Darío Santillán y Maximiliano Kosteki fueron asesinados en una movilización, por militar, por defender sus derechos. La represión pretendió escarmentar al creciente movimiento piquetero, cortarle las alas.
A veinte años, Darío y Maxi son referentes, dos mártires del movimiento popular. Eran muy pibes, hoy en día apenas superarían los cuarenta. Darío, de 21, mostraba condiciones de líder, como orador, yendo al frente en la acción directa.
La mirada retrospectiva permite recorrer a vuelo de pájaro lo sucedido. Trazar líneas de tiempo, valerse del anacronismo, comparando con tragedias que sucedieron después.
Entre tantos abordajes posibles esta columna se centrará en la manipulación mediática y política ulterior a los homicidios, en los célebres intentos de encubrimiento. Antes, van unas líneas sobre los hechos y el contexto de época.
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Un semestre después de las matanzas cometidas en diciembre de 2001, las autoridades políticas (de otro signo partidario) reincidían. El presidente interino, el peronista Eduardo Duhalde, había llegado a la Casa Rosada con un par de ideas fuerza, pensando en la posibilidad de ser elegido en 2003. Una de ellas era no derramar sangre. Había comprendido que matar signó el fin de la carrera política de su predecesor radical, Fernando de la Rúa.
También, se supone, tenía que mantener fresca en su memoria el asesinato de José Luis Cabezas en enero de 1997. La Policía Bonaerense, a la que había descripto pocos años antes como la mejor del mundo, se había comprobado salvaje, promiscua con delincuentes de alto vuelo y de bajo nivel. Se trataba de “su” Policía, sabía los bueyes con que araba.
El 26 de junio dejó de lado todo lo que sabía o pensaba al respecto.
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Tras la crisis de fin de siglo, la economía repuntaba, se generaba trabajo. El Plan Jefas y Jefes de Hogar garantizaba un ingreso fijo a millones de trabajadores y trabajadoras desocupados.
El establishment económico le exigía a Duhalde que “pacificara”, esto es que castigara la acción directa que cortaba calles o rutas. Eduardo Escasany (presidente de la Asociación de Bancos Argentinos) y Enrique Crotto (titular de Sociedad Rural Argentina) sembraban los medios con declaraciones flamígeras. La paz social, clamaban, estaba en peligro. Para los dueños del poder económico, los piqueteros recibían sus pagos, no les reconocían derecho a exigir más…
El presidente convocó a una reunión de compañeros gobernadores peronistas en Santa Rosa, La Pampa. Buscaba apoyo, recibió reproches de los mandatarios provinciales. Lo ningunearon, lo acusaron de débil, le reclamaban ejerciera la autoridad. Los pedidos de leña brotaban de varias fuentes.
El gabinete nacional hasta entonces se dividía en halcones y palomas. Frente a la movilización, primaron las exigencias de mano fuerte. Zona liberada para la Bonaerense, todas las condiciones permitidas para que los policías se sacaran la bronca acumulada durante meses de atarse las manos. El 26 de junio de 2002 pudieron dar rienda suelta a su idiosincrasia refrenada. Posiblemente Duhalde también.
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En días previos, funcionarios duhaldistas habían sembrado el terreno, con alusiones al “caos” (palabra clave, heredada de la dictadura militar). En off the record y corrillos comentaban encuestas. Se supone que comprobaban que la “clase media” se había distanciado de los movimientos sociales. La consigna "piquete y cacerola, la lucha es una sola" entraba en el pasado. Imposible corroborar la seriedad de dicha versión, complicado creer en tales sondeos. Duhalde adoraba a esa divinidad, con pocos ateos entre los políticos.
Desde que despuntó la movilización, la mayoría de los medios audiovisuales instaló un relato tendencioso, estigmatizador. Los manifestantes portaban pasamontañas, ocultaban sus rostros… lo que se hacía equivaler a vaya saber qué delito. Un ómnibus o algún auto incendiado casi se parangonaba a un magnicidio.
Se enaltecía a los canas, se fabulaba: los agentes del orden trataban de contener a las hordas armadas, solo usaban gases lacrimógenos y solo portaban balas de goma.
La mayoría de los medios, los hegemónicos. No la totalidad, de eso estamos hablando.
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La narrativa se recalculó cuando se conocieron “las muertes” de Darío y Maxi. Funcionarios de alto nivel y periodistas consagrados concordaban: los manifestantes se habían baleado entre ellos, había francotiradores en las terrazas. Tamaña anomalía carecía de precedentes, afrentaba la inteligencia… caló rápido. Radios y canales de cable sostenían la mentira. No todos, la mayoría.
