En abril de 2019, Laura volvió a Roma. Ya podía festejar haber cumplido con las vacaciones prometidas a su hijo tantas veces. Era una tarde templada, y el sol inundaba el hemiciclo de Piazza San Pietro. Mientras Alex se lanzaba a recorrer la Vía de la Conciliación, ella se sentó a una mesa del café San Pietro, como lo había hecho con la misma inquietud cuarenta años antes, cuando el otoño iniciaba su faena de nieve y de lluvia y también comenzaba su exilio en Europa. Porque aquel noviembre de 1977, el vuelo de Alitalia que la traía de Rio de Janeiro se había retrasado lo suficiente como para obligarla a pernoctar en el hotel Satélite, en las afueras del aeropuerto Fiumicino. Se registró y suplicó al conserje que la despertara a las dos de la tarde. Tenía que llegar a tiempo a una cita en la Piazza San Pietro. De esa cita dependía no perder el único contacto con sus compañeros que la esperaban en Italia.
Debió despertarla el sonido monótono de una aspiradora cuando ya eran las tres de la tarde y estaba a kilómetros de Roma. El check out fue rápido, tan rápido que en esa despedida quedó sobre la mesa de luz de la habitación un libro que no volvería a leer en español por años: El Aleph, de Borges. El viaje en taxi hacia Roma por la antigua Via Appia tuvo algo de fantasmal: era inevitable que la imaginara bordeada por las tropas de Pompeyo y los crucificados del ejército de Espartaco. ¿Cuándo había conocido a ese héroe contra la esclavitud? A los doce años lo había amado gracias a Howard Fast y a Stanley Kubrick, pero sobre todo por ese mentón seductor de Kirk Douglas. Mientras los pinos mediterráneos se sucedían alineados como sombras detrás de los vidrios del auto, no podía dejar de pensar en el Aleph, en el punto igual al universo. Porque Roma bien podía ser Buenos Aires. El chofer se parecía increíblemente a Ernesto, a Juan, a José. Lo familar era también lo extraordinario: la parte era igual al todo.
Llegó a la Vía de la Conciliación antes de la hora señalada. Esperó, entonces, en el bar San Pietro. Pidió un capuchino y toleró la mirada inquisidora del empleado sobre su valija ordinaria y su ropa demasiado liviana para una tarde otoñal. Poco antes de las cuatro, cruzó hacia el monolito que marca el punto central del hemiciclo de la Basílica de San Pietro in Vincoli. Sacó de su cartera un diario Journal do Brasil y lo exhibió como la contraseña pactada. Cuatro y dos minutos: Luigi, así se llamaba, apareció entre una bandada de palomas que levantaban vuelo. No era muy alto ni muy rubio, tenía ojos claros disimulados apenas por lentes livianos. ¿Laura?, preguntó. El movimiento fue rápido. Luigi la tomó del brazo y la condujo hasta el mismo bar San Pietro del que había venido. Allí, en una mesa, desplegó un mapa y le señaló el lugar donde debía ir. El viaje no había terminado. A las diez de la noche debía tomar el tren a Turín para recalar en el Piamonte. Luego, otro tren a Cúneo donde la estaría esperando alguien que la reconocería y le diría cómo seguir hacia un lugar que ni siquiera figuraba en ese mapa. Luigi se comportaba como un conspirador. Como un general desplegando el mapa de sus batallas. Laura se sintió extraña en esa mesa que súbitamente se había transformado en un tablero de operaciones. La misma extrañeza que debió sentir el empleado del bar porque pocos minutos después entraron tres carabinieri dispuestos a llevar a Laura y a Luigi a la questura di Roma. Los trasladaron en dos coches diferentes.
Ya en la central policial, Laura permaneció sola varios minutos en una oficina que combinaba una boiserie dieciochesca con Olivetti ultramodernas. Un oficial irrumpió violentamente mientras en una sala vecina se escuchaban gritos. Laura tembló. La crispación política por el auge de la guerrilla Brigatte Rosse podía producir la paradoja de ser encarcelada en Italia cuando había podido huir de la dictadura argentina. Los gritos de la oficina vecina no cesaban y se hicieron más intensos cuando el inspettore Lucca, (así dijo llamarse) abrió la puerta violentamente para arrebatarle el pasaporte a Laura. Pero de repente los gritos cesaron. El inspettore entró nuevamente y, con tono de contrición, se lamentó una y otra vez: Scussi signorina, secuzzi tante, rogó, mientras devolvía el pasaporte. Detrás de él, entraron Luigi y el comisario, jefe del inspector, que también pedía disculpas en varios idiomas. Laura no entendía aún la situación, pero se relajó. Y contraatacó: protestó por haber sido demorada. Luigi culpó al inspettore Lucca de la posibilidad, cierta, de que ella perdiera el tren a Turín donde debía trovare i suoi. El inspettore creyó necesario reparar el error y se ofreció a llevarla en un patrullero a la Roma Termini. Mientras los carabineros discutían qué auto llevaban, Laura preguntó a Luigi qué había sucedido. Y casi murmurando como un buen conspirador le explicó: “Il comisario e un compagno comunista come io.” Le había mostrado su carné del Partido Comunista Italiano… más conocido, dijo, como Pichí.
Luego sucedió lo que Mario Monicelli hubiera filmado como un gran éxito del neorrealismo, interpretado por Alberto Sordi. La sirena del patrullero rompió la noche de Roma. En una carrera contra el tiempo, el inspettore Lucca o Sordi arrastró a Laura hasta la boletería, compró su boleto a Turín, la acompañó hasta el binario donde el tren estaba pitando su partida y la ayudó a subir con un empujón suave en momentos en que la máquina inició el movimiento de tracción para el arranque. El inspector corrió unos metros junto a Laura, ya instalada en los primeros escalones de la puerta del vagón, despidiéndose del policía que gritó, como última reparación: “Signorina, ¿ha bissogno altre cosse?”. Laura hizo el gesto de fumar. Y Sordi, entonces, sacó de su bolsillo un paquete de cigarrillos que le entregó casi corriendo a la par del tren que se alejaba hacia el norte.
Nunca supo si el inspettore escuchó su grito de agradecimiento. Pero cuando logró instalarse en el compartimiento cálido en el que ya viajaban cinco pasajeros; cuando se sentó en el único asiento disponible y prendió el cigarillo marca Muratti que fumaría por única vez en la vida; cuando uno de los pasajeros le preguntó si era argentina y si conocía a sus parientes de Rosario, Laura comprendió que estaba, definitivamente, en Italia.
Mamá, dijo Alex.
Laura lo abrazó como si lo viera por primera vez.
Y sintió que la vida, después de todo, no era latitud sino tiempo.