El autor de La lectura: una vida…no quiere separar en lo que llama una vida, al profesor del maestro, al trabajador del escritor y al escritor del lector; cuenta qué ha leído en lo que ha leído, bajo el legado de lo que leyeron otros y, mientras, da de leer incluso lo que otros leyeron en lo que leyeron. Eso es sostener el voto de la lectura como reanimación de un texto, bajo el llamado del presente. 

La lectura: una vida... se escribe con puntos suspensivos indicando tal vez que la vida continua con la lectura o que la vida como lectura establece una prórroga para la muerte, es tan basta la biblioteca del mundo que siempre habrá que mantener con vida el cuerpo para sostener esos puntos suspensivos: un libro más. Pero el lector nunca está solo con el libro. Éste enseña que siempre hay entre los dos, una voz rectora que impide leer de cualquier manera, pero que eso no es una restricción sino un vector de posibilidades para la  perfección de la aventura. La de la señorita Celia, la de María Inés Fernández, la de Beatriz Sarlo, la de Elvira Arnoux, la de Enrique Pezzoni son voces que llegamos a alucinar.  

Unir por dos puntos vida y lectura no es oponer saber a experiencia sensible. Si nuestra carne es la lectura, no se debe a que seamos descarnados sino porque la emancipación de leer permite salir de la cárcel de la carne hacia todas las vidas posibles. 

En el comienzo hay un personaje con algo del niño proustiano y del niño barthesiano en su debilidad física: la cama en oposición al gymnasium. Si en literatura, el bacilo de Koch produce la puta (La dama de las camelias) y el lector (Proust), en La lectura: una vida, una enfermedad innombrable, calificada como neurológica, dispone a ese niño al libro como quietud expectante que permite el final feliz de la supervivencia. 

Pero ese comienzo es sobre todo sarmientino en su emulación de novela del joven pobre, dependiente de las gracias domésticas de las mujeres de la familia, como esa abuela que criaba patos para hacer duvet -el futuro lector debía extraer las plumas de sus canutos, en esas aves criadas en lugar de las criollas gallinas y el actual escritor consigna que el manto infantil que lo acompañó hasta su habitación de joven soltero había demandado cuatro patos-, mujeres hacendosas que lo sometían a la crucifixión de las costuras de las sábanas, gastadas como todas en el medio, y vueltas a coser; que vivía en una calle cuyo nombre era un número, calle 9  número 1247, cuando aún ignoraba que Nueva York estaba hecha con la misma traza e imaginaba: “Era como si los nombres propios no hubieran avanzado para darnos dirección a nosotros, o como si las antiguas familias de abolengo se hubieran negado terminantemente a prestar sus apellidos para los andurriales donde vivíamos”. Y había grabado sus manitas en el cemento cuando el asfalto alcanzó esa humilde vivienda que, en sus recuerdos de provincia, crecía sin fundamento. Y hasta hay una alusión a una higuera como la que daba sombra al telar de Doña Paula Albarracín, sólo que en este libro el noble y rimado arbusto no sirve para marco del trabajo a destajo sino como cosmética riesgosa que ilustra sobre las libertades en la infancia de la mujer moderna:  

“Tan pobres eran esas niñas (se refiere a su madre y sus hermanas) que cuando querían jugar a maquillarse, frotaban contra sus mejillas hojas de higuera, provocándose urticarias instantáneas que podían hacer pasar por colorete hasta que el propio dolor y los gritos de su madre las sacaban de la mímesis cinematográfica de la década del cuarenta”. Como para Sarmiento, para Link  el libro es lucha y es conquista, conseguirlo para el acopio estudioso, es escapar a la cárcel del hogar bajo la divisa titánica de pretender leerlo todo. “No supe nunca hacer bailar un trompo, rebotar una pelota, encumbrar un cometa, ni uno solo de esos juegos infantiles a los que no tenía afición en mi niñez”, escribe Sarmiento para despejar de su infancia todo lo que no fuera ya el libro. Y Link: “Sin televisor y sin equipo de audio, limitado a las diversiones más elementales o más excepcionales (pero siempre gratuitas) era lógico que mi aguda sensibilidad infantil se inclinara hacia la lectura”. 

