Shamrock es una experiencia que se disfruta de principio a fin, para reírse a lo loco y gozar de un trabajo artesanal que se luce en todos sus aspectos. Un texto en verso disparatado e ingenioso, actuaciones conmovedoras, una puesta en escena sintética y efectiva, música, luces y movimiento se amalgaman y construyen un espectáculo para deleite de grandes y chicxs. Se estrenó en 2019, hizo dos meses de funciones con mucho público, llegó la pandemia y ahora acaba de volver al Teatro Becket (Guardia Vieja 3556), los viernes a las 20.
La autora de esta comedia exquisita es Brenda Howlin, de familia irlandesa por parte de su padre, una teatrista que viene transitando este género con dos obras elogiadas, Wake Up Susan y Jessi, Jenny & John. La dirección es de Nano Zyssholtz, docente y director con muchos años de trayectoria en el humor y el clown. Se conocieron en el estudio de Nora Moseinco, semillero de actores fogueados en la improvisación, el juego y la comedia, que hoy se lucen en escena, cine y televisión. Y el elenco es tan parejo como deslumbrante: Alejandro Gigena, Carolina Setton, Justina Grande y Pablo Kusnetzoff despliegan un abanico de recursos expresivos que cautivan al público. Transitan distintos registros, exprimen el desenfado del clown hasta límites insospechados (sobre todo Grande), cantan, bailan, juegan con el propio ridículo y con el cuerpo de modo tal que resulta imposible no encariñarse con ellxs.
La anécdota es simple. A comienzo del siglo XX, Mery (Setton) llega sola al puerto de Buenos Aires desde Irlanda, un país diezmado por la hambruna. Su familia la envió, virgen e inexperta en casi todos los terrenos, para casarse con Dido (Kusnetzoff), su novio ya instalado en estas tierras. Pero le basta poner un pie en América para encontrarse con otro joven irlandés, Patrick, un “loser” encantador interpretado por Gigena, a la espera de una novia que debía llegar en el mismo barco pero nunca lo tomó. Mery enseguida se entera de que Dido no perdió el tiempo y se enganchó con Rita, una porteña de armas tomar encarnada por la estupenda Grande.
Los enredos se tejen inmediatamente: Patrick está tan solo que busca refugio en Mery; ella se tienta en parte con él pero también es nuevamente seducida por Dido, todo un galán a pesar de su brazo tullido, muy hábil para engañar a todas; y Rita, a cargo del Hotel de Inmigrantes, tiene una fuerza y habilidad a prueba de balas para sortear obstáculos. La tensión sexual crece, sobre todo para Mery y Patrick que no pueden sostener más la represión. Y la protagonista, desilusionada frente al engaño de su prometido, abre los ojos y se anima a replantearse su futuro y los mandatos que arrastra. Desde ese momento, la trama da un vuelco y nuevas perspectivas se avecinan para su vida en estas latitudes.
Si el teatro en verso suele asociarse con la solemnidad, en este caso es todo lo contrario. La autora juega con el lenguaje, se permite el disparate y rompe lógicas temporales que potencian la diversión. Al vértigo de la rima se suma una dinámica actoral y espacial que imprimen mucho dinamismo y ritmo. Cada personaje despliega un mundo: la voz, el cuerpo, el modo de moverse y el canto configuran una criatura singular. En escena hay un único dispositivo móvil que se va a transformar en la entrada del Café Tortoni, de la Confitería Las Violetas, del Rosedal o del Hotel de Inmigrantes. El resto es un poco de humo, tangos, música celta y algunos pocos objetos.
“La obra surgió en un taller de dramaturgia con Ariel Barchilón. A partir de una consigna, enseguida me vino la imagen de una irlandesa bajando de un barco y empecé naturalmente a divertirme mucho escribiendo en verso. El texto tuvo muchas versiones. Al comienzo era una historia muy inocente, una comedia de enredos, Mery solo buscaba el amor. Y en el 2019 tuve ganas de actualizarla a la luz del movimiento feminista. Me parecía bueno que dialogara un poco con la actualidad, que repensara el rol de las mujeres que llegaban con ese mandato tan fuerte: la religión, la virginidad, matrimonios arreglados. Venían solas, se casaban, se iban a vivir al campo y toda su vida fértil parían hijos. Me pareció interesante que Mery sea más disruptiva y se replantee '¿Y si no me quiero casar y no quiero tener hijos?'. ¿Y si quiero ser independiente?'”, dice Howlin.
