Coleccionar es almacenar un mundo de enlaces cotidianos, un tiempo, todo el tiempo, el tiempo intacto. Un instinto humano básico y ancestral, una condición natural de la infancia con olor a piedras, insectos y caracoles; y, según dicen las definiciones que reconocen en esta acción un placer físico, una compleja e irreprimible expresión de interioridad individual, un estado de alegría dopaminérgico que nace en la búsqueda de ese objeto nuevo por contemplar.
¿Nos gusta desear sin haber visto? ¿Qué ronda bailará ese objeto que llega para disminuir la ausencia del que falta? Una coleccionista belga atesoró más de cincuenta mil latas serigrafiadas (la primera fue una de bombones de los años cincuenta que le regaló una tía) y una inglesa donó su colección de sesenta y dos collares de perros (hay algunos del siglo XV) al Museo de Collares para Perros del Castillo de Leeds, en Kent.
Una vanidad (si pensamos en la tabla de valores de El Satiricón) con nomenclador ecléctico y aspiración infinita donde latas y collares para perros se hermanan con vinilos, pelos, Pokemones y marquillas; con las tres mil cartas guardadas de Liselotte (princesa del Palatinado y duquesa de Orleans) y con el acopio cromático de las mecenas Catherine Lorillard Wolfe e Isabella Stewart Gardner, una institución, con inspiración Medici, en el arte de coleccionar arte.
Sonja Bata coleccionaba zapatos, tantos zapatos que un día decidió crear un museo para ellos. En mayo de 1995 inauguró el Bata Shoe Museum de Toronto, figuración moderna de una caja de zapatos, donde catorce mil piezas son la huella de más de cuatro mil años de historia. Sonja nació en Zúrich, su papá era abogado y ella quería ser arquitecta, pero a los diecinueve años se casó con el heredero de una fábrica de calzado. Hubo mudanza a Canadá, empresa venturosa, ventas internaciones y muchos viajes.
Dicen que en cada uno de esos viajes Sonja compraba zapatos y que en los años setenta tenía más de mil pares guardados en el sótano de su casa. En 1979, la familia creó la Fundación Museo del Calzado Bata para establecer un centro internacional de investigación del calzado; el proyecto del museo llegó dieciséis años después. La colección cuenta con sandalias compradas en mercados africanos, pantuflas, botas japonesas de piel, mocasines sioux, botas de Elton John, zapatillas de satén de la Reina Victoria y unos zapatos negros de Indira Gandhi que le envió su hijo Rajiv. Por supuesto también hay algunos diseños de la empresa familiar, otros de Manolo Blahnik, zapatillas de Shaquille O'Neal, botas de potro de la pampa húmeda y las de los cowboys de los western, sandalias egipcias, abotinados ingleses, chapines del renacimiento italiano, una botas de John Lennon, plataformas venecianas del siglo XVI, zuecos de los Países Bajos, una réplica del calzado que usaba la momia del Tirol y zapatos de la antigua China.
A los noventa y un años y dos semanas antes de morir, Sonja agregó unos tacones del siglo XVIII a su preciada colección. Pensar en ese repertorio, en ese tramado de suelas y cintas es completar (si tenemos suerte) el álbum promisorio de pies propios y ajenos que guarda las texturas, los colores y las formas que la memoria retiene cuanto recuerda a los zapatos preferidos y a los zapatos que nos hicieron doler, a esos de goma con lo que Oliverio Girondo rebotaba sobre la arena, a los gastados de Emily Dickinson y a los crueles de Lope de Vega.