Lo que no es vida como la lectura es para el joven Sarmiento la tienda donde interrumpe su lectura del Apocalipsis la venta de azúcar y yerba  o el regateo por unas varas de quimones, al igual que irrumpe el plato del almuerzo o de la cena en el lugar del libro sobre  la mesa del comedor. Para Link , el estudio de contador donde audita los impuestos de Pepsico mientras cumple con los deseos familiares de una profesión rentable, bajo aquel imperativo que le prescribieron a su madre cuando se enamoró antes de casarse , de un empleado comunista, “el ascenso social no se compara con ninguna campaña revolucionaria” aunque pensaran, seguramente, que con ninguna otra. 

Recuerdos de provincia pudo haberse llamado La lectura: una vida y al revés. Contra el trabajo ordinario, el trabajo de leer y escribir es el valor supremo que recorre los dos libros. Para Sarmiento leer es conquistar, traducir rajando –dice haber aprendido francés en un mes y once días, con una gramática y un diccionario, para luego traducir doce volúmenes entre los que se encontraba la biografía de Josefina–, copiar e importar, para Link es recoger un legado, dar cuenta de cómo leer, buscar en los textos el trastorno y la revuelta, y transmitirlo, todo en el mismo acto, con la clase, con el ensayo, con la novela, con la nota, con la edición . 

Por eso cuando dedica el libro, entre otros,  a los que llama sus compañeros de trabajo no se refiere a espacios físicos sino a un tipo de trabajo que cambia totalmente la idea de trabajo mismo: no se hace por un salario (aunque pueda llegar a tenerlo), ni por necesidad aunque a veces se manifieste con la excitación de una droga, y a menudo, como en la adicción, parece inevitable. 

El trabajo, también como deuda: la primer biblioteca de Link es comprada a un primo, Fernando Risso, que luego será uno de los 30000 desaparecidos. Podemos imaginar la trama de esa herencia que contiene tesoros aún no permitidos por los mayores como las obras de Sade.  Dejar una biblioteca guardada puede significar, el abandono de los libros por la acción o tal vez el deseo de preservar en algún lugar familiar, ese donde la sangre no sea la derramada, aquello que se recuperará en el mañana de la revolución. A esa primer biblioteca de Link que eludió su destino en el campo de concentración y podría ser un espacio fundante, en nombre de su antiguo dueño devenido NN , habría que ganársela para siempre. 

 Como todo libro talismán, La lectura: una vida… contiene en sus páginas palabras que pueden leerse como proféticas, un instructivo amable, pero con cierta cualidad enigmática. El principito ha sido el primer libro –después de todo principito quiere decir principio pequeño, ¿primer principio? y Link lo llama su piedra de toque–, ofrecido a la curiosidad de ese niño cordobés quien más tarde, muy viajero, adoptó desde temprano la postura de sentado, adjudicada en su infancia a un retraso madurativo y que no lo era sino todo lo contrario, ahora lo sabemos, por ser la precoz postura del lector y ese ex niño, hoy nos ofrece como autor una lectura de ese libro como muerte de la infancia. “Tematiza la autodestrucción de la infancia, la infancia como tragedia de la desaparición”. E improvisa una interpretación genial: “En El principito leemos el encuentro entre dos variedades de viajes (viajeros), el viaje ordinario y el viaje extraordinario. Ambas variedades se contaminan. Precisamente en el encuentro entre el noble aviador y el infant inhumano (extraterrestre) sería legítimo leer en esa situación de desperfecto (panne) y de desasosiego el canto del cisne de la imaginación humanista en el duelo cantado entre Sartre y Camus”.

Y yo como lectora estoy obligada a seguir esa lectura, avanzando, no para ir más allá sino para mantenerla viva - lo que sólo se lograría con un movimiento de no detenerse, porque detenerse sería, en realidad, volver al principio al igual que en el juego de la oca como siempre que, al leer, se congela la última palabra leída para matarla en un sentido ya finiquitado por la obediencia -, leo en los encuentros del principito con distintos habitantes de planetas enanos como el suyo, y bajo el legado de la lectura de Link, una pedagogía de la lectura a través de los malos ejemplos.  

