Fueron 50 años de silencio y de esquivar a la Justicia argentina, pero finalmente el marino retirado Roberto Guillermo Bravo tuvo que sentarse ante un tribunal. Desde Estados Unidos, donde vive desde los meses posteriores a la Masacre de Trelew, Bravo admitió que, el 22 de agosto de 1972, vació el cargador de su ametralladora PAM sobre los presos y presas políticos que estaban detenidos en la base aeronaval Almirante Zar.
“Hace 50 años que no pensaba en esto”, dijo Bravo al sentarse frente a la jueza y al jurado integrado por siete varones y mujeres que tendrá que decidir si debe pagar por la demanda civil que presentaron cuatro familiares de las víctimas de la Masacre de Trelew bajo la Ley de Protección de Víctimas de la Tortura, que permite juzgar a quienes ejecutaron estos crímenes en otros países. Al tribunal, Bravo había llegado de traje, con un carrito y un bibliorato colgando debajo del brazo. El pelo blanco lo usa largo y atado en una colita.
Durante su exposición de alrededor de tres horas, el fusilador de 80 años dio su versión de los hechos, que estuvo marcada por las contradicciones. Insistió en que hubo un nuevo intento de fuga, que los presos no eran “boy scouts” y que una semana antes habían protagonizado una fuga desde un penal de máxima seguridad. Siguiendo el guión que produjo la Armada tras la matanza, Bravo dijo que uno de los prisioneros –Mariano Pujadas– le arrebató el arma a otro de los marinos, al capitán Luis Emilio Sosa. Cuando le pidieron que describiera cómo fue la situación, Bravo dijo que no lo podía poner en palabras y se puso de pie y empezó a gesticular ante la mirada incrédula de parte del público.
Para intentar salvar su pellejo, Bravo dijo que fue Sosa quien decidió abrir las puertas de las celdas esa madrugada. El abogado de las víctimas, Ajay Krishnan, le preguntó si responsabilizaba a Sosa porque estaba muerto. En el informe que hizo la Armada tras la masacre, aparecía Bravo dando la orden de sacar los candados. Era él quien ejercía de oficial de Logística y, por ende, estaba a cargo de los presos.
– ¿Usted dio la orden de disparar? –le preguntó el abogado.
– Yo abrí fuego –respondió en inglés.
Habló de una multitud que se le venía encima. “Fue un instante, fue una tragedia”, repitió sobre el fusilamiento de 16 hombres y mujeres desarmados y sobre cómo otros dos hombres y una mujer fueron heridos gravemente pero sobrevivieron. "Vacié el cargador", reconoció. Cuando le consultaron qué involucraba vaciar el cargador, dijo que una PAM tenía entre 30 y 32 balas. También declaró que conserva una “imagen terrible” de la sangre y de los cuerpos apilados.
Después de la Masacre de Trelew, la Armada protegió a sus fusiladores. A Bravo lo mandaron como agregado militar a Estados Unidos. Dijo que fue supuestamente a formarse, pero también dijo que lo enviaron para que no hubiera “venganza” contra su familia, lo que, de alguna manera, demuestra que la Marina buscó protegerlo. Llegó a Washington el 15 de mayo de 1973, diez días antes de que asumiera el gobierno Héctor Cámpora. Según Bravo, él empezó a pensar en renunciar a la fuerza en 1977, algo que se materializó en 1979.
Cuando le preguntaron por qué no volvió al país, respondió: “Argentina no era el país para tener una vida feliz”. Dijo que, desde 1973, solo volvió en dos oportunidades: en 1985, de vacaciones, y en los ‘90 cuando murió su madre. En 1987, logró la ciudadanía estadounidense. Desde 2008, el gobierno argentino reclama su extradición para juzgarlo por la Masacre de Trelew, hecho que fue catalogado como un crimen de lesa humanidad por los tribunales locales. Aún está pendiente de resolución el último pedido que se formuló en 2019.
En octubre de 2020, ante la imposibilidad de juzgarlo en Argentina, los familiares de la Masacre de Trelew presentaron una demanda civil contra Bravo en Florida, donde vive hace 40 años. Lo hicieron con el apoyo del Centro para la Justicia y la Rendición de Cuentas (Center for Justice and Accountability) y el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS).
Durante la jornada del martes, Bravo admitió tener un patrimonio neto de 6 millones de dólares, que amasó desde que se dedicó a los negocios –incluso con las fuerzas armadas estadounidenses, como reveló el periodista Diego Martínez–. Mientras él se volvía rico, las familias de los fusilados en Trelew seguían siendo perseguidas en el país o la dictadura asesinaba a los tres sobrevivientes que lo denunciaron como el peor verdugo de la base Almirante Zar.