Me pasé toda la noche mirando por la borda, con la ansiedad de quien no está seguro de qué es lo que espera pero sabe que será grandioso.
Me había escapado del camarote sigilosamente, abriendo apenas la puerta una vez que mis papás se durmieron. El barco, cuyo nombre no consigo recordar pero era el de alguna ciudad costera, se desplazaba río abajo, raudo y veloz a favor de la corriente, como una isla luminosa llena de rumores a la luz de la luna.
Apoyado en la borda del paquebote, como se los llamaba porque llevaban pasajeros, correspondencia y carga, miraba reflejarse el cielo estrellado sobre el Paraná, a esa hora de un intenso azul-negro.
–¡Aquí son millones y se ven todas! –había exclamado mamá, fascinada porque en tres días llegaríamos a Buenos Aires y a su larga parentela.
Yo me había arrinconado contra los chapones de la borda, protegido por una especie de ancho ventanuco que daba a las aguas del río y me servía a la vez de refugio y de atalaya. No sentía miedo, sino una excitación creciente que le ganaba al sueño. Estaba por cumplir seis años y aunque no sabía lo que era un gigante, mi papá, segundo comisario de a bordo en ese buque, me lo había prometido. Yo sólo sabía que era algo muy grande y que él siempre cumplía lo prometido.
—Vas a reconocerlo enseguida. Uno lo mira y no sabe dónde termina. Abraza al mundo entero y no hay poder en la Tierra que tenga tanta fuerza. Su lomo de agua está siempre en movimiento y cuando se enoja puede destruirlo todo. Pero si está manso y uno lo mira con respeto, es el espectáculo más bello del mundo.
Esa mañana, al partir de Barranqueras en el transbordador que nos cruzó hasta Corrientes, por cuyo puerto pasaba dos veces por semana el vapor que unía Buenos Aires con Asunción –aguas arriba y aguas abajo– yo había tratado de imaginar cómo sería ese gigante cuya otra orilla papá decía que nunca nadie podía ver en el horizonte.
En cambio el río sí era el paisaje habitual de mi infancia y el protagonista de la reiterada escena familiar de los domingos: al amanecer papá iba a pescar a Antequera o a la Isla del Cerrito, y yo con él, para volver al mediodía con algún doradillo, corvinas, bagres, que después cocinaba silbando y en espera de la transmisión del fútbol de Buenos Aires por Radio El Mundo. Esos peces eran frutos del extraordinario lomo líquido del río, pero yo no alcanzaba a imaginarme cómo sería el lomo infinito del gigante.
Aquel año íbamos a ir a Mar del Plata. Me habían prometido ver el mar por primera vez. Conocer al Gigante.
Papá trabajaba en la flota fluvial y por eso tenía pase libre familiar en los vapores de la carrera, como se les llamaba. Una vez al año bajábamos a Buenos Aires. Así se decía: “bajar”, porque los buques se desplazaban a favor de la corriente y a veces a velocidades vertiginosas. En cambio el regreso siempre era lento. De Buenos Aires a Asunción, río arriba, eran cinco días, pero río abajo sólo tres. Para mis viejos era una fiesta esa vacación anual porque se encontraban con amigos, mamá podía ir a la cubierta de primera clase a tomar el té, y mi viejo, que no podía con su talante, aún en vacaciones iba a la cabina de mando a charlar con sus colegas.
A mí ese mundo me fascinaba, pero me hartaban las recomendaciones del cuidado que debía tener y de lo que no podía tocar, que era casi todo. Me condenaban a sonreir al capitán y al personal de a bordo cuando me tocaban los cachetes y subrayaban, inexorablemente, lo parecido que era a papá.
Mamá esperaba ese viaje como se espera un milagro anual, porque toda su vida odió vivir en el Chaco y sólo aceptó radicarse en esa tierra feroz por el loco amor que sentía por papá. Así lo decía cada vez que pensaba en huir del calor, los mosquitos, los monos carayás tan sucios y gritones, y el polvo que traía el viento Norte o el lodo que dejaban las lluvias torrenciales.
