“Horacio, ¿qué hacés caminando por ahí?”, gritan un par de remeros que pasan a ritmo acompasado surcando las aguas color león del arroyo Rama Negra. “Acá estamos, Pablo”, responde Horacio y saluda con la mano el paso de su compañero del Tigre Boat Club, más acostumbrado a verlo arriba del bote que a pie por las islas. La conversación dura lo que el paso de la embarcación, hasta que se pierde entre las sombras de la vegetación. Un poco más adelante, el saludo y la respuesta se repiten con otros remeros, y luego con otros: es que Horacio Feinstein, que hoy nos acompaña en un paseo otoñal por el Delta de Tigre, es uno de ellos, uno de los iniciados que pueden moverse por los recovecos de los ríos, canales y arroyos como si estuviera en la ciudad más señalizada del mundo. Además de deportista, es economista y ambientalista, una combinación que no abunda y parece la ideal para moverse por este laberinto donde no hay carteles para orientarse: hay que estar atento a la lectura de las aguas, de los muelles y los árboles, conocer los recorridos y mañas de las lanchas colectivas y entregarse serenamente –con estupor y cierta resignación– a los vaivenes de las costumbres isleñas. Esas costumbres que rigen el código de etiqueta de un mundo aparte y que hoy vamos aprendiendo a desentrañar de la mano de Horacio, que un día decidió empezar a transmitir su larga experiencia del Delta en salidas guiadas que exploran ese universo por agua y por tierra.

Graciela Cutuli
La Interisleña, lancha colectiva a la espera de recoger a sus pasajeros.

AL AGUA, LANCHAS Temprano por la mañana, un sábado      inusualmente tranquilo, partimos de la estación fluvial de Tigre. De los tres paseos que ofrece Horacio –uno de día completo hacia las islas a remo; otro de día completo a pie por senderos agrestes y urbanizados; un tercero de dos días/dos noches alojándose en las islas– hoy vamos a hacer el segundo. Y parece que el Delta decidió poner su mejor escenario: a pesar de la amenaza de un cielo cubierto a nuestras espaldas, las nubes terminarán disipadas por el sol, que hacia el final de la tarde nos despedirá con sus mejores rayos. No habrá, por lo tanto, necesidad de modificar itinerarios, aunque Horacio explica que “los circuitos son modulares, en función de los imponderables. A veces hay que improvisar sobre la marcha”.

El primer tramo del viaje, en lancha colectiva, tardará 40 minutos en dejarnos en el cruce de los arroyos Espera y Rama Negra. Visitantes e isleños comparten una cercanía que favorece el intercambio mientras vamos aprendiendo a distinguir, en los bordes del río, las estacadas tradicionales de madera de las nuevas de cemento –tal vez eficaces pero bastante menos integradas con el entorno– y distinguimos las nobles casuarinas que funcionan como barrera natural ante el avance de las aguas. Atrás queda la Casa Museo de Sarmiento y finalmente entramos en el Espera, que solía ser (el nombre lo dice) el lugar donde esperaban los buques para ingresar en Buenos Aires. 

Después de enfilar por el Rama Negra, desembarcamos en las puertas de Delta Terra, una reserva natural privada que busca restablecer el ecosistema original de las islas del Tigre y tiene un centro de interpretación pequeño pero interesante, esencial para comprender la amenaza que pesa sobre la diversidad biológica de este humedal situado a las puertas de una gran ciudad. 

