Hay una canción titulada “Quiero llegar”, del disco de Arco Iris de 1970, que destaca en el flamante Raconto. La letra despliega el misticismo de una época marcada por diversas formas del orientalismo y por creencias amplias que iban desde Castaneda hasta Jung o Gurdjieff. “Quiero correr hacia la inmensidad / y recordar el principio, el final / Ver lo que fui, lo que soy”, dice una parte de la canción que empieza como vals jazzeado, pasa por el folklore argentino, se detiene en Piazzolla y estalla en hard rock. Gustavo Santaolalla no iba a La Perla de Once ni frecuentaba la bohemia de La Cueva, pero desde el oeste del Conurbano bonaerense era tan pionero como Litto Nebbia, Javier Martínez, Tanguito o Moris. Había dejado de ser el terror de su abuela, todavía transitaba la adolescencia entregado al ascetismo de una comunidad y sucumbía perdidamente enamorado ante una misteriosa y hermosa ucraniana llamada Danais “Dana” Winnycka, guía de los Arco Iris. Debido a ese amor loco y a la endogamia casi de secta del grupo fue discriminado por el rock argentino, ya misógino y conservador. Por tener una mujer como guía a los chicos de Arco Iris los llamaban “las amas de casa del rock”.
A casi cincuenta años de aquellas experiencias, de ese disco, de esa canción, se observan en las curvas rítmicas de suite de “Quiero llegar” elementos proféticos: Gustavo Santaolalla predestinó en ese apretado compendio de cuatro minutos de cuatro distintas músicas populares lo que vendría. No podía saberlo, pero como artista ya estaba constituido en esa canción. Se astillaría en géneros y, asimismo, estaría siempre hablando más o menos de lo mismo. Si se extrapola su significado religioso, el recuerdo del “principio, el final / ver lo que fui, lo que soy” es exactamente lo que hacía anoche en el teatro Coliseo, lo que hará el 17 en Rosario, lo que se escucha en el disco Raconto.
Lo que fue, lo que es.
Raconto es el racimo de canciones que eligió para mirar atrás, como quien espera para recapitular que la polvareda levantada por su propia huella sedimente. Tal vez logró despojarse del peso de los premios Oscar, los Grammy y otros galardones que de tan importantes no significan nada. En esa mirada hacia atrás no hay nostalgia. Lo que hay es –y otra vez, los dos Oscar funcionan como espejo invertido– una necesidad de cobijarse en lo sustancial. Queda claro con la escucha: se trata de un material indestructible. Escuchen: “Hasta el día en que vuelvas”, “Quién es la chica”, “Vasudeva”, “A solas”, “Canción de cuna para un niño astronauta”. Son temas sin tiempo. No resulta casual que el tiempo, precisamente, se haya transformado en una de sus obsesiones. Seguidor del físico Jean Pierre Garnier Malet, autor de “The Douybling Theory”, la teoría del desdoblamiento del espacio y del tiempo, Santaolalla dice: “El tiempo no existe. Todo es energía y vibración. Lo único que persiste después de la muerte es la energía”.
El concepto sonoro del álbum apunta a algo más bien acústico, aunque con algunas guitarras eléctricas y teclados. Fue grabado en vivo en el Colón y en el CCK, es parte de la gira Desandando el camino y su tratamiento tímbrico intenta amalgamar épocas y estilos. Solo así se escuchan en serena armonía perlas con aroma a sahumerio de la época de Arco Iris (la fatigada “Mañana campestre”, la conceptual “Sudamérica”, la cósmica “Abre tu mente”) con etapas contaminadas por el reggae y la new wave y hasta por un candombe beat (el estupendo disco Santaolalla, de 1982, uno de los primeros baldazos de modernidad en la Argentina) o el grunge (el álbum GAS: iniciales de Gustavo Adolfo Santaolalla , de 1995). Después vendrían variantes de la new age o músicas de climas, muchas de ellas aplicadas al cine como pequeños comentarios del argumento, o esa visión minimalista del folklore argentino ejecutado con ronroco.
Raconto funciona, como su nombre lo indica, como una retrospectiva, una sucinta antología personal, un álbum de fotos, pinturas de un mural que pregunta sobre la identidad, el amor, la vida y la muerte, la vida más allá de la muerte, la mágica instancia en que el “gusano se vuelve mariposa”, como se desprende de “Abre tu mente”.Todo aparece cubierto por un tinte otoñal. El violín de Javier Casalla, el contrabajo de Nicolás Rainone, los aportes percusivos y vocales de Barbarita Palacios, el vibráfono y los pianos –y órgano y clavecín– de Andrés Beeuwsaert y la batería y bombo legüero de Pablo González trabajan para la canción y se ponen al servicio de la extraordinaria voz de Santaolalla, que tampoco parece tener tiempo. Se ha hablado poco del Santaolalla cantante. Después de décadas de haber sido destacado por éxitos en los que estuvo ubicado un poco detrás de la escena –un sitio básicamente de poder– , el rescate de su desdibujado rol de frontman es, también, el rescate de un cantante sorprendente en su expresión y entonación. A los casi 66 años Gustavo Santaolalla canta en el mismo tono de los 16.
Si no fuera por la elocuencia artística de este Raconto tendríamos que estar hablando de la música que compuso para el videogame The Last Of Us, o de su aporte a la banda de sonido de la biopic sobre Eric Clapton o volver a los blasones de De Ushuaia a La Quiaca y remachar en su condición de productor y hablar por ejemplo de Re de Café Tacuba o de Café de los Maestros o de Bajofondo. Pero Raconto copa todo y en esa road movie sonora suena la desencantada “Ando rodando” como apunte de su alejamiento de Arco Iris (“de la tierra prometida /solo me quedan heridas”) o la foto del cinismo de los 90 de “Todo vale”. Pero la que sobresale además de “Quiero llegar” es esa obra maestra llamada “Vasudeva” que, en su enésima versión –ahora en clave de suave tex mex–, vuelve a machacar nuestros corazones desde sus imágenes poéticas. “Su voz se escucha en el tiempo, de brazos abiertos /Vive en su tierra, en la mía, en todos los días que estamos despiertos/Con su guitarra azul, canta canciones de luz. Quizás debamos escuchar”.
Gustavo Santaolalla –pelo entrecano y corto, arrugas, ojos vivaces, lentes existencialistas, guitarra en mano– va por lo más puro de su obra: sus canciones. Está en su punto justo. Como a Vasudeva, quizá debamos escuchar.