De ahí que la protagonista se aferra a lo que sabe hacer, cocinar scones, y junto a Rita, forman una sociedad gastronómica que seduce al paladar local y crece a granel. La escena en que cocinan ese manjar parece sacada de una película muda: la velocidad de los gestos, la precisión de los movimientos en círculo y la música se articulan como una maquinaria aceitada y muy graciosa. El personaje de Rita es apabullante. Grande compone una mujer explosiva: su rostro, su voz y toda su gestualidad se distorsionan hasta coquetear con lo montruoso y el grotesco; maneja un caudal de energía asombroso y el público rompe en carcajadas.
Mery es más modosita pero con el transcurrir de la historia va ganando autoestima y convicción, regala momentos tiernos y deslumbrantes, como cuando canta con una voz preciosa o ambas se unen en un tango, algo impensable para las mujeres de la época. Frente a estas mujeres empoderadas, los dos varones están más desorientados: Patrick buscando un amor que se le escabulle, y Dido, un tarambana con aires de ganador que no se sale con la suya. Los dos intérpretes brillan a su manera. Gigena tiene un muy buen manejo corporal y regala unos hallazgos físicos encantadores, como cuando en los apagones mueve el dispositivo escenográfico a puro baile escocés acelerado al ritmo de la gaita, como un muñeco a pilas fuera de sí. Kusnetzoff compone un “gentleman” tan chanta como entrañable, depara un sinfín de gags (hasta su mano tullida cobra vida) y sorprende con trucos de magia.}
Sobre el arsenal de recursos que el espectáculo pone en juego, la autora y el director coinciden en la apropiación del material por parte del equipo. “El texto creció gracias a la dirección, a los actores, a todo lo que crearon juntos desde el juego físico, las palabras que se animaron a sumar, las destrezas que cada uno de ellos trae desde su formación. Una obra de época y en verso podría resultar muy acartonada. Era necesario imprimirle mucho juego y delirio”, asegura Howlin, quien estuvo muy presente en los ensayos.
“Le dije a Brenda que si sentía que la obra se alejaba demasiado de lo que ella había escrito e imaginado, que lo charlemos. Trabajamos desde un espíritu de construcción muy artesanal y muy horizontal. Cada actor fue aportando ideas y hasta pudimos modificar cosas del texto”, suma Nano Zyssholtz. “Yo amo que todos puedan apropiarse y si hay algo que no funciona o que ellos logran resolverlo mejor, no tengo problema en volarlo”, confiesa la dramaturga.
Hay algo en la austeridad del espacio escénico que se condice con la situación de los personajes. Así como la escena está bastante pelada y desolada, los personajes también y no tienen más remedio que echar mano de lo que son y de lo que traen para salir adelante: Mery y su mano para la cocina, Patrick y su deseo de seguir viajando en busca del amor. “No es que la obra tenga un final feliz, pero propone alternativas. Los personajes no escapan al desarraigo pero toman decisiones para seguir adelante con sus vidas”, comenta el director.
Que una comedia del circuito independiente hecha con muchísimo compromiso, experimentación y creatividad se transforme en una propuesta tanta calidad es para celebrar. Consultados sobre su mirada sobre la comedia, un género muchas veces considerado menor, la autora y el director coinciden en tomárselo muy en serio, casi como una forma de encarar la vida y el arte. “El humor y la comedia son la manera en que concibo la actuación: desde el disfrute y el divertirse, lo cual no quiere decir hacerse el gracioso”, precisa Zyssholtz. Y Howlin agrega: “En mi caso, el humor es desde donde puedo transitar la vida, es la única manera en que puedo soportarla. Siempre le busco la vuelta para distanciarme y reírme. Creo que muchas veces en el drama y en la tragedia puede haber algo ridículo”.