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En la redacción de Página/12 esperábamos que llegara desde Avellaneda Laura Vales, la compañera que cubría los movimientos piqueteros y los conocía bien. Laura llegó, creo recordar que apenas le dimos tiempo. Quería contar lo que había visto y comprendido. La rodeamos, entre otros, el director del diario Ernesto Tiffenberg, el secretario de redacción Martín Granovsky, quien les habla que era jefe de la sección Política, el subjefe Sergio Moreno.
Vales pronunció la perfecta síntesis de lo ocurrido: “Fue una cacería”. Luego añadió detalles. Decidimos que ese sería el mensaje de la tapa, el concepto editorial que se transmitiría.
Tras un tramo de silencio, se sucedieron mensajes de altos funcionarios, a compañeres de Política, a editores, a la plana mayor del diario. “Se balacearon entre ellos”.
Nutrida información aniquilaba al embuste. Nuestros periodistas recogieron testimonios de manifestantes, datos de los hospitales. Hasta algunos intendentes duhaldistas contaban la verdad. Decenas de personas con heridas de bala, a menudo a larga distancia del supuesto epicentro de la refriega. Heridos en la espalda, en la parte posterior del cuerpo… mientras escapaban.
La mentira, impertérrita.
Vales escribió a poco de comenzar la nota de tapa: “Diez segundos más tarde la Policía lanzó el primer gas lacrimógeno y un momento después la gente corría en desbandada (…) A partir de allí la represión se extendió con un crescendo que se pareció bastante a una cacería”.
El fotógrafo Pablo Piovano tomó imágenes de un asalto policial a un local del Partido Comunista, sito a numerosas cuadras de la estación Avellaneda. Allí se habían guarecido manifestantes, bajaron la puerta a culatazos. La foto se editó cubriendo casi una página.
Se fue resolviendo que escribiéramos nota de opinión editores del diario para enfatizar el relato de Vales, la prueba de las fotos. Sergio Moreno, Miguel Bonasso, este cronista.
La tapa se tituló “Con Duhalde también”, estableciendo un vínculo con De la Rúa.
La volanta y el título del artículo de Vales decían: “Los asesinatos se cometieron lejos del puente donde comenzó la protesta”. “La cacería policial terminó con dos muertos a balazos”.
Desoímos los mensajes de funcionarios. No imaginábamos ni dejábamos de imaginar (creo) que Clarín colocaría el título que hizo historia, la fake news de la jornada sangrienta: “La crisis causó 2 nuevas muertes”. Luego se escribirían libros, se filmarían películas retomando la icónica manipulación.
En una de esas podíamos haberlo supuesto, siguiendo tantas coberturas audiovisuales, sobregiradas.
El portal Infobae, que dirigía Daniel Hadad, superó a Clarín en cinismo, aunque no en lectores: “Argentina violenta: piqueteros desataron otro día de terror”, tituló.
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Transcurridos veinte años, mediando tantos diarios del lunes, parece imposible la duración del encubrimiento. Pero se mantuvo más de 24 horas: para cubrirse los gobernantes, para apoyarlos los medios. La mayoría, no todos.
Con el correr del tiempo aprendimos que las fake news no precisan ser reales ni siquiera verosímiles para ser aceptadas, transformadas en verdad revelada, en sentido común o en mantra. Basta que “su” público desee creerlas, que lo comunicado confirme sus prejuicios. “¿Cómo no va a ser cierto si coincide con lo que pienso?”, ironiza con talento nuestro dibujante Daniel Paz.
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De nuevo, por última vez. Conjuraron numerosos medios, no todos. Intervinieron también, los enfrentaron, medios independientes, militantes, periodistas y fotógrafos free lance. Muchos desocupados, por cierto.
En la mañana del 27 se revelaron imágenes certeras, irrefutables. El fotógrafo Sergio Kowalewski, vinculado a organismos de derechos humanos, ofreció y trajo a este diario una secuencia de los asesinatos. Lo rodeamos, como el día anterior a Vales. Las fotos encabezaron la edición del 28 de junio. Kowalewski (como tantos colegas en esas horas) se arriesgó con coraje mientras tomaba imágenes, estaba cerca de los criminales, les encarecía que se refrenaran.
En la Casa Rosada supieron que Clarín tenía una secuencia tomada por el fotógrafo José Pepe Mateos.
