He dedicado los últimos diez minutos a mirar a un pájaro que me mira. La experiencia es siempre un poco extraña. Sus ojos no tienen párpados ni esclerótica. Se siente, empero, la atención con que nos mira. Yo mismo tengo siempre la impresión de que el pájaro se burla de mí. Que hay en él una inagotable reserva de ironía que guarda para destinármela. Trato de imaginarme pájaro que me mira. ¿Qué pensaría de mí si me mirara de ese modo? El pensador taoísta Chuang Tse se pregunta, en un texto a menudo citado, si es un hombre que sueña que es una mariposa o una mariposa que sueña que es un hombre. ¿Cuál es la respuesta correcta? La verdad es que nos da igual. Lo importante es que un pensador chino de primer orden haya comprendido que los animales, las plantas, y nosotros solo existimos a través de los sueños de los unos y los otros.
En los años noventa, cuando empecé a interesarme por los animales, pasaba por ser un tanto excéntrico. Hoy, el animal se ha convertido en un tema de sociedad. Nos preocupamos por su bienestar. Nos inquieta su desaparición programada. Nos indignan las violencias que el ser humano perpetra contra él, y no hay semana en que no se publique un nuevo libro apologético del régimen vegano, que excluye toda materia animal de la alimentación y de los productos utilizados y reivindica una virtud de la que hace tiempo ya nadie se preocupaba, salvo los santurrones y los comunistas. En estos últimos veinte años, algo fundamental ha cambiado en nuestra sociedad. Resta saber qué, y si estamos en el buen camino. El interés inédito prestado al animal, en una cultura que hasta aquí no se conformaba con ignorarlo de manera notoria, sino que lo detestaba francamente, es sin lugar a dudas positivo. Pero la malignidad del mundo es una convicción demasiado arraigada en mí para creer al pie de la letra en un interés tan repentino y en exceso consensual para ser sincero. La búsqueda del Bien siempre es tremendamente peligrosa. Con el tono sarcástico que lo caracterizaba, Philippe Murray se lamentaba de nuestra vulnerabilidad frente al Bien, que se debía al hecho de que solo nos enseñan a luchar contra el Mal. Nuestro amor actual por el animal oculta en particular dos cosas molestas. En primer lugar, un retorno evidente al orden moral. Algunos hablan ya de mandar a la cárcel a quienes no se ajusten a las nuevas reglas de rectitud y sueñan con enviarlos a campos de reeducación para enseñarles no a pensar bien (al margen de Alain Badiou, no son de todos modos ni estalinistas ni maoístas), sino a comer bien. A continuación, un desconocimiento persistente del animal, aún y siempre. Por lo demás, cuando se reflexiona un poco sobre ella, es bastante extraña esa incapacidad de Occidente para pensar el animal de manera satisfactoria, aun cuando se lo ame o al menos se simule amarlo.
El lector habrá comprendido que no creo que el peluche sea el futuro del animal. Como un día me decía con ingenuidad un vegano, ¿por qué comer el animal si se lo puede acariciar? El resultado es una mezcla un poco barroca de neocolonialismo y neomaternalismo en ese deseo subterráneo de ocuparse del animal por su bien y protegerlo contra las fuerzas malvadas que proliferan a su alrededor.
Cohabitamos, en una enorme diversidad de maneras, con una multitud de individuos de otras especies. Nos constituimos a la vez como humanos y como personas por medio de esas cercanías, cohabitaciones y fricciones. Algunos de esos intercambios son extremadamente positivos; otros son definitivamente tóxicos. Los que mencionamos de ordinario no son más que un ejemplo entre muchos otros, para los cuales, a veces, ni siquiera tenemos palabras. Las palabras son muy importantes. Son preciosas aliadas para construir vidas comunes con los “distintos de los humanos”, para utilizar una bella expresión del antropólogo Alfred Irving Hallowell, que prefiero a la de “no humanos”. Esas palabras no son solo amigas, también son insidiosas entidades con las cuales hay que tomar el máximo posible de precauciones. Así, nunca voy a hablar de “interacción” para hablar de lo que sucede entre los animales y nosotros. La interacción no existe. Su supuesto es que lo que interactúa preexiste a la interacción. Además, rara vez es interesante, lo cual ya es una buena razón para dejarla de lado. La interacción es el grado cero de lo viviente. Es un lenguaje de burócrata, militar o psicólogo, que, como todo el mundo sabe, son más o menos lo mismo. Voy a hablar, antes bien, de “cohabitación” o “vida compartida”. En otras palabras, solo existimos en la existencia de los otros seres vivos: los animales, los vegetales, los hongos, los virus, etcétera.
Con la llegada del siglo XXI, las culturas occidentales pasaron del paradigma del animal- máquina a la del animal- peluche. El animal- máquina es el de los cartesianos. Es el animal considerado como una máquina exclusivamente movida por engranajes más o menos complejos. El animal- peluche es el animal “demasiado lindo” al que podemos acariciar y debemos proteger. Es una quimera que oscila entre el animal- kitsch y el animal- víctima. La santurronería del siglo XIX beato se ha tornado vellosa o emplumada. La explotación animal es intolerable, no solo porque el animal sufre sino porque toda degradación de un animal es un atentado contra lo viviente.
El espacio animal es de una complejidad intrigante, y el deseo de comprenderlo, una de las formas de deseo más nobles a las que el humano pueda sucumbir. Pensar que algún día agotaremos su examen es de una vanidad insoportable. De manera general, la naturaleza siempre será más vasta que el saber humano que pueda tenerla como objeto. Uno de los descubrimientos científicos notables del siglo XX consiste en haber comprendido que al animal solo podrá comprendérselo, aunque sea parcialmente, si se comparte la existencia con él. Antes de los etólogos (los especialistas en comportamientos animales), los cazadores y los criadores habían desarrollado un conocimiento profundo de los animales. Precursores de la zoología como Darwin los frecuentaron con asiduidad. Los sucesores de estos grandes hombres se encerraron en sí mismos. Después de todo, la ciencia era reciente y el verdadero saber estaba en ella: era inútil cargar con el pasado. Pero este vuelve al galope. El tiempo del desprecio terminó por evaporarse.
Fragmentos de la introducción a Nosotros somos los otros animales del filósofo y etólogo Dominique Lestel, que acaba de publicar Fondo de Cultura Económica.