Tal vez el problema sean los nombres. Si pudiera modificar alguno de los que uso para mis personajes, si al menos Manuel pudiera llamarse Gerardo, por ejemplo, quizá las historias lograrían mostrar ritmos diferentes, con un perfume que no nos abofetee de sólo sospecharlos los mismos debajo del maquillaje argumental. O tal vez sean los compases, que ya comienzan a ser tan identificables en la repetida insatisfacción. Lo cierto es que a ella no la alcanzo a completar. A vos sí, vos estás, pero tu fragancia ni siquiera iguala aquella que conocí hace tiempo e intento recuperar.

Llueve. Y un aire apenas más fresco que el sofocante de hace un par de horas se cuela por la ventana. No huele a tierra mojada. Huele a polvo seco, el que flota en los caminos y cubre de gris los muebles. Llueve y desde alguna dimensión no tan distante de la mía ella me mira mientras escribo.

Odio el verano. Ella lo sabe y se burla de mi aspecto desde sus perennes 24 grados. Escribo semidesnudo. Una gota de sudor me recorre el pecho, se desprende y cae sobre el calzoncillo. Parece una mancha de orina. O de semen. A quién lo importa. Ni a mí ni a vos. ¿Otra vez Manuel?, me preguntás.

El calor no me deja pensar en otros nombres. Será otra historia de Manuel.

Llueve y el personaje se llama Manuel.

Ella también odia el verano y odia a Manuel, por eso se burla de mí desde su burbuja de clima perfecto. Una brisa agradable hace que el vestido azul le flamee de un lado y se le adhiera al cuerpo del otro; lleva puesto un sombrero blanco que sujeta con una mano y está descalza. Ahora gira sobre sí misma y la falda acampanada le descubre las piernas. Frena de golpe y la tela se enrosca a sus caderas para luego desenroscarse y recuperar la caída natural. Me mira sudar, sabe que la quiero. Pero ella odia a Manuel. Se acerca despacio al estante alto de los libros y en puntas de pies, estirando al máximo el brazo, saca uno. Casi cae al volver a apoyar los talones. Sonríe por el breve susto y parece todavía más hermosa. Se sienta a la sombra de un álamo para leer. No se moja con la lluvia que golpea en mi ventana. Ni lee nada de lo que escribo, porque ella odia a Manuel. Allí donde está no llueve y no llegan mis palabras.

Parto el aire en pedazos, más de los que podrías creer. Y en uno de los lados veo que existe el espejo de tres caras del que hablamos la tarde aquella en la que dejamos de darle crédito a tus profecías. Te gustaba pensarlas ciertas, te sentías Casandra transportada en el tiempo y yo un París estúpido y enamorado, más idiota aún que Romeo Montesco. No te amaba a vos, lo sabías, pero eso no te impedía quererme porque éramos, los tres, cada lado necesario especulando como sólo saben hacerlo los espejos. Vos me querías a mí, yo a ella y ella a sí misma. Y vos, huérfana de cariño, de caricias verdaderas, te conformabas con los besos que lloraba y el sexo con el que me desquitaba.

Esperabas la penumbra para abrirte a mis palabras. Y en el margen indócil de un río nuestro te peinabas distraída, hermosa, Graciela Borges. Porque sí, eras tan hermosa como la Borges en blanco y negro. Tan triste y trágica. El lado más injusto del triángulo. Caminabas en la orilla como por sobre las aguas del Mar de Galilea, y en la luz de tu contorno se fundían las formas de todas las cosas. Sin embargo, nadie más que yo, cuando me obligaba a verte tal cual eras, se percataba. Y es que cargabas con la condena de ser la flor detrás de las rocas, la sombra turbia de los eclipses de sol, el tercer día de lluvia, la música de Mozart sonando en los altoparlantes de una feria bulliciosa.

Somos tres, nos repetimos. El blues que me dicta las palabras juega siempre con los mismos tonos; hay variedad en el fraseo, es cierto, pero la canción, aunque distinta, termina siendo la misma. Si un la menor ascendente, agudo, se arrastra hasta el si en séptima e incluso hasta el mi menor, y logra que vibre mi cuerda en esa misma frecuencia, entonces brota el delirio y en el devenir de las imágenes se cuelan también los aromas y los sabores, cosa poco frecuente y -creía hasta hace un tiempo- imposible. Es que los aromas y los sabores no son materia propia del recuerdo; son disparadores de la memoria, pero no es la memoria en sí. Como dije, era lo que creía. Sin embargo ahora, mientras la canción suena y mi cuerda vibra, percibo tu aroma tan nítidamente que hasta creo que finalmente has logrado teletransportarte.

Adoro la teletransportación.

Adoramos la teletransportación.

Pero no. No. La realidad es áspera. La teletransportación no existe y basta con aceptarlo así para que la música se detenga y queden frente al teclado unas manos obedientes que escriben lo que pienso pero no todo lo que siento. El aroma también desaparece y ya no me queda más que el mismo ardor de ojos que sentía por la mañana, cuando hubiera debido alejarme despacio y bajo el sol en lugar de extender la agonía en el asiento de un transporte ingrato y con ruedas, que nos llevó de un lado al otro como las carretas a las bolsas, como las escobas a las brujas.

Vos tenías años y yo minutos. Vos seguías un rastro y yo perdía las brújulas. Vos nadabas 5000 metros sin descanso y yo me ahogaba en los charcos de las veredas. Vos te cepillabas el cabello húmedo al salir del baño y yo comenzaba a sufrir en los espejos la calvicie. Vos me querías para toda la vida y yo ya empezaba a cansarme del mientras tanto.

Te lo dije cuando nos conocimos y a vos te encantó, todavía no me explico por qué. Te dije: siento la eternidad de cada amor, la percibo con más ganas que conciencia; pero sé que es una eternidad limitada a ese mismo amor perecedero. No me interesa el para siempre, pero lo siento. No sé qué es para siempre, pero lo creo.

Y vos me besaste con el beso que yo pensaba robarte más tarde. Después nos enamoramos. Para siempre, claro. Todos los amores nacen eternos aunque jamás nos sobrevivan.

Algunas noches son demasiado cortas; el humo de los cigarrillos se concentra en las esquinas y, al amanecer, los vidrios empañados parecen más fríos que tus manos. Otras, en cambio, son tan largas que hasta me aburro de extrañarte. Mientras tanto escribo.

Cada tecla que presiono pretende desviarme hacia las letras que componen tu nombre. Por ejemplo ahora, que escribo por ejemplo ahora, debo hacer un gran esfuerzo para mantener el orden lógico y de tal modo lograr que no me sorprenda en la pantalla un yerro mientras escribo la paLaura yerro.

Golpean la pared los vecinos de al lado. El volumen de la música tal vez esté un poco alto. Pero es viernes y no tan tarde. Y es Charly. Y me tomé tres cervezas. Por eso me permito el descaro y la insinceridad. Podría escribir lo mismo con nombres alternativos y esperar a ver qué sucede. Pero no, elijo el mismo, los mismos, porque son los únicos que sé escribir. Abro una ventana, escampó. La noche brilla húmeda y lleva su aroma. Subo el volumen un poco más. No estás completamente inventada. Cierro los ojos, me seco el sudor. Te falta algo, te falta amor. Ella me mira sonriente, distante; me sonreís. Te falta ser como son los soldados que mueren junto al frente, amor. Pero ya no tengo ganas de reinventarte.