Como en un policial, la historia se desató por un llamado. Un mediodía, poco antes de salir hacia su trabajo como investigadora en biología, el teléfono sonó sobre la mesada de la cocina. Nada en los instintos de Helen Macdonald, tan afinados luego de dedicar largas horas a la observación del menguante mundo natural, la previno acerca del contenido del mensaje: la madre le comunicaba que su padre, un respetado y querido fotógrafo, experto en registrar imágenes de la naturaleza, había muerto de un paro cardiorespiratorio. Helen no podía creerlo. Había hablado con su padre el día anterior.

Esa escena no es la que abre H de Halcón, el libro de no ficción con el que Helen Mcdonald intentó atravesar su duelo y purgar el dolor por la pérdida de su padre, sino una más idílica y pastoril. Cuando tenía unos seis años, Helen salió junto con su padre a observar azores salvajes. El azor es un halcón, similar a los gavilanes. Años después, con su padre muerto, la imagen de aquella tarde despertó en ella la necesidad de adiestrar algo que no podía comprender. Helen decidió comprar un azor, tenerlo en su casa, sacarlo a los parques y jardines a cuentagotas y con sogas especiales para no perderlo, darle de comer carne cruda y esperar con paciencia hasta el día en que finalmente vería al pájaro volar con la intención de regresar a su brazo. El resultado fue un libro intenso, profundo y, por qué no, instructivo, sobre el mundo natural en el siglo XXI, que le valió el prestigioso premio Samuel Johnson, y se convirtió en un éxito de superventas en su país de origen, el Reino Unido.

Macdonald estructura su libro con una relectura sobre la obra del escritor británico T. H. White, más específicamente el libro The Goshawk. Un libro en donde T. H. White cuenta su experiencia adiestrando sin fortuna a un azor salvaje. White no es otro que el escritor del relato infantil Camelot, la espada en la piedra, a quien pocos escritores de su generación estiman por haber hecho literatura infantil. Desencantado por el destino de la humanidad, acomplejado por su homosexualidad reprimida, White se confina a una cabaña en el norte de Inglaterra con la intención de amaestrar a un halcón siguiendo los lineamientos de un viejo manual de cetrería. El resultado es un libro en donde narra su fracaso como cetrero. Macdonald toma como columna vertebral su biografía, descompone y analiza cada capítulo del libro, mientras observa a Mabel, su azor salvaje que tiembla dentro de una jaula, en el living de su departamento, y que ha recibido en su casa por encomienda, y se pregunta por qué White había fracasado en su adiestramiento.

“No se puede domesticar el dolor” dijo la escritora, periodista, divulgadora y poeta en una entrevista en The Confidential. “Pero con la experiencia suficiente, se puede entrenar a un halcón, y el azor es el tipo más difícil de dominar; tan nervioso y temperamental, tan reconocido por su poder asesino. Domar y entrenar al halcón fue una distracción profunda y yo misma me fui transformando poco a poco en 'salvaje' mientras corría a través de colinas y campos locales persiguiendo a Mabel”. Finalmente, dice Macdonald, entendió que en su búsqueda había ido demasiado lejos. “Lo salvaje” la estaba tomando por completo. Necesitaba, dice, experimentar el dolor humano que estaba reprimiendo. Debía volver a ser una persona nuevamente si no quería volverse loca. En su viaje de ida y vuelta al mundo salvaje, su libro actualizó una vieja tradición; la de los escritores y escritoras que se ubican en ese delicado punto intermedio entre naturaleza y cordura, experiencia y desconocimiento de sí, lenguaje y puesta en práctica.

Macdonald dialoga con los dos años que Thoureau vivió en una cabaña al lado del lago Walden en el terreno de Emerson, con el primer verano que John Muir pasó en las sierras, con la búsqueda desenfrenada y poética de J. Baker detrás de halcones peregrinos. Aunque las reflexiones de Macdonald distan de ser idílicas o de pregonar por una vida en armonía con el mundo natural. Su escritura en relación al tema plantea contradicciones entre la vida en sociedad y la vida en soledad. La idea de vivir recluido a espaldas del Estado no parece ser la solución; necesita encontrar un sano equilibrio entre cultura y naturaleza. En ese sentido, Macdonald reflexiona sobre la oscuridad salvaje que reina en la prosa poética de J. Baker en su libro El peregrino, mientras persigue a sus halcones durante un tiempo indeterminado; para ella Baker se ha hundido demasiado en la oscuridad y la misantropía (al igual que T. H. White) y su búsqueda de registrar el paso efímero de las aves de presa no es otra que la búsqueda de perderse a sí mismo. La pregunta que atraviesa H de Halcón es, ¿cuál es el límite?

