“Nuestro trabajo como gobierno es marcar la cancha, poniendo las reglas, haciendo obras de infraestructura que no se hacían desde hace décadas, generando un marco de más apertura y un contexto más sólido para que vengan las inversiones, y para que las empresas y las personas prosperen. Argentina tiene que ir al círculo virtuoso del mundo desarrollado, a competir con los mejores del mundo. Ningún equipo, empresa o país mejora si se encierra sobre sí mismo”. Miguel Braun, secretario de Comercio del actual gobierno, es el autor de este enunciado. 

Tiene la innegable virtud de ser claro, en cuanto a expresar doctrinariamente lo que pretende este gobierno. Un año antes, ya había sostenido lo siguiente: “En los ‘90 se intentó hacer todo en dos años. En el corto plazo fue fantástico, pero esos cambios no fueron sostenibles porque se tomaron demasiados atajos. Nosotros aprendimos de esa experiencia”. De hecho, Braun es el único funcionario que ha dado una opinión explícita (y positiva) acerca del ciclo neoliberal anterior.

Esta claridad facilita el debate. Más allá de la hojarasca new age o el lenguaje marketinero, la intención es marchar hacia una franca apertura, exponiendo a la economía a los vientos de la competencia externa, entendida como la única vía para mejorar. Y esta mejora es responsabilidad exclusiva del sector privado; el Estado debe limitarse a las instituciones y a la infraestructura.

Lo notable es que ya se conoce este programa y sus consecuencias. La Convertibilidad ha sido el gran ensayo, el programa de reformas de mayor alcance, en América latina. El empleo industrial se redujo en un tercio, gracias a la exposición a la competencia externa, viabilizada por la baja de aranceles y la sobrevaluación cambiaria. La inversión no fue muy elevada aun en ese contexto. La afluencia de capitales externos fue relativamente baja, lo que explica la vigencia de muy elevadas tasas de interés en ese período (un banco ofrecía al público minorista colocaciones a plazo fijo en dólares al 8,5 por ciento anual). 

El sector automotor –pese a estar protegido por un régimen especial– tenía un déficit en divisas de 1000 dólares por unidad vendida al mercado local en la década del ‘80. Las mieles de la apertura (controlada por un régimen especial) lo llevaron a 5000 dólares. Todo concluyó en la peor crisis que sufrió la Argentina desde el siglo XX.

¿Esto es el resultado de la mera perversión argentina? No. A esta altura, es algo obvio que los relativamente pocos países periféricos que han logrado entrar en una senda de crecimiento sostenido, no lo han hecho por la vía preconizada por el convencional discurso neoliberal. Y no hace falta ser un izquierdista impenitente para llegar a esta conclusión.

Esto se reconoce por ejemplo –con la diplomacia del caso- en un libro publicado por el Banco Mundial en 2009, con motivo de los 30 años de los Informes de Desarrollo Mundial producidos por esta institución. Para muestra, basta este botón: “es también destacable que China e India –dos de las economías más dinámicas, que han representado gran parte de la reducción en la pobreza desde inicios de los ‘90– han seguido una trayectoria lenta y cautelosa, en lo referido a reformas. Ellas continúan manteniendo un gran sector estatal, como así también reservan un rol importante para el Estado en cuanto guía del mercado, ubicándose en lugares bajos en el ranking en lo que concierne a los indicadores de ‘Doing business’. Es más, otras economías del Este Asiático que avanzaron en desnacionalizaciones, aperturas y la construcción de instituciones de mercado se enfrentan ahora con una desaceleración del crecimiento económico y una tendencia a una creciente desigualdad económica” (Shahid Yusuf, Development Economics through the decades, The World Bank, 2009, página 84).

Pero hay más. Se suponía, tras la crisis de 2001-2002, que las empresas que habían sobrevivido al programa neoliberal serían auténticos leones de la eficiencia, y podrían desarrollarse con fuerza en el nuevo contexto de tipo de cambio alto que siguió al derrumbe de la Convertibilidad. Nada de eso pasó. Ni inversiones masivas, ni sustitución de importaciones, ni una renovada agresividad externa. Los rigores de Convertibilidad parecen haber servido ante todo para inocular el temor que “esto puede volver a ocurrir”, y motivar comportamientos inversores cautelosos. Y este gobierno ha venido a confirmar este temor.

Keynes dijo en 1926, tratando el tema del laissez-faire, que “proponerle la acción colectiva a los fines del bien público a la City de Londres es como discutir el origen de las especies con un obispo hace 60 años. La primera reacción no es intelectual, sino ética. Se está cuestionando una ortodoxia, y cuanto más persuasivos son los argumentos, mayor es la ofensa”. Sólo una actitud de este tipo puede explicar –en el plano de lo intelectual, no en el de los intereses concretos– la persistencia del discurso neoliberal. Es simplemente no querer escuchar argumentos.

 Es que cuando se trata de no ver, lo esencial es efectivamente invisible.

* Cespa-IIE-FCE-UBA.