Ya que importamos de todo, hasta yerba y asado, ¿no podremos importar felicidad? Ya sé, paganos míos, que la felicidad no existe, al menos envasada, pero quizá, mezclando ingredientes conseguidos por acá, excipientes y aromatizantes por allá, logramos embotellarla, y no sólo para usarla, sino para vendérsela a países infelices como el nuestro. O a ustedes, que a veces se pasan de amargados.

Según los medios, las peluqueras y los taxistas, los ingredientes deben ser extranjeros. Nosotros somos incapaces, ya se sabe. Algo de cierto debe haber; los argentinos inventamos el dulce de leche, el colectivo y la birome, que de no existir no cambiaría nada. Sin olvidar que el dulce de leche es leche quemada, la birome la inventó un húngaro y el colectivo es una variante del camión lleno de negros que van a la cancha, pero con techo.

Pero quizá el pueblo unido nunca será desoído (en la teoría), y realmente la felicidad es imposible para nosotros pero está dispersa por el mundo, siempre lejos, lejísimo. Dejemos volar nuestra imaginación, entonces. Pensemos que somos un CEO de una multinacional, y que se nos ocurre la gran idea de importar felicidad. Entonces salimos de viaje.

Vamos a Bélgica a comprar paz, ingrediente fundamental de la fórmula. Hay paz en Bélgica. Se camina por las calles sin temor a ser asaltado y hasta la policía es de confianza. Pero es paz contaminada, para lograrla tuvieron que masacrar media Africa cuando eran potencia colonial y no el pueblito próspero de hoy. Es verdad que nosotros matamos a los indios, a los gauchos, y a muchos hermanos, en diversas dictaduras, pero curiosamente eso a nosotros no nos dio felicidad ni paz, vaya a saber por qué.

Sin desilusionarnos, seguimos viaje y vamos a comprar gotas de industrialidad alemana, ingrediente especial. Y existe, dos alemanes se toman unas cervezas y te ponen una siderurgia. Pero en las pausas para merendar, en lugar de solidarizarse con el gremio, se las agarran con los judíos, los negros, los balcánicos, los gitanos, los marrones y los amarillos. A nosotros no nos falta odio, pero como no somos tan diferentes (por más que los blancos y/o ricos digan lo contrario) no nos podemos discriminar de la misma manera (aunque nos esforzamos); discriminar a un argentino es discriminarse a uno mismo.

Desalentados, vamos a EEUU, donde todo es lindo y funciona. Acá también los excipientes están contaminados por la tasa de mortalidad por consumo de drogas más alta del mundo. Pensándolo bien, no nos convienen esos ingredientes; los subdesarrollados argentinos tendremos problemas, pero ese problemón no. Por qué comprar kilombos extras.

Vamos a Japón a ver su fabuloso sistema educativo, pero a pesar de eso tienen una altísima tasa de suicidio. No sé usted, pero yo prefiero a nuestros pibes, no tan educados, incluso algo burros, pero aferrados a la vida, sea como sea esa vida. Ya que estamos, intentamos aprovechar el viaje e importar espadas samuráis para reemplazar los facones; no resultó: las espadotas no entran en las rastras y los gauchos siempre están corriendo riesgo de castrarse solos.

A Inglaterra vamos a comprar un poco de flema, de calma, de autocontrol, pero los tipos resultan ser una manga de borrachos. No los más borrachos del mundo pero hacen mérito. Más del diez por ciento de los flemáticos son borrachines. Y por mucho que nosotros nos tomemos una sidra extra en las fiestas, es otro problema que no tenemos. Y son y han sido piratas, mientras que nosotros apenas hemos molestado a nuestros vecinos, como en la guerra de la triple alianza, cuando masacramos a los paraguayos, aparentemente motivados, vea usted, por los flemáticos ingleses. Más allá de eso, nuestra rabia se utilizó contra nosotros mismos, y no como los países civilizados, que la utilizaron contra ellos mismos, contra el vecino, contra el parecido y contra el diferente. Eso no te vuelve grande, te vuelve poderoso, con suerte.

Aprovechando que la multinacional paga los gastos, y argentino al fin, en Suecia el CEO se deja acunar por el pecho generoso y militante de una muchacha local, pensando que la felicidad podía ser eso. No resultó, la sueca lo echó al grito de "conmigo no te hagás el sueco". Así vamos por un poco del savoir faire francés, contaminado por un pasado colonial y un presente derechoso (como el nuestro, pero el nuestro es rasca), y además salimos de allí constipados de comer queso a toda hora, oh, la, la. Vamos por la puntualidad suiza pero llegamos tarde. Italia es argentina pero más vieja, así que no hay qué afanarles.

El CEO va a comprar esencia antimachista a países sin femicidios, pero España, Italia y los países nórdicos tienen un problema semejante al nuestro. Los que no tienen femicidios son Mónaco, Malta, Liechtenstein, Islandia y Andorra, pero cuando llega ahí no hay nadie, ni gente. Son una postal de entrada y otra de salida. Mientras viaja, el CEO se irá cruzando con argentinos que se reinsertan en el mundo, o sea escapan de la malaria. Hasta conoce a dos expulsados del colegio Newman por inteligentes.

Este CEO inventado se dará cuenta que vaya donde vaya no va a encontrar otra cosa que ingredientes manchados de odio, desilusión, miedo. Sin contar las pestes viejas, colonialismo, imperialismo, nazismo, ingredientes que si bien en argentina se consiguen, es por haber sido víctimas. En estos casos es mejor ser víctima que victimario. Ni el comunismo inventamos, vea. Aunque eso no sé si nos hace mejores o peores. Y menos inventamos la monarquía, el formato más atrasado del mundo, donde personas se dicen descendientes o elegidos por dioses. ¡Y hay gente que lo cree! Póngale, cero, por burro.

¿Hay ingredientes buenos y no contaminados? No sé. La yerba viene con polvillo, el vino con borra, el chocolate engorda y las mujeres bellas y los perros de raza tienen dueño, así son las cosas reales. ¿Y no será que los argentinos nos merecemos ser infelices? Vaya uno a saber. Pero será un tema que deberemos resolver sin fórmulas ni inventos raros, ni comprando recetas, que se sabe, como explico brillantemente en esta nota, traen más dolor que bienestar.

A la vez, el CEO entiende que los otros países son mejores y nosotros somos peores. Y que nos conviene seguir así. Parece una paradoja. La llamaremos la paradoja argentina, el cuarto invento luego del dulce, la birome y el colectivo. No es cuestión de andar comprando ingredientes supuestamente geniales y que al unirlos, el resultado sea un país... como los otros. O peor. Quizá más rico, pero no mejores.

Al fin el CEO regresa, se saca la ropa de garca (la multinacional lo echó a patadas), y se pone un Lave-rap. Cada lavarropas tiene un cartelito en castellano y chino que dice: "CEO que huye sirve para otra importación". A los vecinos les dice que no está tan mal atar con alambre lo que se resiste a quedarse quieto, si a eso se le agrega dos gotas de amistad, dos gotas de cordialidad, un poco de familia y algo de la roña nuestra de cada día. Por ahí esa fórmula se puede embotellar y salir con un producto argentino a la conquista del mundo. No será la felicidad, pero al menos es nuestro.

 

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