Desde Río de Janeiro
Brasil sigue bajo el impacto del asesinato del indigenista Bruno Pereira y del periodista británico Dom Phillips.
La Policía Federal insiste en que no hubo un asesinato previamente combinado, y que los asesinos actuaron por cuenta propia. No explica, sin embargo, por qué ya hay tres presos y otros cinco sospechosos bajo investigación.
Es decir: si hay ocho personas directamente involucradas o sospechosas, ¿el asesinado de los dos no fue obra de una pandilla, del crimen organizado e incentivado por el gobierno en la Amazonia?
El ultraderechista presidente Jair Bolsonaro viajó, ese fin de semana, a Manaus, capital del estado de Amazonas, donde se dio el crimen. No hizo ninguna mención al doble asesinato que sacudió Brasil y a buena parte del planeta.
Participó de un encuentro entre evangelistas y de un paseo en moto, en plena – e ilegal – campaña electoral con la vista puesta en las elecciones de octubre, cuando, acorde a las encuestas y sondeos, será debidamente masacrado en las urnas.
No hace más que profundizarse cada día la distancia entre el mandatario cada vez más furioso y con muestras contundentes de serio desequilibrio psicológico y lo que ocurre en el país.
Se sabe ahora, entre otras cosas, que la FUNAI – la Fundación Nacional del Indio – cuenta hoy, gracias a esos tres años y medio de Bolsonaro en la presidencia, con el mismo número de funcionarios con que contaba en el lejano 2008.
Pero ni de lejos es ese el único retroceso vivido por Brasil bajo la presidencia del más abyecto y absurdo mandatario de la historia.
La verdad es que Brasil retrocedió en la economía, en el bienestar de la población, en educación y en medioambiente, exhibiendo indicadores que retroceden en hasta 30 años.
Recesión, pandemia y la destrucción de políticas públicas se acentuaron principalmente en los dos últimos años, reforzando ese proceso indeleble de retroceso social en Brasil.
El hambre, por ejemplo, alcanza a poco más de 33 millones de brasileños, 14 millones más de lo que hace poco más de un año. Son como diez veces Uruguay o Cuba pasando hambre.
Es el mismo número que se registraba en 1992. En 2014, Brasil salió del Mapa del Hambre de la ONU. Ahora, bajo Bolsonaro, volvió. La canasta familiar cuesta más que el sueldo mínimo. Y los trabajadores formales que ganan el mínimo llegan a 38% del total.
Actualmente, el Producto Interno Bruto es comparable al de 2013. La producción de los llamados “bienes durables”, y que van de automóviles a electrodomésticos, es igual a la de hace 18 años.
La deserción escolar de niños entre cinco y nueve años es igual a la de 2012, luego de avances en los años anteriores a la llegada de Bolsonaro. Y entre los que estudian, el aprendizaje de matemática volvió a los niveles de 2007, y el de portugués, a 2011.
En la Amazonia, el número de árboles tumbados nunca ha sido tan grande como ahora. Si en 2012 fueron poco más de 4.500 kilómetros cuadrados, en 2021 llegamos a más de trece mil.
Desde 2003 Brasil no vivía índices de inflación tan grandilocuentes como los de ahora.
Lo más dramático de todo eso es saber que habrá gente, y mucha, que en octubre votará por esa bestia inmunda llamada Jair Messias Bolsonaro.
Más que masoquistas, serán cómplices.