El momento de mayor intimidad de una persona sucede en la cama o en la ducha. Pero hay otra clase de desnudez que no se relaciona con la falta de ropa: ocurre cuando alguien nos peina. Con cepillo y secador, planchita o buclera, o simplemente deslizando un peine para desenredar los nudos que se forman en el pelo de manera misteriosa mientras dormimos. ¿Quién desenreda el pelo de los peluqueros? Miguel se peinaba a sí mismo mirándose en el espejo entre clienta y clienta. Estiraba cada mechón con un enorme secador violeta metalizado inclinando su cabeza a la izquierda y luego a la derecha. Al terminar sacudía su melena de león como si hubiera una cámara delante suyo y protagonizara una publicidad de shampoo.
Miguel ocultaba sus rulos como yo.
La primera vez que vi a Miguel fue a mis doce años en una peluquería sobre la calle Arenales. No me miró a los ojos, clavó su mirada en mi pelo. Lo observó varios minutos como si fuera un médico frente a un cuerpo herido. El silencio se rompió cuando con su voz aguda me preguntó si el corte que llevaba en mi cabeza lo había elegido yo. “¿Te gusta así o querés probar algo nuevo?”. Al dividirme el pelo por sectores Miguel descubrió que tenía la nuca rapada. Nunca me gustó tener una textura de serrucho en el comienzo del cuello, pero la peluquera anterior me esquiló una gran cantidad de cabello como si fuera una oveja. La razón no era estética sino práctica, mi pelo era un mal negocio para cualquier peluquero por la dedicación y el tiempo que llevaba peinarlo. No sé si Miguel se dio cuenta de que fue una imposición externa, o simplemente fue la primera persona que consideró preguntarme.
Ese jueves de 1998 le confesé en voz baja que odiaba tener la nuca rapada. Miguel me dijo susurrando que su misión era que yo sienta orgullo por mi pelo. No se trataba de aceptar mis rulos sino de transformar cada mechón de pelo en un látigo que me protegiera de una fragilidad que estaba a la vista. Miguel me propuso dejar crecer el cabello de la nuca y que le dediquemos al pelo el tiempo que requiera.
Miguel me preguntaba cómo estaba apenas me sentaba en su silla, pero él nunca me contaba si se sentía contento o triste. Aprendí a percibirlo por la apariencia de su pelo. Sabía que estaba metido en un enredo sentimental cuando cambiaba su mechón rojo por otro color fantasía. Azul, violeta o verde loro. Algunos días me peinaba a mí y otros a mi mamá, sin embargo, nos veía como personalidades independientes. El tiempo con él era sagrado: a veces me depilaba las cejas con una pincita, pero no sin antes pasarme un algodón empapado en alcohol para dormir la zona y que casi no duela el tirón. Es fundamental crecer con una marica cerca. Solo una marica puede transmitirte secretos de belleza mientras te enseña que el sufrimiento es optativo.
Bajo la amenaza de que las computadoras enloquecieran con el cambio de milenio, y el alivio de haber sobrevivido al apocalipsis prometido por Nostradamus, Miguel decidió dejar de ser empleado para instalar una peluquería en su departamento de dos ambientes sobre la calle Sanchez de Bustamante. Iba cada sábado antes de ir a bailar para que domara mis rulos. Él me hacía un café con leche en polvo y ponía Aspen para incluir en el servicio la educación musical. Conocí todos los himnos gays y la importancia de los íconos trolos, desde Freddy Mercury hasta Madonna. En días especiales apagaba la radio y ponía un CD de Raphael o Gloria Trevi para cantar cada estribillo a los gritos como si fuera una canción de cancha. Miguel me explicó cómo funciona el poder del orgullo marica frente a la homofobia con la letra de Todos me miran.
El sábado era el día más esperado por Miguel, no por peinarme a mí sino por la emisión de un nuevo episodio de Sex and the City en Cinecanal. Si elegía un turno por la noche debía esperar hasta la última reflexión de Carrie Bradshow frente a su notebook Apple. Miguel invitaba a su grupo de maricas a las 23hs para ver juntas el capítulo tomando una copa de champagne. Yo ya no iba solo para deshacerme de mis rulos de 15 años sino para espiar ese mundo de adultos con ellas.
