Dos de días de viaje, cuatro aviones y un idioma lejos de todo lo conocido confirman que aterrizamos en el otro extremo del mundo. Lombok es solo una de las 17.508 islas de Indonesia, el cuarto país más poblado del planeta. Es vecina de Bali, pero no alardea como ella para atraer turistas. Lombok se mantiene más bien tímida. Posiblemente no enamore a primera vista. El pueblo de Kuta exhibe un poco de basura en la calle y su arquitectura no resultará fascinante tampoco. 

Será hora, entonces, de alquilar una moto y perderse por los laberintos verdes que acoge la isla. Los scooters son el vehículo asiático por excelencia y resultan ideales para sumergirse en los senderos de esta isla poco asfaltada, mientras el viento pega en la cara y los paisajes se vuelven más impactantes que desde la ventanilla de un auto. 

El GPS dirige el rumbo hacia la playa de Selong Belanak. Cuesta arriba comienza la aventura y en lo más alto del morro frondoso aparece una panorámica del mar turquesa, las colinas tapadas de flora y los techos del pueblo. Por la misma ruta deslumbran una selva de lianas, las calas turquesas que se dejan ver desde arriba y los campos verdes de arroz salpicados por los sombreros vietnamitas de quienes trabajan la tierra. Será difícil no detenerse ante cada paisaje y frente a los detalles cotidianos, con los que Lombok empieza a dejar atrás su timidez.

Anteojos de sol serán clave en Selong Belanak, donde el agua transparente y la arena blanca encandilan. La parte sur de esta bahía, de no más de un kilómetro de largo, está habitada por pescadores y sus familias, que montaron pequeños warungs, paradores sencillos que ofrecen comida local. No hay mucho más en esta playa y allí radica su encanto. La clave es quedarse hasta la puesta de sol, cuando los pescadores salen todos juntos en una o dos embarcaciones y se reparten entre los tantos botes de madera –posiblemente más de cien– anclados en el mar. La noche termina de cerrarse mientras cada pescador enciende una luz con el afán de atraer camarones, que luego servirá en la playa o venderá en el mercado.

Pero quienes viajan a Lombok no lo hacen solo por sus paisajes o el agua cristalina y caliente. Muchos son los que llegan atraídos por sus olas perfectas para surfear y cada día madrugan para disfrutar de este paraíso arriba de sus tablas. Para ver de qué va la cosa, la próxima parada será la bahía de Gerupuk, a siete kilómetros de Kuta. Valdrá la pena perderse primero por los morros, las palmeras y las plantaciones que rodean a Gerupuk. Cruzarse con una manada de bueyes –o “tráfico local”, como le dicen– y seguir un sendero rocoso hasta desembocar en alguno de los acantilados y sus pequeñas playas vírgenes.

Desde el pueblo, la consigna es tomar un bote a motor para recorrer esta bahía surcada por elevaciones escarpadas de piedra y, para los audaces, animarse a una clase de surf. A lo largo de Gerupuk hay olas para todos los niveles, y algunas resultan muy fáciles para principiantes, pese a romper en un mar sin costa a la vista y con coral debajo.

En el camino de vuelta, y cuando el sol vuelve a descender, la parada obligada es Seger Beach, específicamente en la colina que la protege. Cada tarde, cerveza en mano, la gente se agrupa para ver el cielo teñirse de rojo una vez más.

Lombok, como casi todas las islas que forman parte de Indonesia, es musulmana. Muchas mujeres usan burka y en general son más trabajadoras que los hombres. Sin embargo, y contra cualquier prejuicio occidental, en pocos países asiáticos la gente resulta tan hospitalaria, amable y generosa como aquí. Cuesta acostumbrarse a los saludos por la calle, a las preguntas para saber cómo está el viajero, a los pedidos para sacarse una foto o que una niña musulmana toque la puerta del hotel para pedir ayuda con su tarea de inglés. Todo es parte de la experiencia indonesia.

Bali, “la isla de los dioses”, tiene miles de templos donde se practica el hinduismo balinés.

