Ernesto piensa en el Mundial y se avergüenza un poco de su pasión por el futbol. Sus círculos políticos lo miran con cierto recelo, los progresismos y las izquierdas lo odian; en los populismos, encuentra cierto cobijo. De a ratos. Pero se cansa cuando empiezan a analizarle el fútbol en clave geopolítica. Cuando Ernesto habla de fútbol, quiere hablar de fútbol: si el cinco polaco le recuerda al Tolo Gallego o es más parecido a Claudio Marangoni; si Arabia aplica el catenaccio o se la juega toda en ofensiva: si el mediocampo mexicano tiene el lujo que desparramaban Gerardo Martino con Juan Manuel Llop y el Yaya Rossi en el Newell’s de los ochenta.

De chico, no hacía otra cosa que darle a la pelotita, la mamá decía que sus sesos eran los gajos de una pelota. Juntaba figuritas, llenaba álbumes, jugaba a la tapadita y raspaba sus rodillas en el cemento de la calle, de la vereda, de la canchita del club de barrio y en los bordes de la vieja General Paz desde las diez de la mañana hasta que se iba el sol. Ese era el día perfecto en su infancia, pero había que construirlo todos los días. A veces hasta se convertía en una tarea tortuosa ir a juntar a los amigos y eventuales compañeros de equipo. Se tocaba el timbre, se golpeaba la puerta, o se aplaudía al grito de: ¿Sale el Néstor? ¿Tá Horacio? ¿Lo deja salir al Ricky?

Atilio, su actual archienemigo, es amigo de esa infancia de Ernesto. Jugaban juntos a la pelota todo el día. No paraban. Vivían a dos cuadras de distancia. Y la locura por el fútbol los unía. Se encargaban de todo, de la pelota, de juntar a la gente, de elegir el campo de juego, de armar los arcos con ropa o palos, de enojarse mucho en los partidos y de pegar la vuelta pasándose la pelota hasta la puerta de la casa. Escuchaban los partidos por radio, leían la única revista deportiva de la época cuando juntaban unas monedas y veían uno que otro partido que daban por televisión. En esos años no era común la televisación del fútbol, los programadores decían que no les rendía comercialmente. De vez en cuando iban a la cancha cuando las madres los dejaban; o se escapaban sin decir nada. Entraban gratis a los 10 o 15 minutos del segundo tiempo, cuando se estilaba abrir las puertas del estadio para que entraran los que llegaban tarde y los que no tenían un mango para la entrada.

Conseguir una remera del equipo del que eran hinchas, o de cualquier equipo, era casi una misión imposible. No pululaban las remeras del Manchester City entre los niños o del Nottingham Forest. Por eso era muy fácil escuchar: “Che verde, tocala” o “Celeste, jugá acá”, al referirse al color de la remera de un ocasional compañero de equipo.

En el club del barrio sí había camiseta y era un orgullo poder vestirla. Te sentías parte de algo. La imaginación se disparaba hacia la primera de algún equipo. Un sentimiento de grandeza, de representación simbólica. De algo especial que le inundaba la cabeza a Ernesto.

Quiso jugar en primera como gran parte de los argentinos, pero no llegó, no tenía condiciones. Pero siempre fue un apasionado del juego, del deporte, del negocio transnacional, del imperio del balón. ¿Qué se yo?, dice Ernesto, mientras ve pasar por la vereda a Ansia, la nueva camarera del bar, con un paquete de café gigante en la cabeza.

A pesar de la frustración de no ser, la pasión nunca se fue. Empezó a ir cada vez más seguido a la cancha a alentar a su equipo. Vienen a su mente las corridas a la salida, las avalanchas que le rompían la cabeza, el paty, el chori, las bolitas para que patinen los caballos de la policía montada. El olor a porro y a chivo, juntos. Pero después en la facultad empezó a escuchar que el fútbol estaba mal, que no dejaba pensar a las personas en los problemas políticos y sociales, que era el opio de los pueblos como en otro momento fue la religión. ¿Qué hacía con ese montón de compañeros y compañeras de izquierda con las que se llevaba muy bien y simpatizaba con su ideario y figuras políticas? ¿Y con los progresismos? El estructuralismo francés no quería saber nada de caños, gambetas y radio pegada en la oreja para saber cómo va el rival. ¿Y los populismos? Recién ahí se recostaba un rato, pero no mucho, ojo, depende el momento, es situacional, ja. Qué quilombo, pensaba Ernesto.

Y sin querer o no, se fue alejando un poco del fútbol, pero no podía dejar de escuchar los partidos los fines de semana. Ya no jugaba como antes, pero aprendió a convivir con una mirada crítica del fútbol, mientras seguía participando de asambleas universitarias. Iba por los pasillos de la facultad tratando de identificar con quién se podía hablar de fútbol. Luego vino la futbolización de la sociedad y ahí las posturas se pusieron más de punta. Nuevos análisis, nuevas coyunturas, nuevos autores opinando. Y muchos dólares para algunos pocos; y nada para los que la miraban desde la popular, como Ernesto.

Para ese entonces, Atilio ya había dejado de ir a la cancha. No le gustaba el clima. Ni tampoco la pelotita. Como el 10 y el 9, se distanciaron cada vez más, y cambiaron mucho cada uno. Hasta volverse indiferentes en muchas cosas. Vieron muchos partidos juntos, muchos mundiales, se abrazaron en la cancha. Cada uno conoce bien el olor a tierra en las piernas del otro, pero Ernesto piensa que a Atilio ya no le interesa mucho aquello. Su archienemigo ahora se dedica más al zumba, el body paiting, el aqua gym. Ya no escucha rock ni ve fútbol. Goza con los boleros latinos y el reggaetón. Sí hay que reconocer que Atilio se identifica mucho con los futbolistas actuales en la forma de vestir, de cortarse el pelo, de afeitarse, de escuchar música, de usar las redes sociales, de salir a bares y restaurantes, de sacarse fotos. Casi casi de vivir. Atilio vive casi como un futbolista actual, piensa Ernesto.

¿Pero eso es un futbolista?, se pregunta. Hoy sí. Definitivamente. Debe ser la dinámica de lo impensado de la que hablaba Dante Panzeri. Nadie sabe de fútbol, nadie, pero todos hablan. Atilio hace años que no menciona la palabra y, cuando ve alguna pelotita en la tele del bar, dispara el control hasta una novela turca. Sin embargo, Atilio se parece a un futbolista y yo a una bolsa de residuos, siente Ernesto.

 

De golpe, lo atropellan las preguntas. ¿Cómo le va a ir a la Argentina? ¿Será la Argentina que bailó a Italia como si estuvieran jugando al baby fútbol en un potrero de Villa Insuperable? ¿Qué onda Arabia Saudita? ¿Qué será de la vida del Pájaro Hernández, el Caniggia mexicano? ¿Y el polaco Gran Lewandowski la descoserá? ¿O será como el Gran Lebowski de los hermanos Coen? Qué lindo sería tirar unas paredes en el césped qatarí, piensa y pierde su vista en unas manchas de humedad que simulan la larga corrida de Burruchaga hacia el arco alemán en el Estadio Azteca. Ernesto sabe que tiene que repasar sus cábalas, porque el Mundial ya está a la vuelta de la esquina.