Uno de los asombros de Estados Unidos es su vocación por la infelicidad. Mayor potencia mundial,sociedad rica como pocas, de una movilidad social que hasta los Kardashian son alguien, es un país donde potencialmente se puede dedicar la vida a cualquier tontería o a cualquier sueño: siempre habrá alguien que te pague por clasificar mariposas o coleccionar lápices. Y sin embargo, la América que asoma es la de Allen Ginsberg, el Moloch que te deja cincuenta dólares en el banco y te ignora, la que está iluminada por tubos fluorescentes y come en barcitos grasientos, la que hace dedo y tiene empleos horribles. Esa América acaba de perder uno de sus bardos, el grosero, potente, desparejo e inolvidable Denis Johnson.
Lo que creó este legítimo lumpen fue un universo de adictos, violentos, alienados y perdidos, de sus víctimas potenciales y reales, y de su espejo en el mundo, los vacuos hombres con poder que también dañan a los demás pero nunca lo pagan y ni siquiera se dan cuentan de lo que hicieron. Todo esto venía de la experiencia concreta de Johnson, que se murió a los 67 de cáncer de hígado tal vez medio asombrado de haber durado tanto. Es que a los 19 años era un poeta editado y bien recibido en los círculos mínimos que se enteran de esas cosas, que se estaba graduando en la Universidad de Iowa con Raymond Carver de profesor, nada menos. Pero a los 21 estaba internado en un psiquiátrico por una mezcla de escabio y drogas de mal pronóstico. La heroína le causaba brotes al joven poeta, lo mismo que su primera esposa, la que lo devolvió al hospital.
Johnson contó en uno de sus muy raros reportajes que a esa edad pensaba que las drogas y el alcohol ayudaban a la creatividad, pero un día se dio cuenta que no estaba escribiendo casi nada aunque la estaba pasando bien. Con enorme precisión, descubrió que la sobriedad le terminó costando un cuento y tres poemas por década, poca cosa en comparación a los años de jeringas. Para los ochenta ya tenía una carrera de periodista literario, esa envidiable especialización norteamericana, publicaba poemas y hasta montaba sus obras de teatro. En 1983 publicó su primera novela, todavía una de sus mejores, Angeles derrotados, donde se nota que lo que le quedó de los años malos es una yeca que más de uno envidiaría y un repertorio íntimo de personajes vívidos, reales. Las historias de Angeles también estrenan la técnica que le terminó resultando esencial, la de una polifonía de voces que se entrelazan en historias aparentemente sueltas y terminan formando un conjunto potente. Las obras de Johnson parecen cuentos y terminan de novelas.
El siguiente mojón fue en 1992, con El hijo de Jesús, once historias muy breves contadas desde el mismo personaje, un drogoncito menor que nada en las aguas frías de un país indiferente. La violencia es cruel, casual, al pedo, y casi ni registra entre los que la ejercen y los que la ven, todo un manifiesto de lo que te hace una vida entera en que te tratan como descartable. John Updike comparó este libro con alguno del joven Hemingway, y James McManus lo puso por las nubes en el New York Times. Johnson estaba hecho y todos pensaron que estaba aflojando, publicando libros buenos pero no tanto, cobrando por adaptaciones de películas, mudándose a California, casándose por segunda y por tercera vez.
Lo que nadie sabía era que Johnson en realidad estaba poniendo todo en lo que sería su obra maestra, Arbol de humo, una enormidad de 600 páginas que se metía con la guerra de Vietnam y con el efecto funesto de ser desangelados, alienados y violentos, pero con arsenales infinitos. Que el autor puso todo no es sólo porque este libro es de lejos el más largo y complicado que escribió –diez años para terminarlo– sino porque es en cierto modo una biografía personal. Johnson había nacido en Munich en 1949 porque su padre servía en la USIA, la agencia de propaganda norteamericana que abiertamente se dedicaba a vender el modo occidental y cristiano de vida a los pobres comunistas oprimidos. Papá Johnson le dio una infancia movida a Denis, con nacimiento en Alemania y años formativos en Filipinas, Japón y Washington. El chico se crió entre diplomáticos, militares y agentes de la CIA, todos colegas de papá.
Y ese elenco está en el centro del árbol de humo, un experimento para tratar de entender qué hacen los norteamericanos con los lugares que colonizan y dominan, o peor aun con lo que quieren colonizar y no pueden. La historia mezcla un coronel mesiánico que no logra entender el cambio entre las caras “francas y sucias” de los soldados que comandó en la segunda guerra mundial y las jetas cuestionadoras de los soldados de los sesenta, con vietnamitas que ven su nación destruida y vibran de dolor por la belleza perdida. El elenco es masivo y manejado con perfección y economía, incluyendo dos hermanos de la clase más baja posible de Arizona –de esos que sólo tienen una piel blanca para no sentirse en el mismo fondo del tarro– que combaten, hacen cosas horribles, ven cosas sublimes y vuelven a casa intactos, sin aprender nada, contentos de estar vivos y nada más, listos a volver a la vida de salario mínimo, mugre y aburrimiento que termina en violencia. También está el sensible y culto sobrino del coronel, el que trata de creer en sus utopías absurdas y acaba tantos años después como el mayor narco y vendedor de armas del Triángulo de Oro, casi feliz de ser condenado a muerte para terminar su mala vida y pagar sus pecados.
Esta novela deja un mal gusto en la boca y una sensación inquietante de haber entendido algo que no se puede poner en palabras, un resultado magnífico para un escritor que citaba a Conrad cuando decía que el novelista tiene la misión de hacerte ver las cosas, no de explicártelas. Así como en Los desnudos y los muertos Norman Mailer pudo explicar para siempre por qué ni las causas más nobles pueden elevar a los americanos, Arbol de humo te explica de modo final por qué Afganistán, por qué Irak, por qué tantas macanas sangrientas que fueron y que serán.
Denis Johnson siempre se definió como un cristiano, de los que se preguntan por qué este mundo funciona “como si Dios en realidad no existiera”. Con lo que llevó la crueldad indiferente del marginal y la más potente del poderoso a su lugar preciso, el del pecado.