LA ISLA ESPIRITUAL Hasta la década del 70, Bali todavía permanecía aislada del turismo internacional. Sin embargo, la isla tiene varios siglos de historia que forjaron su espiritualidad, su arte y una cultura tan colorida que la hicieron famosa en todo el mundo. Para ser justos, su fama también se debe a las playas estilo paraíso, la selva y las terrazas de arroz custodiadas por palmeras.

Pero volviendo a la Bali mística, si bien forma parte de un archipiélago musulmán es el único rincón de Indonesia que practica una religión única en el mundo: el hinduismo balinés, una exótica fusión de creencias animistas, doctrinas hindúes y culto a santos budistas. Originalmente Bali era budista y profesaba algunas prácticas indígenas y creencias mitológicas. En el siglo I, comerciantes de la India llegaron a la isla de Java e introdujeron el hinduismo en Indonesia. Tres siglos más tarde, Java extendió su influencia hasta Bali, que agregó el hinduismo a su coctelera espiritual.

Otro ingrediente que embelesa a la Isla de los Dioses es su cuota artística. Durante el siglo XV, el imperio hinduista de Java fue derrotado por el primer sultanato islámico aquí instalado. La mayoría de los artistas de la región se exilió entonces en Bali. El arte era para ellos parte de sus actividades cotidianas. No se firmaban las pinturas ni las esculturas porque eran ofrendas para los dioses, o elementos que protegían (y protegen) a sus viviendas de los demonios o espíritus.

Las ceremonias de blanco acompañadas de instrumentos musicales y las danzas tradicionales oficiadas en trajes coloridos y mucho maquillaje serán un común denominador de las calles balinesas. La ofrenda más visible es la que las mujeres dejan en las puertas de las casas, templos o tiendas, tres veces al día, antes de cada comida. 

En cajitas que fabrican con hojas de palma, las mujeres colocan flores, un puñado de arroz cocinado, sal e incienso. Cuando están buscando un bebé, dejan una caja extra. También decoran las estatuas con flores, para pedir protección a los dioses. Cada mañana, los balineses limpian las veredas y los restos de las ofrendas del día anterior, para darles lugar a las nuevas.

Cuando la marea baja, las playas de Padang Bai son ideales para practicar snorkel.

PLAYAS Y ARROZALES Arriba del scooter, nuevamente, hay que conocer las playas del sur de Bali. Balangan, de agua tan turquesa que se puede ver el fondo, incluso a un par de metros de profundidad. Y Uluwatu, esa mítica playa surfera a la que se accede por una cueva, y que alguna veces trae olas de hasta 10 metros. El plan es, entonces, tomar una cerveza helada al atardecer en alguno de los barcitos sobre el acantilado, contemplando las destrezas de los surfistas más expertos.

Hacia el corazón de Bali, cerca de la ciudad de Ubud, hay kilómetros y kilómetros de plantaciones de arroz, flores, té y granos de café. Para recorrerlos, nada mejor que perderse por los campos durante un par de horas y hablar con la gente –lo que posiblemente termine en una conversación por señas y a las risas–. La mayoría dedicará al viajero una sonrisa y alguno que otro posará para la foto. Al final de la tarde, cuando la orientación humana haya perdido el rumbo, el GPS del celular podrá llevar al viajero de nuevo al hotel.

Pero no se conoce realmente Bali hasta que no se descubre lo que esconde bajo el mar. En lado este de la isla hay un rincón perfecto para bucear solo con máscara y snorkel, en una playa de arena blanca semidesierta. Whitesand Beach es la coordenada, en Padang Bai. No alcanzarán los ojos; peces globos, barracudas, pez loro, el mariposa (también conocido como pez ángel), el pez payaso (Nemo), tortugas y otros tantos dignos de un documental. Para los corales, capítulo aparte. Los hay de todas formas y colores, y al mirar fijo siempre hay algún pez tímido camuflándose entre ellos. Al salir del agua, el chiringuito que alquila máscaras sirve barracudas a la parrilla. Puede resultar extraño comer el pez que se acaba de ver, pero la realidad es que es un manjar. Y que en Indonesia, ninguna experiencia será ordinaria.

En Ubud las mujeres trabajan en floricultura, plantaciones de té, café y en los campos de arroz.