El Rubio, lo llamaba su esposa, la tía Roge. Ella, una maestra, gorda, morocha, de risa fácil, andaba siempre con niños revoloteando alrededor, de su guaradapolvos cuando estaba en la escuela o de sus polleras cuando andaba de compras o paseo por el barrio. Una mujer macanuda, según la acertada opinión de Roberto, el padre del Tito. Tenían un hijo ya grande, como de dieciocho, el Coco; un perro, el Chiquito y una cotorra, la Loli, que vivía en una jaula sobre la mesada de la cocina y mascullaba tres o cuatro palabras que ponían al perro de muy mal humor. Vivía con ellos doña Anita, madre de Rogelia y, claro, suegra del tío, que era el único, en toda la familia, que siempre le sonreía.

La casa del tío Enrique estaba frente a la plaza San Martín, la plaza donde el Tito, un luminoso día de Reyes, aprendió a andar en triciclo, impulsado por la mano de su padre y custodiado por el vuelo bajito del tío Enrique que le infundía ánimo al oído. La plaza estaba cerca del lugar más importante del pueblo, la heladería de Bertozzi. Sólo había que caminar una cuadra justo para el lado donde apuntaba el índice señero del Libertador. Y hacia allí iba el tío, pero no caminando, el tío iba volando para volver luego trayendo un helado de esos que venían entre dos tabletas y que parecían un sándwich. El tío era un campeón, superhéroe volador de pueblo chico, Siempre de traje y moñito, alto, flaco, rubio, de ojos celestes y pinta y actitud de atorrante simpático y entrador.

El tío se levantaba tarde porque le hacía muy mal madrugar. El sol de la mañana temprano le daba dolor de cabeza. Cuando el perro se subía a la cama con el diario entre los dientes y la tía le daba los buenos días trayendo el desayuno, había llegado la hora de despertarse, nunca ante de las diez. El perro y la tía amaban al tío. El Tito también lo amaba. Todos lo amaban.

El tío Enrique era inspector municipal, un tipo importante, controlaba la entrada de todos los espectáculos que había en el pueblo. Así era como el Tito entraba gratis al matinee de los domingos y a los circos, cada vez que llegaba uno. Pero aquella vez un espectáculo de lucha libre se presentaba en la cancha de Central Argentino. Como todos los años durante el verano, cuando el campeonato de futbol entraba en receso, el club alquilaba el campo de juego a un parque de diversiones, los quioscos, con sus muñecos de yeso como premio invariable, se alineaban en el perímetro, en el centro la gente circulaba curioseando, haciéndose ver y saludando con una sonrisa a amigos y enemigos o se subía a los juegos mecánicos allí instalados, la rueda gigante, de preferencia, porque desde esas alturas se engañaban creyendo observar todo sin ser vistos. Excepcionalmente, para la ocasión, habían construido un ring justo en el círculo central de la cancha. Alrededor del ring una serie de sillas armaban el ringside y más atrás, improvisadas gradas de madera hacían de tribuna popular.

Ahí no entró el Tito porque el tío fuera inspector, ahí entró porque, gracias a su impulso cooperativista y su amor por el fútbol, Enrique estaba en la comisión directiva del club. Sólo por eso, su hijo, que era un tronco irrecuperable, jugaba en la tercera. Quién se iba a animar a bajar de un gomerazo al bueno del tío que volaba soñando con el Coco jugando de wing izquierdo en la primera.

Esa noche el tío sentó en el ringside al Tito y volando se fue a pasear por ahí, a hacer sociales, su especialidad. El ring estallaba como un tambor gigantesco cada vez que uno de esos monstruos caía de espaldas sobre la lona. El Tito veía con temor cómo se estiraban las sogas cuando los bestias se fajaban apoyándose en ellas, si parecía que se le iban a caer encima. Había un tipo de cabeza rapada, bigotes como manubrio y doscientos quilos de carne y grasa que se agitaban como la piel lustrosa de un elefante marino con cada torpe movimiento que intentaba, que le metía más miedo que el conde Drácula. Él quería que el Ruso Blanco, que así lo llamaban, perdiera porque tenía pinta de ogro que se come a los chicos, pero le dio una terrible paliza al pobre Kid Lavandina, su héroe de esa noche. Después el tío pasó volando a buscarlo y lo rescató de aquella decepción. No siempre ganan los buenos, pichón. Pero a la larga triunfan, trató de consolarlo un momento después.

