María Moreno escribió que la pituquería literaria porteña tenía al gesto del tartamudeo en alta estima como un signo de refinamiento. Por otro lado, pienso que la retórica política precisa de la fuerza de la declamación para transmitir seguridad y certezas en sus diferentes formas de manifestación. Podríamos sumar al absurdo como núcleo de posicionamiento ante la existencia. Sin olvidar las formas arbóreas del pensamiento, único dispositivo incesante de la condición humana, sus suaves desplazamientos entre el tejido de nuestras ideas, nuestros deseos, pasiones y entretelones palaciegos que nos habitan.
Quiero nombrar al amor. A las convicciones y a la honestidad. Al desprejuicio y la incorrección en general. Quiero nombrar también a Perón y a Closewitz. A Copi y a José Hernández. A La Matanza, San Pablo y a Rosario. A Alberto Ure y a Fabiana Cantilo. A la literatura nórdica y al cine de Robert Bresson. A Liliana Herrero, su compañera eterna y a Delfina, su hija. A la curiosidad infinita del gato y el niño. Y al hombre ausente. Sin hacer mucho esfuerzo, pensando en estas cosas, nos damos cuenta de que Horacio se nos cuela por todos los costados. Por entre los difusos y misteriosos intersticios del recuerdo. Que es una nueva Roma. Entonces, ahora sí, todos los caminos conducen a Horacio González.
Tiene la elegancia de hacerle sentir a un soldado raso que habla de igual a igual con un mariscal de campo. Piensa la pampa con sus restos, no como una llanura desolada, empapada en sangre ranquel, degollada por la codicia y la civilización, solamente. Horacio nos trae de vuelta a una parte de Lucio V Mansilla, sin botas esta vez. Los restos y los pensamientos en Horacio resignifican todo. Porque el entiende que de eso estamos hechos. De restos, pensamientos y balbuceos. Por eso la mixtura de sus infinitas capas de lenguaje pueden encolarse con absoluto relajo y desparpajo en una obra única, siempre reveladora. El ensayo como una de las bellas artes y no como excremento de pasquín político. “Qué complicado escribe Horacio”, “no se le entiende nada”. Claro, nunca fue funcional ni siquiera a sus propias estructuras ideológicas, que le reclamaban firmeza y frases cortas para cooptar incrédulos. “¡Tienen que entender Horacio!”, “si no, no sirve para nada!”.
¡Cuánta necedad, señores! Esa fiereza él la utiliza en los salones de la docencia. Cuando, por ejemplo, para explicar y contar parte de la estructura de la Argentina menemista toma al Padrino 3, de Francis Ford Coppola, para desandar ese espacio de pasiones y locura pleno de rispideces, pero sobre todo rebalsado de preguntas. Con cuánta vehemencia Horacio interpela a sus alumnos y los intima a pensar y a no repetir la letra aprendida de memoria en los gabinetes de las juventudes universitarias.
Yo quiero decirlo, nombrarlo con la máxima claridad. Horacio González no es un instrumento. La música de su diapasón es su ansia infinita de libertad. Ese sonido ilegible para una gran mayoría y fuente de divertimento, sabiduría y placer para muchos de nosotros. Que joia, la suavidad de su charla. Sus puntos de vista insólitos. Su impericia para estar en los lugares correctos. Su desconocimiento total de todo lo referido al sentido común.
Esta anécdota lo muestra de cuerpo entero: ante la posibilidad de entrevistar a Jorge Asís, Horacio fue el gestor de ese encuentro, no le tembló el pulso. Eran dos hijos de la misma madre: el peronismo, aquella matrix aún indescifrable. Vibrante encuentro entre el coqueto, sagaz escritor e ingenioso analista político y el filósofo, ensayista, sociólogo y metafísico de fuste. Supuestas antípodas de aquel momento. Los dos ávidos de saber del otro. Parte de la tribu de su Ojo Mocho se lo reclamó en varias oportunidades.
Qué persona singularísima mi amigo Horacio González. Con el temple buda de Juan Ele Ortiz, la ironía borgeana a flor de piel y la picaresca criolla que le daba argumentos para rematar sus deliciosos exabruptos. En una presentación de un libro de Quique Fogwill y ante el imparable arrebato histriónico del gran escritor nacido en el barrio de Quilmes, después de una hora de diatriba contra sí mismo, González lo paró en seco y lo retó públicamente, igual que a un niño. Grande fue el estupor general al ver al enfant terrible, Rodolfo Fogwill, acurrucado con las piernas subidas a su silla, tomándose las rodillas, en clara posición de réprobo escuchando aquellas palabras firmes, con cara de niñito asustado. Claro, estaban hablando maravillas de él ahora. Pero esto, que podría parecer un acto dramático de manipulación extrema por parte del archiduque Rodolfo, fue más bien una fuerte demostración de poder del rey Horacio. Su erudición carecía de bordes. Esto para el niño Quique era una de las pócimas, fuera del área del amor familiar, que podían embrujarlo y detenerlo abstraído de sí mismo durante unos instantes.
Al finalizar la última sesión de grabación de Futurología Arlt, en la ciudad de Los Ángeles, a muchos kilómetros de casa, Delfina, su amada hija putativa, me comunica que Horacio había fallecido.
Preferí creer que eso nunca sucedió. No me importa a quién pueda esto caerle bien o mal. Comparto con él la dimensión de lo etéreo. De la metafísica y la física cuántica. Del desgarro y la desesperación junto a la máquina de escribir de madrugada. Los llamados son como siempre. Uno habla de una cosa y el otro de otra. Siempre nos entendemos. Siempre reímos, sin excepción. EL Gran Telépata Astronauta Cósmico Argentino llamado Horacio González sigue girando alrededor de las esferas celestes. Nos saluda desde allí y nos abriga desde su muerte. Aquel no lugar, igual a este.
* El texto formó parte de la "Maratón Horacio González", en la Biblioteca Nacional, donde se celebró la vida y obra del sociólogo, a un año de su muerte, y se puso su nombre al Museo del Libro y de la Lengua.