Un título puede ser un enigma, pero el que lleva este libro no esconde un misterio, sino que protege un paraíso. El cielo de Tushita es una tierra pura, uno de los mundos dévicos donde nos podemos dedicar a la contemplación, a reunirnos con lxs nuestrxs, a estar presentes en las palabras. Jiménez España propone un viaje hacia un Edén personal.
Esta buena vida que va trazando la nueva poesía de Paula se arma con meditaciones y kharma, monjas budistas, los haikus de Basho, las infinitas vueltas de la rueda del Samsara, pero no se aleja nunca del canto de los pájaros, del acá mismo. Estamos rodeadxs de una naturaleza que reconocemos. Chimangos, zorzales y colibríes. Animales de poder y animales que acompañan. Le acariciamos el lomo a la gata de la casa, Gaspeadita. Y en ese mundo espiritual y privado, también asistimos al ejercicio de una maternidad que desarma tradiciones, arquetipos y pretensiones. Como en estos versos del poema Las madres errantes: “Hay madres que están solas y desean./ Hay otras que desean./ La astrología habla de la luna./ Pero la luna es blanca/y es perfecta./En la tierra/ las madres tienen imperfecciones.”
Ahí se abre no solo la pregunta por las madres, las mujeres sino que también empezamos a pensar sobre este ser blanca, que se retoma como un estribillo en Pachamama, uno de los poemas más potentes, que tiene versos como estos: “Porque soy blanca/ y extranjera/no toqué al animal sagrado/ ni veneré a los muertos/ vestidos para subir con él, tampoco he visto/ sembrar a Mama Quilla las semillas prolíficas.” Nos podemos pensar, en estas estrofas, cerca de la tierra, cerca de los cantos, entonándolos pero también en un respeto silencioso.
Todo sentir que transmite este cielo viene acompañado de su observación, se mira el corazón como se mira la naturaleza, el cauce del río. Porque observa, esa que observa, tiene claridad. Aunque viajemos enplantadxs y nos vayamos a Cuzco, nada en este paisaje es una ensoñación. La poesía de este cielo está Despierta, todo lo ve, todo lo atrapa en la mirada, actúa sin juicio, con sencillez. Y donde hay calor, arma familia. No es color de rosa, aunque llama a la rosa mística y celebra la eucaristía. Acepta la premisa budista -“hay dolor”- pero ese dolor es un dolor suave, dulce, encarnado. Este yo lírico, se permite adoptar las performance de todas las tradiciones que le permitan ser genuino y, a la vez, no lleva el peso de ninguna religión sobre los hombros. Es un yo que cree, que se deja encantar por lo que ve en su travesía. En El río ensaya una oración: “Si fuera religiosa/ le rezaría al agua, pediría/ que con mi vida/ hiciera ese milagro/ que inventa con sus gotas”.
En el cielo personal de Jiménez España, el conjuro es este: de alguna forma nos vamos fundiendo con ese todo que antes parecía estar allá afuera, separado. Nos reconocemos en los detalles de una vida doméstica llena de energías sutiles que acarician, nos sentamos cerca, como si nos invitara a mirar el río y los tilos con ella.