La última vez que el Tito vio al tío Enrique fue una semana antes del accidente que, como la madre le explicó al Tito, hizo remontar al tío su último vuelo. Esa última vez fue justo el día en que el marido de la tía Lidia lo despidió del puesto de administrador de su taller mecánico. Lo había empleado como un favor, para ayudarlo, no porque lo necesitara, dijo. Es que, al llegar los militares al gobierno, el tío había sido despedido de su trabajo en la municipalidad. Después, cuando inclinado sobre los libros contables del taller empezó a hacer preguntas incómodas, súbitamente el marido de la tía Lidia se manifestó acorralado por las deudas y la crisis que lo ahorcaba

El padre y la madre del Tito decidieron hacerle una visita esa misma noche para ver si había alguna manera de ayudarlo en ese trance, pero el tío no parecía muy preocupado. Ya hablé con Camargo, me voy a asociar con él para trabajar de comisionista, no se hagan problemas. Me va a venir bien viajar dos o tres veces por semana a Rosario ¿Vos no querés venir conmigo, pichón? bromeó, dirigiéndose al Tito, que tuvo, por un segundo, un sobresalto de alegría al imaginarse volando varias veces por semana a Rosario en compañía del tío.

La tía Rogelia gritaba indignada contra la tía Lidia y su marido. Decía cosas que un niño como el Tito no entendía del todo pero se daba cuenta de que eran muy graves. El padre del Tito escuchaba en silencio y asentía, serio, dando unas chupadas a la bombilla de vez en cuando, mientras la madre se secaba alguna lágrima con el dorso de la mano. El tío Enrique parecía estar en otra cosa, con la cabeza baja jugaba con un dedo a hacer bolitas de miga de pan sobre el mantel de hule. De golpe, se agachó y mirando al Tito desde el borde de la mesa, le guiñó un ojo, le envió de un tincazo una bolita de pan y le hizo una seña con la cabeza. El Tito se levantó y caminando despacito fue para el living a jugar con el perro, como solía hacer cuando las conversaciones de los mayores lo aburrían. Al minuto apareció el tío, volando lo tomó del brazo y lo llevó en silencio hasta la puerta, la abrió, salieron al fresco de la noche y cruzaron la calle en dirección a la plaza acompañados por el Chiquito.

 

Esa noche de luna llena sentados en uno de esos bancos de listones de madera pintados de verde, mientras el Chiquito iba y venía con una piña del pino sanmartiniano al compás caprichoso de la mano derecha del tío, él le contaba historias. Le habló de sus padres, los abuelos del Tito, de sus penurias y su búsqueda y de otros extraños personajes, desconocidos por él. Le contó historias de los que vinieron de Italia y otros países, historias tristes sobre el trabajo y la injusticia, de por qué le había dicho aquella vez que no siempre ganan los buenos, de dos inmigrantes injustamente presos y ejecutados en Norteamérica por defender a los pobres, de algunos patriotas argentinos que no eran argentinos pero que eran tan patriota como San Martín, de por qué hubo otro señor, en la Argentina, al que estaba prohibido nombrar, y de su amor por el cooperativismo y la justicia y de cómo y por qué lo habían echado de la Municipalidad así como, por razones parecidas, también el marido de la tía Lidia lo había despedido del taller. Ese día el Tito empezó a entender algo de lo que años más tarde llegaría a comprender sobre el arte de volar. Pero ahora es todavía demasiado chico y a veces, en las noches de verano, sentado en el patio junto a su padre, suele buscarlo volando entre las estrellas.