Pero sin siquiera entrar estamos envueltos en un paisaje sencillamente espectacular: el otoño hace en el Delta una auténtica obra maestra. Un gigantesco ciprés calvo, totalmente rojo, contrasta con los verdes que lo rodean. Más allá un liquidámbar, un roble, otro ciprés... El bienvenido desorden de la naturaleza se impone. En el suelo brotan los hongos típicos de la estación y envuelve el aire el canto lejano de los pájaros: cada tanto, hace ruido tras la vegetación alguna pava de monte que huye. Casi sin darnos cuenta cruzamos un puente y estamos del otro lado, sobre las orillas de Isla Noel, donde Martín Noel comenzara con las plantaciones de frutales –duraznos, peras, manzanas, ciruelas– que fueron el origen de su fábrica de mermeladas. Hoy solo quedan recuerdos y el parque concebido por Carlos Thays, florecido de camelias rojas y blancas, además de algún frutal disperso que en esta época del año exhibe pomelos y naranjas maduras. Aunque los terrenos son propiedad privada, se puede caminar por los bordes para disfrutar la belleza del lugar, esa mezcla de paisaje agreste por un lado e intervenido por el otro que es propia del Delta. Poco queda de las producciones de antaño que iba atrayendo a los pobladores llegados desde río arriba en busca de trabajo: las crecidas del río y la competencia de otras regiones mermaron la producción de frutas; el propio puerto de frutos se transformó en un centro comercial muy alejado del original; la producción de madera perdió brillo cuando avanzaron los combustibles fósiles y hasta el hilo sisal fue casi totalmente reemplazado por el nailon. Lo que cuenta Horacio hay que imaginarlo: por aquí venía antiguamente Torcuato de Alvear, cuando era intendente de Buenos Aires y merecía incluso que le desplegaran la alfombra roja. Las longevas cicas que perduran en el parque de Thays son las únicas que podrían contar esta y otras anécdotas; el resto ya no existe sino en el recuerdo de los isleños más memoriosos.

Graciela Cutuli
La casa donde vivió Marcos Sastre, autor de El Tempe Argentino.

EL DELTA POBLADO El periplo guiado por Horacio sigue el camino de sirga –el tramo ribereño que los propietarios de terrenos deben dejar para uso público– atravesando puentecitos, cruzando lanchas y alguna curiosa canoa a motor, mientras la conversación fluye sobre la riqueza poética del Delta cuando pasamos frente a la antigua casa de Marcos Sastre, autor del primer best-seller literario nacional, que en El Tempe Argentino evocó el Delta como paraíso. Las reflexiones se interrumpen para admirar la valentía térmica de un grupo de adolescentes se lanzan desde un solitario puente al río. Y se filman, por supuesto, repitiendo la hazaña una y otra vez e ignorando la notoria frescura de la tarde de otoño. 

Entre cañaverales, arroyitos, puentes de madera temblorosa y casas dispersas que revelan el carácter de sus habitantes –están las primorosas y las bohemias, las que importan estilos y las que parecen haber brotado de las tierras del Delta– vamos hacia el muelle donde tomamos una segunda lancha colectiva rumbo a la zona del Tres Bocas. Es como volver a la civilización, aunque sea una civilización flotante donde las provisiones se le compran a la lancha almacenera y no son autos sino lanchas los que paran a cargar nafta en la estación de YPF. El movimiento se hace más notorio, hay más gente y también más actividad de canoas y alguna embarcación que pasa, descuidada de la velocidad, levantando olas. Ya hemos dejado atrás varias horas de caminata y llega el momento de parar a comer, disfrutando la cocina casera de un restaurante donde sentarse es sobre todo una excusa para seguir apreciando este entorno tranquilo que está tan cerca de la ciudad y al mismo tiempo parece tan lejos. Solo hay que tener en cuenta el horario de la lancha colectiva para regresar al Tigre “terrestre”, un horario que sabe de los vaivenes a veces insondables que imponen el río y los isleños. Cuando escuchamos que se acerca –Horacio tiene el oído entrenado y percibe el motor a varios kilómetros de distancia– nos acercamos al muelle. Es el fin del día y de la aventura anfibia; pero consuela saber que la llave que abre la puerta de este universo fascinante sigue tan cerca como siempre, a pocos minutos de navegación por las aguas que surcan el laberinto de islas y los misterios del Delta.