Todo texto es un rey  que pretende reinar sobre todo y que ordena cosas fáciles con tal de ser obedecido como ese solitario del segundo asteroide. No deberíamos leer por obedecer una consigna como el farolero, ni aceptar que hay textos tautológicos como el borracho que dice beber para olvidar que bebe, ni leer para adquirir un capital de saber, como el comerciante que sólo quiere contar aunque sea aquello que es imposible de poseer como las estrellas.  Es el zorro-símbolo de astucia -el que recomienda al principito domesticación, palabra que traduce como “crear vínculo”. Leer es, entonces, crear vínculo. ¿Qué hace que la rosa que el principito cuida en el planeta B 612 sea única, diferente de las miles de rosas parecidas a ella que ha visto sobre la tierra?  

Que él la ha regado, protegido de las corrientes de aire con un fanal, quitado los gusanos salvo los que se transformaron en mariposa. Cuando el principito y el aviador sedientos y agotados de caminar en el desierto, encuentran un pozo sorprendente, ya que parece el pozo de un pueblo, y no uno de esos simples agujeros en la arena saharianos, el narrador escribe: “aquella agua era algo más que un alimento. Había nacido de caminar bajo las estrellas, del canto de la roldana, del esfuerzo de mis brazos”. 

Una vez más el trabajo: si la lectura puede ser como un pozo en el desierto no será una simple metáfora sino el fruto de un hacer, como decía el zorro, un vínculo y un esfuerzo.

Sylvia Molloy encuentra en las autobiografías de escritores una recurrencia que ella denomina escena de lectura; el escritor se recuerda fingiendo leer un libro cuyo contenido adivina o sabe de memoria porque le ha sido leído en voz alta y adelanta su deseo de aprender a leer convenciendo a un público. De esta manera se insufla una voluntad que se expresa “leyendo antes de ser y siendo lo que lee”. La escena de lectura, recurrente en los escritores que tan bien describe Molloy en Sarmiento y en Victoria Ocampo, en Link está un poco cambiada. Ya no se trata de fingir leer sino del robo de un  libro de lectura. El niño lector de La lectura: una vida... tiene uno al que se descalificaría con ese odioso y arcaico adjetivo escolar de “desprolijo”. No importa que la desprolijidad forme parte de la auto-ficción casi prometedora del intelectual que se elevará por sobre el común de la clase, ese libro de lectura debe llevar orejeras a causa de sus puntas de página levantadas y encima tiene borrones de tinta. En cambio el de Bernardo Pereyra, compañero de banco y amigo del narrador –los dos aman la belleza y suelen jugar con dos tigres de bengala de plástico en un arenero adjudicándoles fantásticos parlamentos que ya son un efecto de lectura, seguramente de Salgari– está impecable. Como intocado. 

Una interpretación perezosa de esta escena permitiría leerla como una insinuación de que es el uso del libro repetido, familiar y hasta aplicado, lo que ha generado esa desprolijidad y que en cambio, el libro de Bernardo Pereyra, es el del alumno más preocupado por cuidar sus posesiones para mantener las formas en pos de una calificación, que en atender con fruición a sus contenidos a costa de su uso, es decir de su gasto. Pero no. La lección es otra. El autor de La lectura: una vida… cuenta como, durante un recreo volvió al aula , tomó el portafolio de su compañero, lo abrió y le secuestró el libro.

 Y como ya en su casa, le cambió el forro delator por llevar la etiqueta con el nombre ajeno escrito y hasta le agregó unos orejones encubridores del delito. Puede ser una zoncera, es decir una lectura zonza pero ¿acaso leer  cambia un libro, es el mismo, sólo que ahora es nuestro, más allá de todo límite material?  

Muchas décadas más tarde Daniel Link escribió: “Sí, ahora el libro de Bernardo parecía mío. Sabía que me había convertido en un perverso dialéctico, o en un canalla, qué más da. Sabía que a partir de entonces, la infancia sólo me habitaría como el otro que ya no podría ser, un moriturum, un muerto vivo, un pequeño príncipe perdido en un laberinto de espejos que parecen asteroides distantes”. Pero hasta llegar a ese moriturum y después, y después como un Lázaro vitalicio, que se sigue levantando y andando en cada nueva lectura –la que hace y, al mismo tiempo, le viene y ofrece– hay un relato y es éste donde Daniel Link nos cuenta su pasión  por leer, como don y como trabajo a conseguir con su ejemplo de aquello que llama con justicia, una vida.