mamá. En aquella época no se hablaba de esas cosas, los acontecimientos de la naturaleza se tomaban como venían. Derecho viejo. Y su madre estaba muy ocupada con la casa y la familia numerosa para andar con delicadezas.

Esa mañana sus hermanas la buscan para pasear en bicicleta. No podés quedarte todo el tiempo adentro, con el día hermoso que hace. Paula se levanta, se acomoda los pantaloncitos cortos, se ata el pelo en una coleta, sale con la bicicleta, termina de dar una vuelta a la manzana y vuelve a encerrarse entre sus lápices de colores. Cuando le preguntan si no pensaba salir, ella, encogiéndose de hombros, responde: ya fui.

Se acerca el mediodía y la cocina es un ir y venir de cacerolas, hornallas y aromas tentadores. "Paula, me quedé sin manteca. Traeme un pan de doscientos gramos del almacén. Si querés, podés ir en bicicleta". "No, mamá, queda a una cuadra. Voy caminando".

A esa hora las calles del barrio empiezan a vaciarse. Con el calor de enero todos se refugian a la sombra. Paula camina mirando el piso, como es su costumbre, del lado de la pared, y lleva apretados los billetes en la mano. Sus hombros inclinados hacia adelante, como queriendo esconderse, sus piernas asoman desde el pantaloncito y recorren un largo trecho hasta las zapatillas. Ella creció de golpe y alcanzó la estatura que tendrá de adulta, pero sus once años se notan en su actitud tímida, o en sus pechos pequeños, que se insinúan bajo la remera.

Cerca de la esquina, en la calle desierta, alcanza a ver un par de zapatos grandes que vienen en dirección opuesta. Ella se arrima más a la pared, una mano sale de la nada y se mete entre sus piernas. Por unos segundos se queda paralizada, la mirada clavada en el piso mientras los zapatos se alejan hacia la otra esquina. En la boca del estómago le crece una piedra que no la deja respirar. Entonces, da un paso, después otro, despacio, hasta que llega al almacén, compra la manteca, paga, recibe el vuelto, regresa a su casa caminando lento, mirando la vereda, entrega el paquete a su madre y vuelve a sus lápices de colores.