Su segundo y último libro, Vuelos vespertinos, publicado por Anagrama, retoma esta pregunta crucial de la literatura sobre la naturaleza, aunque su balanza parece más inclinada hacia un estado de alerta y de miedo con respecto al futuro. El libro está compuesto por cuarenta y un textos escritos para diversos medios (aunque su mayoría fueron publicados en The New York Times) que Macdonald escribió luego del batacazo de su primer libro. Gracias al éxito, se pudo comprar una cabaña en las costas de Suffolk, y abandonó la idea de adiestrar animales salvajes y peligrosos. Estos textos fueron escritos en compañía de su querido loro Birdoole, a quien le dedica el libro. Su variedad es extenuante y sus intereses no se quedan anclados en su área de especialidad. Sus textos combinan la rigurosidad científica con una forma sutil y solapada de hacer memoria. Cada fragmento de ciencia que encuentra y analiza es pasado por el tamiz emocional de su mirada. Su capacidad de conectar datos, emociones y recuerdos es apabullante. Macdonald habla de los problemas que tienen los halcones peregrinos para migrar debido a las las luces nocturnas que iluminan como un rayo la noche neoyorkina. Acompaña a Nathalie Cabrol, una astrobióloga que analiza muestras de vida que aún habitan en nuestro planeta y son antiquísimas; formas de vida que podrían darnos una clave acerca de cómo es la vida en otros planetas. Se deja seducir por la pregunta de por qué nunca le había prestado real atención a los cisnes y un eclipse de sol restituye el aura de la vida en comunidad.

La forma que predomina es la nota color; impresiones en un viaje en auto o el encuentro fortuito con un libro de ilustraciones. Macdonald reflexiona sobre los nidos de los pájaros. Vuelve a ver a un jabalí en el campo y esa imagen le permite remontarse a la historia de la caza en Inglaterra. Retoma la importancia de leer guías de árboles, opuestas a las aplicaciones que nos dicen con exactitud las clasificaciones de las plantas y de los insectos. Habla de la muerte anual de ciervos en las carreteras de las afueras de Londres. Contempla cómo reacciona un grupo de personas ante el movimiento calculado y errático de una bandada de grullas y un viaje a un supermercado se convierte en un viaje al microscópico mundo de las hormigas. Cada texto busca encontrar un revés, una iluminación pausada, un gesto adormecido que nos recuerda nuestro origen como especie en relación a otras especies, como una planta salvaje que podemos encontrar en la ranura del cemento.

Una sensación molesta hilvana a todos los textos: la realidad de que estamos destruyendo el medio en el que vivimos y, por desgracia para nosotros, no estamos haciendo absolutamente nada para remediarlo ni compensarlo. Como escritora, Macdonald tiene un objetivo complicado; el de informar sin denunciar (nada más pesado que un científico enojado porque no lo escuchan), el de señalar los cambios naturales sin perder de vista la estructura del relato ni su belleza interna. Cualquier texto ecologista cae siempre en un problema sobre qué hacer con la nostalgia. Es una contracción galopante y esquizoide: el avance de la ciencia nos trajo a lo que somos y es la ciencia la que nos previene de lo que hacemos con ella. Pero Macdonald trata de encontrar siempre un equilibrio en el señalamiento molesto, incluso cuando habla de cambios naturales que son realmente drásticos e irreversibles. Así, señala que muchos halcones peregrinos buscan hacer sus nidos en rascacielos y que a pesar de nuestras horas muertas frente a las redes sociales, hay personas interesadas en crear reservas forestales a pesar del avance irremediable de los pesticidas. Aunque, claro, no siempre logra vencer el miedo y el pavor de las imágenes catastróficas que recibe como científica del mundo natural, que se cuelan en un tono que rompe por momentos el corset descriptivo, contrarios a su voluntad por entender por qué tratamos a la naturaleza del modo en el que lo hacemos en lo que va de este nuevo siglo, en estos breves años que tenemos, antes de que todo se termine de una vez, y para siempre.

 

>Fragmentos de Vuelos vespertinos de Helen Macdonald

Las libres y la primavera

Si el número de liebres ha disminuido drásticamente en Gran Bretaña no es por causa de los depredadores. Lo que las ha afectado de lleno es la intensificación de la agricultura. Las cosechadoras aplastan a los lebratos agazapados en los prados de ensilado y los monocultivos son la causa de que los ejemplares adultos no encuentren qué comer. Casi no veo liebres hoy en día. Las encuentro generalmente en fotos, cuadros o figurillas de liebres boxeando que decoran los escaparates de las tiendas; unas esculturas estilizadas, de orejas largas, en actitud graciosa de confrontación. Pero no es necesario haber visto una liebre de verdad para saber qué significa. Las liebres son heraldos mágicos que anuncian la llegada de la naturaleza.