Al cumplir 19 descubrí el primer secreto de Miguel después de años de contarle solo los míos. Ese día supe que ya era una adulta y que nuestra relación sobrepasaba la de un peluquero con su clienta. Una mañana toqué el timbre de la Planta Baja en el portero eléctrico. Era un local-casa, pero ese martes la persiana que daba a la calle estaba baja. Miguel no abrió la puerta ni atendió el teléfono. Lo llamé a su celular más de diez veces y solo me respondió su voz grabada en el contestador automático. Dos días más tarde me escribió un mensaje pidiéndome disculpas y ofreciéndome un turno después de las 18hs. Apenas entré al palier pude ver cómo ocultaba su ojo morado con un mechón de pelo. “No me preguntes nada, por favor”, me advirtió. Esa tarde le preparé yo un café con leche y le desenredé el pelo.
Entre la primera vez que Miguel me estiró el pelo con el secador y el último brushing pasaron 14 años. Una fiesta cada fin de semana donde él era el mejor animador, una marica indiscreta que salpicaba chispas como un Samba que gira a toda velocidad y siempre está al borde de descarrillar. Con él aprendí a bailar techno, pero también cumbia con el mix de enganchados de Los Charros. Para Miguel el amor no podía definirse con una balada del Paz Martínez sino por la música tropical. El equilibrio preciso entre el lamento y la vitalidad de un romance etéreo. Cuando sonaba Amores como el nuestro el mundo se detenía por tres minutos: Miguel daba giros meneando la cadera y agitando los brazos con la elegancia de Esther Williams al transformarse en sirena bajo el agua. “No existe la tristeza cuando se baila cumbia”, me dijo en medio de la coreografía.
Maduré a la par de todas las peluquerías que Miguel fundó y fundió, algunas con ventanales a la calle, otras puertas adentro en la intimidad de su hogar. Cuando se le terminó el contrato de alquiler se mudó a provincia de Buenos Aires y, agotado, decidió ya no tener un espacio para recibir a su clientela. Peinaría a domicilio llevando un bolso de un lado al otro con todas las herramientas como si fuera un cirujano que recorre hospitales operando gente. Hasta que un día Miguel ya no respondió los llamados ni los mensajes. El silencio fue más ruidoso que el sonido ensordecedor de una peluquería que tiene televisión y radio prendidas a todo volumen. Le perdí el rastro y no nos volvimos a ver.
Pasaron diez veranos de ese último encuentro con Miguel. En ese tiempo mi pelo pasó por toda clase de peluqueros y peluqueras: heterosexuales, gays, trans, bisexuales y lesbianas. Pero nadie entendió mi pelo como Miguel. En 2021 escribí “¿Y si no es suficiente?”, una novela autobiográfica donde Miguel es un personaje esencial en la historia. Escribí con la ilusión de encontrarlo, como si las palabras fueran una paloma mensajera que buscara incrustar el pico en su melena de león. El primer día que el libro llegó a librerías recibí noticias de él: su sobrina, Eliana, me envió un mensaje por Instagram. Intuyó que Miguel estaba dentro del libro al ver un secador de pelo en la portada. “Gracias por este homenaje. Leerte fue como vivirlo”, escribió Eliana. De esa forma me enteré de que Miguel había fallecido un año atrás.
Extraño a Miguel, pero sobre todo lo extraña mi pelo.
Miguel fue mucho más que un peluquero, fue mi amor marica. La puerta de entrada al lenguaje queer. El pelo fue la excusa perfecta para que él me explicara que no es obligatorio ser normal, eso es solo una manera acotada de ver la vida. ¿Cómo se despide a un peluquero como él? Me inquieta si en el velorio el pelo de Miguel habrá estado alisado como a él le gustaba. Si alguna de sus amigas peluqueras cuidó de su mayor tesoro y deslizó la planchita desde el primero hasta el último mechón de la nuca. En los 14 años que fuimos confidentes nunca pude ver sus rulos.
En el primer cajón de mi placard todavía tengo el portaligas de encaje negro que Miguel me heredó en vida. Ese portaligas que él usaba algunas noches cuando iba a bailar a Amérika montado con pollera de cuero y botas altas. Miguel era bello como hombre y como mujer. Cada vez que enchufo la planchita pienso en sus indicaciones: peinar de a mechones pequeños, y empezar por el flequillo y los mechones que rodean el rostro para vernos coquetas lo más pronto posible. Y sobre todo recuerdo lo que me dijo el día que nos conocimos: “No permitas que te hagan en el pelo algo que vos no quieras”.