Fuaaa… si yo fuera vivo para los negocios me dedicaría a fabricar esos banquitos morales tan de moda hoy, esos a los que se sube cualquiera, sea inteligente o no, haya leído mil libros o ninguno, haya viajado o no, para decirte lo que tenés que decir, pensar, creer y defender.

Desde arriba de ese banquito, cualquier pajarito que nunca entró a una biblioteca pontifica sobre marxismo y capitalismo. Gente que fue dos veces a patalear a una plaza te canta la posta sobre las revoluciones. Gente que hizo un crucero y nunca tocó tierra te dice cómo se vive (y se debe vivir) en cualquier país del mundo.

Y la cosa no termina ahí. Hay otros que te dicen cómo tenés que criar a tus hijos (aunque ellos no tengan), te dan lecciones sobre el trabajo y la familia, y te enseñan cómo gozar, qué deseos tenés que obedecer y a cuáles les tenés que dar la espalda.

Estos moralistas modernos (no confundir con los del pasado, que eran más o menos iguales, pero sin redes y sin bañarse seguido) se molestan cuando vos intentás devolverles la pelota y darles una pequeñísima lección a ellos. Es que la moral que pregona el moralista coincide justo con su moral. ¡Qué casualidad!

No necesariamente es una moral individual. Por lo general es colectiva pero minoritaria. Nunca mayoritaria, porque las mayorías tienden a no ordenarse con facilidad y menos por asuntos morales. Es que cuando unos tienen hambre, otros tienen sueño, otros creen en revoluciones mientras que otros apenas buscan un trabajo decente y la casita propia.

A los moralistas no les gusta que les prohíban cosas en las que ellos creen. Entonces enfrentan las prohibiciones… prohibiendo. ¿En serio, Chiabrando? Claro, por eso el negocio de los banquitos es bueno. Porque hay gente que compra dos. Uno para poder enojarse por una prohibición de un libro, de una película o de un hábito. Y el otro para pedir que se prohíba otro libro, otra película u otro hábito.

Un moralista se levanta medio alunado y te borra de un plumazo media historia de la humanidad: las cartas de Joyce a su mujer Nora o de Mozart a una prima, las películas de Woody Allen, y ya que estamos prohíben a Rabelais (¡y sin necesidad de leerlo!) y a Picasso y a Lolita y a lo que se le ponga adelante. Es el sueño húmedo de una historia sin humor negro y sin lengualargas que no se apeguen a sus reglas. Si fuera dueño de un bar con música le pediría (tarde o temprano lo haría) a los músicos la lista de las canciones para aprobarlas previamente, cosa que casualmente hacían otros moralistas, de otra moral vieja y no tan vieja: los milicos de la dictadura, la iglesia siempre.

De hecho, esto se hace. Se llama cultura woke. Los artistas firman un contrato garantizando que no van a ofender a minorías, a un perrito al que le falta una patita, a una monja, a una vieja, o estigmatizar a un pobre por pobre y a un rico solo por ser rico.

¿Les parece que exagero? Recuerden que “ecologistas” obligaron a sacar ¡arañas! de una instalación artística en el Malba para devolverlas a su “hábitat natural”. Sí, arañas, el mismo bicho asqueroso que uno pisa apenas tiene la mínima oportunidad.

¿Y vos no usás ese banquito, Chiabrando? Claro que sí. Yo tengo el más grande de todos. Miren si me iba a perder la oportunidad de humillarlos con mi estatura moral. El problema es que yo uso el banquito de la incorrección (sin exagerar; con tantos retos me amansaron un poco), que chinga de un lado, tiene una pata más corta que la otra y es bien incómodo.

Lo bueno de una lección moral (algo de bueno debe tener) es que se le puede dar a cualquiera y en cualquier momento. Porque al moralista no le importa si la persona que la recibe vive en una villa o en un palacio, recibió otra educación, tuvo mil problemas o pertenece a otra cultura completamente diferente. Igualmente merece ser pasteurizado.

El blanco preferido de los moralistas es el diccionario. No tanto la pobreza. No tanto la mala distribución de la riqueza. No tanto el colonialismo. Ni las guerras lo conmueven mucho. El diccionario sí. Si fuera por ellos borrarían la mitad de las palabras con la excusa de que ofende o estigmatiza a alguien por su sexo, religión, género, raza, hábitos o apariencia. Para eso inventan palabras estrambóticas que suplantan a las malas palabras, que ya no son culo o teta sino gordo, judío, negro, rengo y sigue las firmas.

Y cuando vos ponés en el brete a alguien subido al banquito moral, porque no es capaz de explicar lo que se supone que sabe a la perfección, desde el banquito lanzará una ristra de eslóganes difíciles de desarticular por unicelulares, elementales, básicos.

Y ahora, dejemos los berrinches de Chiabrando de lado y vayamos a la lectura política de este espinoso asunto.

Mientras los moralistas hacen lo suyo, el mundo real anda por otro(s) lado(s). La gente más o menos común sigue preocupada por la comida y el trabajo (qué antigüedad), o por ser bendecido en las redes (¡qué moderno!), o por ser amados (qué tiernos). Cosas así de básicas.

Es que me parece (solo me parece) que mucha gente ya ha comenzado a darle la espalda a tanta moralina elemental y tontamente aleccionadora, con aire de buenuda, de “vos no podés decir eso”, de “no estigmatices”. En una nota anterior titulé a esta moral como “Macartismo bueno”. Siento que mucha gente ya se ha hartado de esta peste, como diciendo “andá a joder a otro”, que es mi respuesta preferida luego de la sencilla “no”.

Y la otra parte del mundo, la de los que tienen el poder verdadero, ya sabemos, siguen con sus cositas de siempre, bombardeando al que no le cae bien y matando gente. (A los moralistas, curiosamente, esto no les molesta).

Al poder le importa un carajo el diccionario, las arañas esclavizadas y las personas estigmatizadas. No tiran una bomba en la cabeza de los inmorales porque no gastan pólvora en chimangos y les resulta más sencillo mandarle una horda de moralistas a romperle las pelotas.

Me parece que es más un problema de un agotado occidente que del resto del mundo. Y es lógico. Por esta zona se perdieron hace rato las batallas reales por el poder económico y comunicacional, entonces hay que tratar de ganar las simbólicas, las abstractas, las que se definen con cierta ligereza como batallas culturales, simpáticas, pero que no calman el hambre de nadie.

Es como reconocer de una buena vez que las vaquitas son ajenas pero las penas, cualesquiera sean, son de nosotros, mías, tuyas, y de aquél que está en el rincón y que tuvo el descaro de contar un chiste de judíos o de gordos o de rengos. ¡Marche preso, carajo…!

 

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