Aunque tengo la impresión de que últimamente la primavera se ha vuelto algo insustancial. Ahora se asocia con ramos de narcisos en los supermercados y con las promociones de Semana Santa, en lugar de sugerir ricos cambios de texturas, el perfume de la hierba fresca, el verdor del musgo en los troncos de los robles, el repiqueteo de los pájaros carpinteros, los cielos diáfanos y el regreso de esa luz indescriptible que destierra al invierno. He echado de menos esas cosas luego de haber trabajado entre cuatro paredes. Y al igual que los significados que les hemos atribuido a las liebres no son tan ricos ni complejos como el animal en sí, también nuestras ideas fijas sobre la primavera se oponen a lo que está pasando con ella. El cambio climático ha hecho que las estaciones se superpongan. Ahora los amentos aparecen en invierno, los cucos apenas se oyen, y, en lugar de una lenta progresión, las primaveras son, cada vez más, un breve destello de calor repentino antes del verano, una estación inexistente. Aquellas liebres que boxeaban eran un espectáculo maravilloso, pero volver a ver sus siluetas fue un indicio de cómo los significados que una vez dimos a las liebres y a las estaciones persisten con tal fuerza, a pesar de que sus modelos hayan desaparecido, que a veces resulta difícil ver el cambio tan vertiginoso que está sufriendo todo lo que siempre hemos asumido como eterno.

Biósfera y niñez

Siempre que atravesaba algún momento difícil cuando era niña (un cambio de colegio, algún incidente de acoso escolar o una discusión con mis padres) me ayudaba a calmarme antes de dormir repasar mentalmente las diferentes capas que me separaban del centro de la Tierra: corteza, manto superior, manto inferior, núcleo externo y núcleo interno. Y después cambiaba e iba hacia arriba, contando anillos con cada vez menos presencia de oxígeno: troposfera, estratósfera, mesosfera, termósfera y exosfera. A unos pocos kilómetros, por debajo de mi, había roca fundida: a unos kilómetros por encima, polvo y vacío infinito, y allí estaba yo, en mi camita, cubierta por un cálido manto de troposfera y también por un edredón de funda roja, mientras el aroma de la cena todavía flotaba en el piso de arriba y se oía a mi madre trabajando en su máquina de escribir en el piso de abajo.

Yo no llevaba ese ritual vespertino para ejercitar mi memoria ni mi imaginación. Era una especie de conjuro, pero no algo que me impusiera a mi misma ni tampoco una suerte de plegaria. No importaba que ese día hubiesen ocurrido cosas desagradables que me había afectado mucho, había tanto por encima de mí y tanto por debajo, tantos lugares y estados inexorables, inalcanzables, totalmente ajenos a los asuntos humanos, que enumerarlos uno a uno me ayudaba a construir un santuario imaginario entre muros de conocimientos desconocidos. También me ayudaba en otros aspectos. Dormir era como perder el tiempo, como no estar vivo, y a veces, cuando la somnolencia me vencía por la noche, sentía pánico de no poder encontrar un camino de vuelta para regresar de donde fuese que el sueño me llevase. Para mí, aquella íntima oración de vísperas era como contar los escalones mientras subía una escalera muy empinada. Necesita saber dónde estaba. Era una forma de devolverme a casa.

Un eclipse de sol

 

Las colas de las golondrinas que trazan sus sinuosos vuelos de caza sobre las ruinas ya no son de un azul iridiscente al sol, sino de un añil profundo. Están emitiendo llamadas de alarma. Un gavilán que nos sobrevuela empieza a descender, pierde altura, bloqueado en su búsqueda de corrientes térmicas para elevarse. Las corrientes han desaparecido debido al rápido enfriamiento del aire. El halcón vira hacia el noroeste, mientras sigue bajando. Vuelvo a observar el sol, ahora a través de gafas que llevo para tal fin. Lo único que queda de él es un paréntesis de luz. El mundo continúa obstinadamente extraño; sombras cortas, de mediodía, en un mundo alterado. La tierra es naranja. El mar es púrpura. Venus ha aparecido muy alto en el cielo, a la derecha. Y entonces, en el medio de un coro de vítores, silbidos y aplausos, clavo la mirada en el cielo mientras el sol se desliza y desaparece, al igual que el día, e increíblemente, ¡increíblemente!, encima de nuestras cabezas se crea un retazo de cielo negro, de un negro tenue, con un agujero en medio. Un agujero redondo, más oscuro que cualquier cosa que hayas visto jamás, rodeado de un anillo de fuego blanco, intenso y fluido. Estallan los aplausos. Resuenan a través de las dunas. Se me hace un nudo en la garganta. Se me llenan los ojos de lágrimas. Adiós, comprensión intelectual. Hola, algo totalmente distinto. El momento en el que el eclipse solar alcanza su totalidad resulta tan incomprensible para nuestra maquinaria mental que nuestra respuesta física se torna aún más evidente. Nuestro intelecto no puede entender nada de lo que sucede. Lo que atrapa nuestras miradas en el cielo no es la oscuridad, ni las nubes crepusculares en el horizonte, ni las estrellas, sino esa extraordinaria incorrección que está ocurriendo en lo alto. La euforia no es más que un terror contenido. Me siento diminuta e inmensa a la vez, tan solitaria y única como nunca me he sentido, y tan integrada y parte de una multitud como es posible sentirse. Es una experiencia compartida y de una enorme intensidad personal. Pero no hay palabras capaces de explicar todo esto.