Aquella primera tarde a bordo, mis padres se vistieron con elegancia inhabitual. Mamá se puso un vestido blanco de escote recatado y con una delicada hilera de rosas bordadas en el entredós. Papá lució el traje de lino crudo que mi vieja decía que era lo único que le quedaba realmente bien porque le disimulaba la barriga, y los zapatos bicolores de Grimoldi que usaba para las grandes ocasiones. Lo que arruinó al conjunto familiar aquella tarde fue que, tras una breve discusión en la que fui derrotado, me pusieron nomás el odiado traje de marinerito blanco y azul.
En el comedor hubo presentaciones muy formales, que parecieron encantar a mis viejos, y, después de una cena mortalmente aburrida, volvimos al camarote acunados por el silencioso vibrar de la sala de máquinas. Y en efecto el chas-chás, chas-chás, monótono y perfecto, anestesió a mamá en pocos minutos. Papá me contó alguna historia del río y el mar, y me dio un beso y se fue a su litera.
Siempre me gustaron los besos de papá, quizás porque fueron muy pocos, pero me hice el dormido cuando me preguntó si dormía y me quedé escuchando el alegre son de chamamés y polkas que venían de la tercera clase, donde la gente se divertía como en otro mundo, en el lecho mismo del río.
Entonces salí a cubierta y me refugié contra los chapones de la borda, junto al ventanuco ovalado y en medio de dos enormes toletes en los que los marineros habían enredado unas sogas gruesas como sus brazos. Yo quería ver el mar, saber cómo era el gigante. Había visto fotos y, hacía poco, una película de piratas con Errol Flynn. Y papá me había explicado que lo que había detrás, toda esa agua interminable que se perdía en el horizonte, eso era el mar. Le pregunté qué era el horizonte y volvió a contarme que cuando empezó como marinero en el puerto de Buenos Aires, con sus amigos al mar lo llamaban Gigante porque era fantástico darse cuenta de que el río, de pronto, se convertía en aguas y olas infinitas. Yo no lo entendía pero igual me fascinaba ese relato.
Cuando él se dio cuenta de que yo no estaba en el camarote y salió a buscarme y me encontró mirando el río rumoroso por la borda, con mezcla de pánico y alivio me devolvió al camarote. Yo le dije que sólo había querido ver si aparecía el Gigante y él me explicó que ahí no; todavía faltaban varios días. Pero sí debía saber que si bien era inmensurable no era tan hermoso como el río. Porque el Paraná, me dijo, tiene un alma noble y en cambio con el mar nunca se sabe. Y además al río podemos sentirlo nuestro porque es nuestro, y eso se llama soberanía, lo que con el mar es imposible. Qué quiere decir soberanía, pregunté, y él respondió: quiere decir que es nuestro, que nos pertenece como el apellido.
Yo no sabía cuánto eran varios días, que también solían faltar en vísperas de cumpleaños, o de Navidad. Y lo que siempre sentía era ansiedad porque no pasaban jamás. El viaje duró tres noches hasta Buenos Aires y desembarcamos la mañana de un lunes caluroso, ardiente como chaqueño.
Todo lo que yo quería era ver el mar; era lo único que me importaba en el mundo. No veía la hora de que saliésemos de una vez hacia Constitución, esa enorme central ferroviaria que papá había señalado desde el tranvía. Ahí tomaríamos el tren a Mar del Plata, directo a conocer al Gigante. Así que decidí portarme bien y aguantar los familiares toqueteos de mis cachetes. Esperaba que los “dos o tres días” pasaran de una vez y sentía pánico de que todo se arruinara.
Y fue Tío Justino el que arruinó todo. Con los años yo odiaría el nombre rulfiano de ese primo de papá que, justo la noche antes de nuestro viaje a Mar del Plata, llamó al hotel avisando que Tía Dominga estaba muy mal, que tenía no sé qué y que fuéramos al Sanatorio. Ya se imaginarán el resto.
—No será esta vez –me dijo papá–. Perdonáme. Y yo vi lágrimas en sus ojos y todo lo que hice fue abrazarlo y llorar. Tía Dominga falleció dos semanas después y volvimos al Chaco. Pasé toda mi niñez soñando con el mar, que conocí a los 20 años. Pero ésa es otra historia.
(A la memoria de mi padre, que murió sin siquiera imaginar la tragedia actual de nuestro río).