La versión gubernamental viró en el aire: exceso policial, ajeno a directivas oficiales. Sonaba la hora de despegarse. Ahorramos detalles de este tramo, para no estirar la nota.
El gobernador Felipe Solá, tras haberlo defendido más de un día, mandó arrestar al comisario Alfredo Fanchiotti, jefe del operativo y uno de los autores materiales de los homicidios.
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El 2 de julio, muy pronto, Duhalde anunció el adelanto de las elecciones presidenciales y la renuncia a su potencial candidatura. Leyó el escenario, tal vez registró un viraje en la opinión pública que no bancó la masacre. Duhalde la pintó como una “atroz cacería”, como si le fuera ajena. Sergio Moreno, un flor de colega fallecido joven hace demasiados años, escribió en PáginaI12 sobre el vocablo “cacería” en el falsario mensaje de Duhalde: “citando sin nombrar, quizás sin querer a este diario”.
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La masacre de Avellaneda y la contienda narrativa quedó famosa, no por ser única. La verdad periodística es un campo de disputa.
Las posturas divergentes o hasta antagónicas suelen ser habituales cuando se cometen crímenes de Estado contra luchadores sociales. Tanto las policías o fuerzas de seguridad como los gobiernos que las conducen e instigan encuentran apoyo en determinados medios. Salta a la mente el ejemplo de Santiago Maldonado. Las circunstancias de su muerte no fueron registradas por periodistas. Gendarmería manejó las imágenes y los audios, propiciando la impunidad.
De cualquier modo, las coberturas sobre el caso se enfrentan, compiten. La historia oficial no queda como verdad indiscutida.
El asesinato de Cabezas constituyó una excepción a la tendencia: periodistas y medios sostuvieron posturas similares. La organización y compromiso de los reporteros gráficos incentivó y sostuvo la movilización popular.
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La masacre de Avellaneda ayuda a encuadrar otros homicidios. Grandes diarios trataron de eclipsar el asesinato de Martín “Oso” Cisneros cometido por un buchón de la Policía Federal. Hicieron eje en la toma de la comisaría, minimizando o haciendo a un lado al crimen que la motivó. El compromiso de los vecinos impidió que el homicida se profugara con complicidad policial.
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Retomemos nuestra historia. Los pibes se comprometieron, se jugaron, dejaron semilla. El salvajismo del Gobierno hizo sistema con la brutalidad policial.
Las responsabilidades políticas son diáfanas, irrefutables, ascienden hasta el expresidente Duhalde. Las penales, sujetas a otros requisitos y supeditadas a la presunción de inocencia, siguen pendientes de dilucidación. Las garantías protegen a todas las personas; los crímenes deben ser investigados por los tribunales.
Como cierre apurado: no era tan difícil, siendo periodistas, avizorar cuál era la verdad el 26 de junio. Bastaba informarse, escuchar a las víctimas y a testigos presenciales, repasar los hechos. La profesionalidad de tantos colegas señaló a los autores materiales, deshizo las falacias narrativas.
Fue una jornada trágica para las luchas populares. Para el periodismo, dual: las tapas de Clarín e Infobae expresan a los encubridores. Los Goliat se alinearon con los represores. Centenares de Davids les hicieron frente.
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Soltar a los mastines bonaerenses a seis meses de las matanzas de 2001 fue un ejercicio de barbarie, pero no una novedad. Ni un cierre de época. En años sucesivos se multiplicaron homicidios de militantes populares durante movilizaciones con protagonismo o complicidad de fuerzas policiales o Fuerzas Armadas. Sin ser exhaustivo: el Oso Cisneros, el maestro neuquino Carlos Fuentealba, Mariano Ferreyra, Santiago Maldonado, Rafael Nahuel. Muy jóvenes en su casi totalidad, jamás armados, ultimados sin piedad. Las excusas de gobiernos y uniformados contaron con buena prensa (hegemónica) de ordinario.
La masacre de Avellaneda no pone fin a esta modalidad de la mal llamada violencia institucional. Sería mejor designarla como crímenes de Estado, persecuciones políticas. Violencia de clase, siempre.
La estación Avellaneda lleva los nombres de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki. Los reconocimientos se multiplican, nada les devolverá la vida.
Darío y Maxi continúan siendo emblemas, ejemplos, bandera. El aniversario, veinte años que es mucho, convoca a enaltecerlos y vivarlos como lo hacen sus compañeras y compañeros.
¡Darío y Maxi, presentes! ¡Ahora y siempre!